Marian Dahle le estaba esperando.

—Vamos pasar por la clínica de Lysaker para recoger a Birka antes de ir a Høvik —sonrió con cansancio. Sus ojos brillaban.

Cato Isaksen sintió una alegría repentina y aguda.

—Así que Birka está viva.

—Es tan dura de roer como yo.

Casi no tenía fuerzas para dejar que la felicidad le embargara. Como si la oscuridad pudiera estar acechándole a la vuelta de la esquina, algo que sólo estaba esperando a que él se relajara para poder soltarse y volverle a atacar.

—Pero no tenemos tiempo de recoger chuchos ahora. Tendremos que hacerlo a la vuelta.

Cato Isaksen la contempló, apoyada contra el marco de la puerta como un poste.

—¿Cómo que chuchos? Vamos por Birka ahora —dijo Marian Dahle con decisión. La luz había desaparecido de su mirada.

La dejó a un lado y fue hacia el ascensor. Sabía que había perdido la batalla hacía mucho. Que ya había perdido la primera vez que se encontraron. Era tan jodidamente descarada. Él era el jefe. Fue corriendo detrás de él y se lanzó al interior del ascensor en el momento justo en que la puerta de metal brillante se estaba cerrando.

—¿Por qué no puedes sencillamente relajarte un poco? —dijo ella—. No se puede ser fuerte todo el tiempo, no todo el tiempo.

Cato Isaksen se metió un chicle en la boca. Sólo sentía cansancio. La luz amarillenta del ascensor le daba al rostro lleno de cicatrices de Marian un aire aún más enfermizo.

Bajaron en ascensor hasta el garaje sin cruzar ni una palabra.

Cuando estuvieron sentados en el coche y Cato Isaksen pasó su tarjeta junto al lector de la salida para que se abriera la barrera, Marian dijo:

—No se me da nada bien estar con otras personas. No tengo sentido del humor. No soporto las convenciones y todo ese lío.

—Yo no soporto más confidencias personales tuyas —suspiró él—. Please.

Pero ella siguió:

—No me río casi nunca. Es como si mi sistema nervioso casi estuviera envenenado. Me irrito con demasiada facilidad. ¿Por qué no puedes limitarte a dejarme en paz?

Cato Isaksen ahogó una sonrisa.

—Pero qué cojones crees que intento hacer todo el tiempo. Pero si es un trabajo de jornada completa intentar evitar que me invadas con tus rollos —frenó de golpe para dejar pasar un coche que venía por la derecha.

Marian apoyó la cabeza contra el asiento y respiró profundamente varias veces.

—Me exiges confianza, pero no me das nada a cambio. ¿Has pensado en eso?

Cato Isaksen bajó la ventanilla y escupió el chicle.

—¿Confianza? ¿Qué coño quieres decir con eso?

Estaba tan harto de todas estas conversaciones con Marian. No podría quedarse callada, por una vez.

Ella cerró los ojos y volvió a abrirlos.

—¿Has pensado que nunca me das algo a cambio?

—¿Qué cojones quieres que te dé?

—Contarme algo de ti mismo, tener confianza en mí, Cato.

—Mi querida niña, la confianza te puede hacer vulnerable. La confianza pueden usarla contra ti a la menor ocasión.

—Cobarde —dijo Marian Dahle cruzándose de brazos. Miraba con gesto adusto por el cristal delantero.

Cato Isaksen frenó bruscamente justo delante de la clínica veterinaria.

—Esperaré dos minutos exactos —enunció mirando el reloj.

A los cinco minutos Marian Dahle bajaba feliz la escalera con Birka danzando exultante a su lado, sujeto por una correa. La bóxer estaba cosida con unos gruesos puntos en el lateral de la cabeza, justo debajo de la oreja.

Marian abrió la puerta de atrás.

—¡La manta! —gritó Cato Isaksen.

Marian cogió la manta gris del suelo y la extendió sobre el asiento.

La perra saltó dentro. Resoplaba y se movía allí detrás, andando de un lado a otro. El rabo se agitaba entusiasta.

