Los interrogatorios a las personas que en algún momento habían tenido algo que ver con Elna Druzika ocuparon los días siguientes. Cato Isaksen repartió el trabajo entre su equipo. Tony Hansen iba a tener su primera oportunidad junto a Asle Tengs. Interrogarían al dueño de la empresa de catering en la que trabajaba la fallecida. Su hermano, Ahmed Khan, tenía una empresa de venta ambulante de helados pared con pared, y había ido a recoger unos papeles media hora antes del atropello. Debían prestarle especial atención. Noman Khan ya había explicado que le pareció que Elna Druzika estaba algo nerviosa cuando la pilló robando en la cámara frigorífica unas horas antes del atropello. Por lo menos creía que estaba robando algo. Constantemente desaparecían alimentos y otras cosas. La joven se había puesto a murmurar cosas sobre cocinar, sobre tartas y cómo iba a decorarlas. Se comportó de manera extraña, había añadido.
—Y luego habláis también con la señora mayor que trabaja allí. Su nombre es Milly Bråthen. Dos de los conductores de las furgonetas de los helados las devolvieron entre las siete y las siete y media. También deberán ser interrogados.
Marian Dahle y Randi Johansen recibieron el encargo de hablar con Wiggo Nyman, el novio de la fallecida, que trabajaba como conductor en la empresa de helados. Por su parte, Cato Isaksen iba a llevar con él a Roger Høibakk y concentrarse en la mejor amiga de la fallecida, Inga Romulda. Los primeros que habían llegado al lugar de los hechos, además del guarda de Securitas, eran estos cinco, y de ellos se iban a ocupar los detectives en un primer momento. Cato Isaksen les pidió que averiguaran, antes que nada, si alguno de ellos había tenido acceso a un coche rojo, o si sabían de alguien del entorno de Elna Druzika que tuviera uno.
Inga Romulda vivía en Karihaugen, en un pequeño y deteriorado apartamento de un edificio de madera de dos pisos. Cato Isaksen aparcó en la calle, delante de la casa. Roger Høibakk salió del coche y la contempló; estaba pintada de un color verde horripilante y encajada entre la carretera principal y un supermercado barato. Detrás de él, las viviendas nuevas llegaban casi hasta la carretera.
El móvil de Cato Isaksen sonó. Cerró la puerta del coche y se llevó el teléfono a la oreja. Reconocía el número: era un periódico sensacionalista. Preguntaron si habían descubierto algo nuevo.
—No —dijo cortante dándole la llave del coche a Roger Høibakk.
—Sinceramente, algo tenéis que saber —insistieron.
—Te digo que no. Daremos una rueda de prensa en cuanto tengamos algo que contar. Ahora no puedo seguir hablando —cerró la tapa del móvil y lo metió en un bolsillo.
La anticuada puerta de madera se abrió. Del portal salieron dos chicas jóvenes. Una llevaba botines blancos de tacón alto, la otra un vestido corto azul claro y el pelo teñido de rubio. Roger Høibakk se volvió para mirarlas.
—¿Qué clase de casa es ésta? —preguntó mirando a Cato Isaksen, que encogió los hombros mientras estudiaba los cuatro buzones que había en la pared. En ninguno figuraba un nombre.
Subieron por la gastada escalera. Roger Høibakk apretó el timbre. Después de un rato abrió la puerta una joven con aspecto dulce, de rostro redondo e infantil. Inga Romulda llevaba una camiseta azul de manga larga y un pantalón de lino beige. El pelo rubio cortado muy corto. Iba descalza.
Cato Isaksen y Roger Høibakk se presentaron y le pidieron hablar con ella. Inga Romulda entró delante de ellos en el pequeño apartamento. Se dio la vuelta mirándolos con una expresión seria y cansada y les pidió, en un noruego bastante bueno, que tomaran asiento en un sofá marrón de dos plazas.
