La abogada de la policía Marie Sagen introdujo su tarjeta identificativa en el lector y pasó la garita de guardia. Hacía un calor asfixiante. Saludó brevemente con la cabeza a un par de policías y se revolvió el pelo claro. Se arrepentía de tener las vacaciones tan tarde este año. No cogería sus tres semanas hasta agosto. Faltaba mucho para agosto.
Introdujo el maletín frente a ella en el ascensor, estiró su camisa azul claro y presionó el cinco. Cato Isaksen la recibió en el pasillo.
La abogada policial estaba guapa con su ropa conservadora, pensó. Falda azul y camisa azul claro. Muy bien podía haber sido una azafata quien estaba frente a él.
La informó brevemente de lo extraordinario de la situación, y enseguida Marie Sagen lo interrumpió para informarle de que había una nueva circular con nuevas limitaciones en lo que se refería a detenciones, arrestos e interrogatorios.
—Es el Convenio Europeo de Prevención de la Tortura. Ya le han llamado la atención a Noruega. Pero veamos hasta dónde podemos llegar. Si no fuera porque se ha denunciado la desaparición del pequeño, le habría dicho que esperáramos hasta mañana. Es tarde. Y hace calor. Por supuesto, tendremos que esperar al defensor de quien sea.
—Por supuesto —respondió Cato, ofendido. Tampoco es que fuera tonto del todo. Wiggo Nyman estaba en una de las salas de interrogatorio, esperando. En la otra estaba Ahmed Khan que, a saber por qué, les había pedido que llamaran a Inga Romulda.
—Ocúpate de que les den algo de comer y de beber —dijo Marie Sagen—, para que no esté todo mal desde el principio. Ya sabes cómo son estos abogados…
—Sí, ya sé cómo se lo montan estos malditos abogados…, ya. Y como todos los asesinos normales Wiggo Nyman, por supuesto, niega haber tenido que ver con nada de nada. Y en cuanto a Khan, no hemos empezado aún. Afirma que tiene una testigo que le puede exculpar: la amiga de Elna Druzika.
—Perfecto —comentó Marie Sagen y entró delante de Cato Isaksen en la sala de juntas, donde se había reunido el equipo. Dio la mano a Marian Dahle, a quien no conocía de antes, y saludó brevemente con la cabeza a los demás.
Roger Høibakk abrió las ventanas de par en par y lanzó fuera una mosca que había en el marco.
Marie Sagen puso su portafolios sobre la mesa que se abrió con un pequeño chasquido.
—Por lo que sé, Wiggo Nyman está en uno de los despachos para interrogatorios esperando —dijo sentándose al extremo de la mesa.
—Sí —confirmó Cato Isaksen impaciente. Ardía de ganas de empezar y confrontarle con los nuevos datos. Ahora sólo necesitaban tener lista la estrategia legal.
Asle Tengs entró en la sala y saludó brevemente a Marie Sagen.
—No había nada en el agujero junto a la excavadora en Høvik Verk, jefe —dijo y miró a Cato Isaksen—. Nada más que tierra seca. Los investigadores de escenarios de crímenes acaban de llamar.
—Vale —respondió Cato Isaksen—, era sólo una intuición. Tenía que ver con esas dos niñas… Siéntate. ¿Cuándo viene Inga Romulda?
—Viene de camino. Tony la trae. Pero probablemente ya tengamos algo, Asle —Cato Isaksen dejó caer unos documentos sobre la mesa y acercó una silla—. Hay que ir paso a paso. La intuición no es suficiente, de eso ya hemos hablado antes.
Asle Tengs lanzó una rápida sonrisa a Randi Johansen, que se giró en su silla y colocó su chaqueta sobre el respaldo.
—¿No sería importante que encontrarais a las dos chicas que probablemente han escrito esta carta, y que oyerais lo que tienen que contaros antes del interrogatorio? —dijo Marie Sagen.
—Sí, pero están de excursión con el colegio. Intentemos presionar a Nyman antes —dijo Cato Isaksen—, a lo mejor se rinde cuando vea que tenemos la carta de las autodenominadas sirenas. Y además tenemos a Inga Romulda.
