Tampoco esta vez abrieron la puerta. No había ningún nombre junto a la entrada.
Cato Isaksen estaba en la entrada cubierta de grava. Puede que fueran imaginaciones suyas, pero le parecía haber visto a la mujer en la ventana cuando estuvo por allí a primera hora. Las cortinas se habían movido casi imperceptiblemente, y una sombra se retiró. Le interesaba mucho hablar con ella. Los informes decían que se llamaba Vera Mattson, y que era la última que había visto a Patrik Øye.
El jardín estaba lleno de maleza, y hacía falta pintar la casa aquí y allá. El aire era espeso, con el dulce aroma de los lirios. Las zonas que un día fueron de césped estaban cubiertas de paja y zarzas. Junto a la valla que lindaba con el vecino había una fila de viejas dalias sin podar. En el camino de entrada, cubierto de grava, se abrían paso matojos de hierba y diente de león. Dos postes sin cancela señalaban el comienzo de la parcela. Al otro lado había un garaje inclinado por el viento. Sobre un pequeño cuadrado de losetas se veía una mesa redonda oxidada con dos sillas de aluminio ondulado. Y tras la casa se prolongaba el jardín asilvestrado, con frutales, jazmines y viejas matas de bayas.
Cato Isaksen dio la vuelta a la casa y miró a través de una alta ventana fraccionada en cuadrículas. Un perro ladraba en otro jardín. Acercó la cara al cristal, levantando las manos para evitar que la luz se reflejara. Dentro, la habitación estaba recargada de muebles viejos. Parecía muy desordenada.
Cato Isaksen volvió a echar un vistazo a la casa amarilla. Estaba recién pintada y bien mantenida, al contrario que la casa de Vera Mattson. Los capullos de rosa colgaban en rojos racimos contra la pared amarilla. Y la cama elástica de la que habían hablado las dos niñas, Ina y Louise, estaba junto a la verja de la vecina.
Cuando estaba a punto de entrar en el coche se le acercó una mujer esbelta. Cato Isaksen anduvo hacia ella y se presentó.
—Gunnhild Ek —respondió ella, pasándose la mano por el corto cabello castaño—. Vivo en la casa amarilla.
—Ah, sí —andaba por los treinta y muchos, y tenía un aspecto deportista y saludable—. ¿Así que eres la madre de Louise?
—Sí. ¿Sabes quién es?
—Sí. Hablé con ella después de la reunión en el colegio.
—Ah, claro. Lo contó. Lamentablemente no tuve posibilidad de ir. Algo está pasando aquí. En esta zona tan tranquila. Es todo tan desagradable. Un niño ha desaparecido y tres perros han sido asesinados en este barrio…
—¿Tres perros?
—Sí.
—¿Cuándo?
—No hace tanto. Al nuestro lo mataron hacia Semana Santa. Lo publicaron en el periódico local, pero no han cogido a nadie. Gente que odia a los perros; eso es.
—Tu hija, Louise, me contó algo de eso —dijo Cato Isaksen.
—Encontraron a Dennis muerto, descuartizado. Los otros perros simplemente desaparecieron. Pero estoy segura de que han sufrido el mismo destino que el nuestro.
Cato Isaksen la contempló.
—Vera Mattson, ¿nunca está en casa?
—No lo sé. No siempre abre la puerta. Su carácter es oscuro y triste. Una vecina muy peculiar. Desgraciadamente —añadió.
De pronto, Cato Isaksen percibió lo cansado que estaba. Debía irse a casa, tomar una bebida fría, comer algo.
—Muchas gracias. Volveré a ponerme en contacto contigo, si hay alguna novedad.
Gunnhild Ek asintió con la cabeza y volvió a la casa amarilla.
Cato Isaksen contempló su figura, alta y espigada, mientras sacaba el móvil. Se sentó en el coche y marcó el número de su hijo mediano diciéndole que iba camino de casa.
—Demasiado tarde —dijo Vetle—. Hemos acabado de bañarnos por hoy. Volvimos a casa hace mucho.