Marian abrió la puerta del copiloto y se sentó. Se puso el cinturón de seguridad girándose a medias hacia la perra.

—Ahora nos vamos a casa —dijo con voz dulce acariciándole la cabeza—. Sí, mi niña, Birka se va a casa. Nos vamos a casa —repetía.

—Digo yo que ya lo habrá entendido, ¡cojones! Pero no vamos a casa. Vamos a Høvik —dijo Cato Isaksen y puso el coche en marcha.

—Ya lo sé, idiota.

Sintió que la perra olfateaba su nuca.

—Abajo —gritó, mientras giraba para salir del aparcamiento.

Marian Dahle miró por la ventana.

—Birka y yo… somos bastante más que la relación entre una persona y un perro.

—Ya me lo imagino, ya —Cato Isaksen se pasó ostentosamente la mano izquierda por la nuca.

—Maldito bicho mocoso —dijo mirando fijamente hacia la carretera que tenía delante—. No creas que la perra va a seguir acompañándote al trabajo. Sólo por esto, quiero decir. Eres la única del departamento… que alguna vez ha… —Cato Isaksen metió la tercera y se incorporó a la carretera—. Es enfermizo estar tan enganchada a un bicho peludo y lleno de parches.

Marian Dahle puso los brazos en cruz.

—En realidad, Birka ha hecho un trabajo. Fue ella la que precipitó que Vera Mattson sacara ese bate. ¿Lo has pensado? Que en realidad fue ella quien resolvió este caso.

—Joder, Marian —Cato Isaksen rió sonoramente—. ¿Qué cargo tiene la perra? ¿Inspector jefe?

—No confío en las personas a las que no les gustan los perros, Cato. Fíjate en cómo le fue a Fredrik Øye.

—Exactamente —Cato Isaksen sonrió brevemente.

—Por cierto, que tenemos que llevarnos al gato de Vera Mattson cuando nos vayamos —Marian tenía la mirada distante.

—En mi coche no —dijo Cato Isaksen tozudo—. ¿Para qué demonios íbamos a llevarnos a ese gato?

—Se trata de un animal vivo, ¿sabes? —se volvió hacia él—. ¿No has pensado que hay que alimentarlo y cuidarlo? Tenemos que llevarlo a Maridalen y dárselo a Åsa Nyman. Que ella se ocupe.

—Esto no es un maldito transporte de animales —Cato Isaksen bostezó irritado.

Marian Dahle suspiró profundamente.

—Entonces, ¿qué hacemos con él?

—Que lo herede Louise Ek. Nos dijo que Henning Nyman las había atraído con cachorritos, y que se había ido con él porque quería una mascota. Tal vez un gato sea tan bueno como un perro. Es la solución más sencilla.

—Ah, no —dijo Marian Dahle rápidamente cruzándose de brazos. Perros y gatos son dos cosas completamente diferentes.

Cato Isaksen se volvió hacia ella. Su rostro se abrió en una enorme sonrisa que notó en todo su cuerpo.

—Exactamente como nosotros dos, quieres decir.

—Sí, exactamente. Como perro y gato.

La perra estaba otra vez respirando en su nuca. Puso la cabeza en su hombro e hizo unos ruidos oscuros y difusos mientras le chupaba con fuerza detrás de la oreja. Cato Isaksen levantó el brazo derecho del volante e intentó apartar al bóxer jaspeado de marrón con el codo. Sintió el aliento templado y algo fétido que se deslizaba por su mejilla.

—Si es que no obedece, demonios —dijo girando para entrar en la calle Selvik.

En ese mismo momento Birka estornudó con fuerza en el asiento trasero, y Cato Isaksen sintió las gotas que llovían sobre su cabeza y su nuca.

—Demonios —gritó irritado—. ¡Ya vale!

Marian Dahle luchaba para reprimir una risa hirviente. La sonrisa caldeó su rostro y sus ojos estrechos se estrecharon aún más. Al final no fue capaz de reprimirse más. Se inclinó hacia delante.

Su risa aguda le envolvió.

Cato Isaksen nunca había experimentado algo tan contagioso.