—A Nyman le va a resultar difícil mentir para explicar esa carta —comentó Roger Høibak—. Una idiotez por su parte no haberla tirado.
—Si la solicitud de prisión preventiva es aceptada —continuó Marie Sagen—, puede haber vista de encarcelamiento en el juzgado en algún momento de mañana. En todo caso, la carta de las chicas y la hora en que la furgoneta de los helados aparcó en la calle Selvik, son buenos indicios.
—Pero no durará mucho —dijo Asle Tengs—. Disponemos de un plazo endemoniadamente corto para colgarle algo más. Porque no tenemos ningún cadáver, ni tampoco un Mazda rojo.
—Sí tenemos un cadáver —dijo Roger Høibakk—: Elna Druzika. Pero el Mazda rojo es un jodido misterio.
—Pueden haberlo robado, y luego dejarlo por ahí tirado —opinó Asle Tengs.
—No olvidemos a Tjudinov —recordó Randi—. Todos creemos que Nyman tiene algo que ver con la desaparición del chico, pero el caso Druzika…
—Su abogado… —interrumpió Marie Sagen.
—Estará aquí enseguida —dijo secamente Randi Johansen—. Es un joven que ha sido designado como defensor de oficio. No había oído su nombre antes. A lo mejor es un suplente de verano. Se llama Thomas Fuglesang [Trino].
—Un nombre alegre, en todo caso… —dijo Roger Høibakk.
Randi Johansen jugueteaba con un trozo de papel. La abogada policial Marie Sagen tenía una profunda arruga en la frente.
—Suena bastante increíble todo esto, quiero decir. De verdad que tenemos que tener mucho cuidado con los requisitos formales. Como ya he dicho, no podemos utilizar un arresto y una detención policial para que un sospechoso confiese.
—Tenemos que conseguir algo contra él —Marian Dahle había estado callada hasta ese momento. Intentó captar la mirada de Cato Isaksen. Él miró en otra dirección.
Marie Sagen se pasó una mano bien cuidada, con esmalte rosa perla, por la frente.
—En todo caso no podemos incumplir las normas en ningún punto. Son incuestionables. Os podrían acusar de negligencia grave en el servicio. ¿Qué clase de imputación queréis pedir?
—Empecemos el interrogatorio y veamos adónde nos lleva —sugirió Roger Høibakk.
—No —dijo Marie Sagen.
—No podría Marian… —dijo Randi Johansen.
—¿Qué?
—Ocuparse del interrogatorio de Nyman.
—¿Por qué?
—Porque tiene una técnica…
Cato Isaksen resopló despreciativo.
Marie Sagen miró con interés a Marian Dahle.
—¿En qué consiste esa técnica tuya? —dijo con una sonrisa.
—En nada —contestó Marian secamente—. No tengo una técnica especial.
Thomas Fuglesang apareció repentinamente en la puerta. El joven abogado no parecía inseguro en absoluto.
—Me han pasado un correo electrónico con los datos fundamentales —explicó rápido—, pero no he podido hablar con mi cliente.
Cato Isaksen no pudo reprimirse.
—Te pido, por el bien de tu cliente, que esperemos antes de llegar a un acuerdo formal sobre qué cargos tendrá que afrontar. Por decirlo de alguna manera, no sabemos muy bien qué saldrá de este interrogatorio.
El joven abogado pareció preocupado.
—¿Y qué garantía tenemos de qué…?
—Por supuesto haremos todo correctamente —terció Marie Sagen—. No hay ninguna razón para ocultar que probablemente pediremos prisión preventiva.
—Pongámonos en marcha cuanto antes —dijo Roger Høibakk. Miró a Cato Isaksen—. Marian y tú podéis hacerlo juntos, ¿no?
Thomas Fuglesang se puso de pie y miró a Marie Sagen.
—Antes quiero hablar a solas con mi cliente.
Cato Isaksen paseó la mirada de un abogado al otro.
—Por supuesto —concedió, irritado.