A Louise no le gustó que el coche fuera rojo. Había un gran bollo en el parachoques delantero derecho, y el faro de ese lado estaba destrozado. Algo se abrió camino en su subconsciente. Sólo era una sensación. ¿No habían dicho algo de un coche rojo en el periódico? Ina rió alto a su lado y apretó la tienda contra su pecho. El hermano de Wiggo las había alcanzado. Estaba riéndose a su lado. Caperucita y el lobo, pensó Louise y miró con atención las grandes manos del hermano del conductor de la furgoneta de los helados.
Un labrador negro vino hacia ellos moviendo el rabo. Louise había visto a su dueño muchas veces. Extendió la mano y lo acarició. El perro les ladraba feliz y afónico. Cruzó el césped y desapareció, las orejas gachas, tras las zarzas rojas cuando su amó lo llamó. No podían verle, sólo oían que hablaba al perro en voz baja.
El hermano del conductor del coche de los helados seguía riendose.
—Niñas tontas —dijo cogiendo a Louise del brazo.
—Ay, no hagas tonterías —se impuso la certeza de que lo peor podía pasar. Pero él se limitó a reír mientras la encaminaba hacia el coche.
—Os he traído cosméticos —tenía su brazo agarrado con tanta fuerza que la llevaba como a una muñeca de trapo floja. La hierba mojada bajo sus pies hacía que casi se deslizara hacia delante. El ruido de sus zapatos repercutía por su cuerpo. El latido de su corazón era fuerte y oscuro.
—¿Dónde está Wiggo? —sentía el dolor como una garra alrededor de su brazo. Él se limitó a seguir riendo.
—Os he dicho que os daré un perro a cada una —dijo soltándola.
Louise miró a Ina que venía trotando detrás. Sonrió insegura y se encogió de hombros.
—Ya veis que estoy de broma. Wigo me ha dicho que os dé recuerdos y que os diga que nos espera.
Louise pasó su brazo entorno a Ina, luego miró a Henning Nyman. Cómo decir no a un hombre adulto que decide que te metas en un coche.
—¿Dónde?
—Donde los cachorros.
Louise apretó fuerte el brazo de Ina. Ina sujetó con fuerza la tienda de campaña contra su pecho.
—¿Lo dejamos? —susurró Louise.
Ina la miró e hizo una mueca con la boca.
—No sé. Fuiste tú la que hablaste con él. Seguro que esos cachorros son muy monos, pero ¿qué crees que dirá tu padre?
—O mi madre —Louise tragó saliva.
—Entrad, sentaos —gritó Henning Nyman.
Cómo decir no a un hombre adulto que decide que te metas en un coche.
Louise le miró.
—Pero no podemos llevarnos los perros ahora, ¿nos los das el lunes?
—Ningún problema. Pero vais a verlos ahora.
Ina miró a Louise.
—Yo cuidaré del tuyo mientras estés en Italia. No es ningún problema. Voy a estar en casa todo el verano. Será estupendo cuidar de un perrito.
—Sentaos detrás —ordenó Henning abriendo la puerta y echando el asiento hacia delante.
—Qué coche tan viejo —dijo Louise—. Pero ¿nos dará tiempo a estar de vuelta a las seis?
Cómo decir no a un hombre adulto que decide que te metas en un coche.
—Ningún problema. Entrad en el coche.
Cuando Henning Nyman cerró la puerta del conductor, Louise vio sus ojos enmarcados como una pequeña foto en el retrovisor.
—Tienes que llevarnos directamente a Burudvann si no nos da tiempo de estar en el colegio a las seis —dijo Ina—. Cuando nos des el maquillaje y veamos los perritos.
—Vale.
—Llama al profesor y dile que eres mi padre. O el padre de Louise —siguió Ina—. Dile que llegaremos un poco más tarde. O que iremos directamente a Burudvann.
—De acuerdo —dijo Henning Nyman y salió del coche.
—¡Os reís demasiado! ¡Callad un poco! Mirad, aquí tenéis unas barras de labios. Préstame tu móvil —alargó la mano hacia Louise que le dio su teléfono móvil rosa y le indicó el número del profesor.
Las niñas vieron por la ventanilla que Henning Nyman hablaba por el teléfono. Oían fragmentos… las dos…, no van…
Se miraron y se encogieron de hombros.
—Nos llevará a Burudvann luego —dijo Ina abriendo una de las barras de labios—. Trabaja en una fábrica de cosméticos. Nos dará más luego.
La mujer apareció de pronto, como surgida de ninguna parte. Justo delante del coche. Repentinamente estaba allí observándolas por la ventana delantera. Parecía que tenía frío; iba envuelta en un abrigo de verano rosa. Como un fantasma con esa piel blanca y el pelo claro. Louise reconoció a la madre de Patrik Øye.
—¿Qué estáis haciendo? —preguntó.
Pero las ventanillas estaban cerradas, y las niñas no oían lo que decía. Henning Nyman volvió corriendo al coche y le dijo a la mujer que se marchara. Su pierna derecha temblaba cuando giró la llave de encendido y pisó el embrague. Anduvo marcha atrás unos metros antes de meter la primera y girar por su lado para subir el camino adoquinado.