La tierra, gris y seca, formaba terrones dispersos. Henning Nyman intentaba no pisar las espigas. Donde acababa el cultivo empezaban las flores, antes de llegar a las ortigas que rodeaban la desgastada valla caída. Tenía cuidado con dónde ponía los pies. Las margaritas y los tréboles encarnados estaban secos por falta de lluvia. Era verdad que había llovido el otro día, pero no fue suficiente. El agua se había evaporado con el sol de la mañana al día siguiente. Pasó por encima de la valla caída. Tras ella se alzaba el bosque, profundo y oscuro.
Siguió el sendero hasta que el bosque empezó a clarear. Llegó a la cuneta repleta de hierbajos y cardos, antes de vislumbrar la casa roja.
Henning Nyman no sabía por qué su madre tenía las llaves de la casa de Helmer Ruud. Le habían dado la llave hacía un montón de años, cuando Henning era pequeño. Siempre estaba colgada en el armarito de las llaves del recibidor. Estaba allí desde que él podía recordar. Y ahora Helmer había acabado en el hospital. Se había roto la cadera y estaría semanas lejos de casa. Cuando su madre se lo contó empezó a ir a la casa vacía.
Pensaba en su madre. Que hubieran vuelto a interrogar a Wiggo y que se llevaran su coche la había afectado muchísimo. En resumidas cuentas, era demasiado de todo, pensó. Repentinamente, un recuerdo de la infancia pasó tembloroso por su mente. Cuando su padre se marchó aquella vez, su madre había dejado muy claro que no tenían que hablar con nadie de los problemas, como ella lo llamaba. Sólo tenían que decir que su padre estaba de viaje de negocios en América. Algo que por lo demás era cierto, sólo que nunca volvió. Le habían dado la representación de algo, algo que tenía que ver con un gancho que mantenía las vías del tren en su sitio. Cuando se fue, su madre nunca lloró, pero se volvió una amargada. A Henning le parecía una cosa horrible guardar un secreto así, que su padre nunca volvería. Había encontrado la alianza de su madre en el joyero viejo que tenía en su dormitorio. Siempre había dormido en el mismo lado de la cama de matrimonio. Cuando él se fue, empezó a dormir en su lado.
La casa de Helmer Ruud, pintada de rojo oscuro, era una construcción de los setenta. Una casa completamente normal, de catálogo prediseñado Block Watne, con una puerta con cristal esmerilado y una terraza bastante grande sobre el garaje. Frente a la casa había un patio cubierto de grava y un montón enorme de gravilla. Helmer Ruud quitaba la nieve de los caminos del bosque durante el invierno y era responsable de echar sal. Por eso tenía el tractor con la pala quitanieves aparcado frente a la casa también en verano. También estaba encargado de controlar la barrera que protegía la reserva natural para que los desconocidos no metieran sus coches en ella. Sólo la gente que tenía casitas de veraneo en la zona tenía la llave.
Henning había estado en la casa un par de veces, con su madre, al poco de marcharse su padre. Se acordaba vagamente. Era un recuerdo muy antiguo, alojado en lo más profundo de su mente. Intentó concentrarse y recuperarlo, pero se le escapaba.
Olía a cerrado en el pequeño recibidor. Era una sensación extraña estar en una casa desconocida sin permiso. No había flores que regar, nada que cuidar. Tampoco mascotas.
Una sólida puerta de madera llevaba al resto de la casa, pero Henning abrió la puerta de la derecha y entró en el lavadero que estaba junto al recibidor. Dentro había una lavadora vieja, una pila y, debajo del desagüe, un cubo de plástico rojo. El grifo goteaba. El agua caía del cubo al suelo y seguía hasta la rejilla oxidada junto a la pared. Del lavadero bajaba una escalera que llevaba al sótano. Allí había varias habitaciones y trasteros. Pero ninguna ventana. La puerta del sótano estaba cerrada. Metió la mano por la puerta y encendió la luz. Una bombilla solitaria iluminó la estrecha y gastada escalera del sótano. Olía a humedad y un poco a moho.
Apagó la luz, cerró la puerta y salió del lavadero. Se quedó escuchando el silencio. Luego volvió a salir al pasillo y siguió hasta el salón. Olía a cerrado en la casa. No era extraño si nadie vivía allí. La mesa del comedor estaba llena de papeles, pequeños montones de quinielas y circulares sobre los caminos forestales, qué propietarios tenían derecho a la llave y cosas así. Había chaquetas y otras prendas tiradas sobre el sofá y las sillas. La encimera de la cocina estaba hasta arriba de platos sucios, y de unos restos de comida se desprendía olor a podrido.
Frente al ventanal del salón, crecía una franja de hierba llena de dientes de león, antes de los altos y negros abetos y la gran reserva natural.
El olor de las paredes de madera, los muebles y la chimenea, que desprendía hollín, estaban grabadas en lo profundo de su conciencia. Henning intentó otra vez concentrarse para recuperar ese viejo recuerdo, pero se le volvió a escapar.
Henning no era tan tonto como para sentirse anormal. No era eso, que no pudiera tratar con otras personas con normalidad. No era eso. Si fuera completamente anormal, no se conseguirían revistas así, pensó.
Encontró las revistas el primer día. En un cajón de una vieja cómoda en el pasillo del sótano. Las páginas olían a moho, gruesas y deformadas por la humedad. Las fotos de las revistas de Helmer Ruud eran de niños, no muy crecidos. La niña de la portada de la primera revista estaba desnuda, vista desde atrás, inclinada sobre una cama. Con lazos rojos en las largas trenzas rubias. Se parecía muchísimo a la amiga de Wiggo de los viejos tiempos, Nella, pensó.