En el cuarto de estar no había muchos muebles, ni siquiera una alfombra, pero sí macetas en las ventanas y una hilera de plantas aromáticas en un estante sobre la breve encimera de la cocina.
Empezó a llorar. Los ojos inundados de lágrimas.
—Wiggo me llamó ayer noche, a las nueve y media pasadas, y me contó que le había llamado el guarda de Securitas, y le había dicho que Elna estaba muerta. La policía me dijo que tenía que mirarla, decir que era ella. Estuve allí… en el hospital…
Cato Isaksen la miró con simpatía.
—Así que fue Wiggo Nyman, su novio, quien te llamó para contártelo.
Inga Romulda asintió.
—Sí.
—¿Sabes dónde estaba cuando te llamó?
—En una gasolinera —se cubrió el rostro con sus delgadas manos y tomó aire con un gran sollozo—. Contestaré a sus preguntas, pero no entiendo lo que ha ocurrido. Ahora ya no conozco a nadie en Noruega. Estoy tan triste. Tengo tanto miedo.
—Comprendemos que esto es muy difícil para ti.
—Tuve que mirarla porque Wiggo no quería. Tuve que hacerlo yo.
—Estuvo bien que la identificaras. Muchas gracias —dijo Roger Høibakk, serio.
—Pero es que había mucho espacio allí donde el coche la atropelló. ¿Por qué ese coche tuvo que ir precisamente contra ella?
Cato Isaksen miró a su alrededor.
—¿Dónde dormís?
—Abrimos el sofá —explicó cansada Inga Romulda—. Tenemos la ropa de cama en el armario. Pero ella dormía donde Wiggo también; más allí, en realidad.
—Así que ¿Wiggo Nyman también vive en esta casa?
—Sí, justo aquí al lado. Los dueños son Noman Khan y su hermano. Nos dejan vivir aquí barato. Pero cuando Wiggo no estaba en casa, cuando estaba donde su madre, Elna dormía aquí conmigo. Compartíamos el sofá. Se abre a lo largo.
Roger Høibakk se puso de pie. Cato Isaksen siguió sentado. Se inclinó hacia delante.
—El resto de los que viven en la casa, ¿los conoces?
—No, no los conozco.
—¿Son noruegos?
—No, las chicas del primero son de Rusia.
—¿Alguno de los que se relaciona con ellas tiene un coche rojo?
—Elna no conocía a nadie. Yo tampoco. Sólo nos teníamos la una a la otra. Y ella tenía a Wiggo. Les daré algo de beber. Hace tanto calor… Pero no abro la ventana porque la carretera grande hace tanto ruido.
—Y ¿no sabes nada de un coche rojo?
Inga Romulda negó con la cabeza.
—El coche de Wiggo es blanco. Y Milly no tiene coche. Noman y Ahmed tienen coches de esos buenos, grises. Nadie tiene un coche rojo.
—¿No habías notado nada diferente en Elna últimamente? ¿Si estaba alterada, triste, enfadada o algo?
Inga Romulda abrio el pequeño frigorífico y sacó una botella etiquetada con moras y cerezas. Mezcló un poco de su contenido con agua para ofrecer un refresco a los detectives. Se volvió y fue hacia ellos con dos vasos en las manos.
—No, Elna nunca estaba enfadada. Pero podía estar triste. No lo sé. Pero hablaba mucho de su madre y su hermana, de lo difíciles que eran las cosas para ellas. Tal vez estuvo algo callada los últimos días. O no. No lo sé.
Dio un vaso a cada agente.
—No lo sé —repitió—. Yo trabajaba en otro sitio ese día; servía a una empresa. La madre de Elna trabajaba mucho en Letonia, y andaba mal de dinero. Y tenía tres hermanas y un hermano. Y el hermano no hacía mucho.
—¿Cuándo viste a Elna por última vez?
—Elna y Milly estaban allí. Yo cogí el autobús a Sjølyst, y por la noche cogí el autobús a casa, como siempre. Elna debía llegar después. No había terminado. Había mucho que hacer; ahora todo el mundo tiene despedidas y cosas así.
—¿Y esa Milly?
—Trabaja sólo de vez en cuando. Le daba a Elna ropa de sus nietos, que Elna mandaba a su hermana pequeña.
—Así que ¿solíais acabar a la vez Elna y tú?
—Sí, a menudo sí. La mayoría de las veces. Pero no ese día —escondió el rostro entre las manos y se echó a llorar de nuevo.
—Lo lamento —dijo Cato Isaksen—. Siéntate —se levantó y le pasó el brazo por los hombros con gesto protector para llevarla hasta el sofá—. No tenemos prisa. Tómate tu tiempo. Tenemos mucho interés en saber si crees que alguien podía desearle algún mal a Elna. ¿Alguien que conociera de antes?
Roger Høibakk percibió que la expresión de Inga Romulda cambiaba, como si de pronto hubiera recordado algo. Miró a los dos detectives un largo rato, luego sacudió la cabeza.
—Lo siento —dijo.
Después, todo se hizo mucho más difícil. Era como si quisiera reprimir algo. Tuvieron que sonsacarle la información. Parecía como si se escuchara a sí misma mientras hablaba. Poco a poco fue confirmando que a Elna Druzika podía haberla alcanzado el pasado. Un hombre al que tenía un miedo atroz.
—Y ¿cuánto tiempo hacía que conocía a ese hombre? —Roger Høibakk la miraba. La intuición de que estaban acercándose a algo que podía resultar importante se hacía cada vez más patente—. Háblame de él —dijo con amabilidad.
Inga Romulda parecía asustada.
—No sé —musitó con voz queda—. Decía que nunca podría volver a Letonia, que Juris la encontraría y la maltrataría. Pero yo le decía que aquí no vendría. No sabía dónde estaba. Pero ella siempre pensó que la encontraría.
Cato Isaksen frunció el ceño.
—Así que ¿tenía un exnovio violento?
Inga Romulda negó con la cabeza.
—No eran novios. Él era viejo; cuarenta y dos años. Era un vecino de Bene. Casado y con hijos. Tuvieron una relación muy corta. Luego Elna no quiso seguir, y él se enfadó mucho. No hay nada más. Él bebía mucho. No es bueno. Y ella se tuvo que marchar.
—¿Conoces su apellido también?
—Juris Tjudinov. En Letonia no nos gustan mucho los rusos. Especialmente los que son como él. Elna me dijo que también había amenazado a su madre. Y ahora parecía que se había marchado de Letonia. Ella tenía miedo de que viniera por aquí. Que la encontrara —su mirada se oscureció—. ¿Me van a expulsar de Noruega?
—¿Por qué razón? —preguntó Cato Isaksen mirándola—. No eres tú quien ha cometido un delito.
—No, no —dijo y rompió a llorar otra vez—, pero tengo miedo.
Cato Isaksen la observó.
—Realmente, tienes mucho miedo tú. ¿Es que ese hombre es peligroso para ti también?
—No, nunca le he visto. Yo soy de Riga. Elna y yo nos conocimos aquí, en Noruega.
—Tú trabajas ilegalmente para Noman Khan, ¿no es así? No pagas impuestos ni tampoco tienes permiso de trabajo —su pálido rostro se sonrojó intensamente.
—No hace falta que contestes —dijo Cato Isaksen—, lo discutiremos con tu jefe. No es culpa tuya y no tiene nada que ver con el caso. ¿Cuánto ganas a la hora?
—Noventa coronas.
Cato Isaksen miró a Roger Høibakk.
—¿Y además pagas alquiler por esto? —la miró casi enojado.
Inga Romulda asintió.
—No hay ningún sitio seguro —dijo, cambiando de expresión. Fue como si en ese preciso momento se hubiera dado cuenta de que se había quedado sola—. Había pensado decirle a Elna te quiero mucho —susurró—. Pero no lo hice, y ahora es demasiado tarde.