El sobre era rosa, rodeado de una franja morada llena de diminutas sirenas de color verde claro y amarillo. Wiggo Nyman estudió la carta. Su nombre estaba escrito con caligrafía infantil.
Otra más, pensó, sintiendo cómo el corazón empezaba a golpear en su pecho, cómo la sangre pulsaba en su cuello. El sello estaba algo torcido, arriba, en la esquina derecha.
Vio a Inga a través de la puerta de cristal, vio que estaba en el aparcamiento esperándole. Iban a coger el autobús. La Policía aún no le había devuelto el Volvo.
Rasgó el sobre con el pulso tembloroso. Su mirada recorrió la hoja.
Querido hombre de los helados:
Llamamos a información y nos dieron el número de ahí donde trabajas. Helado-directo, ¡ya sabes! Luego preguntamos por tu dirección y tu nombre. Dijimos que una de nosotras se había dejado el gorro en tu furgoneta. Pero no es verdad, ¡ya sabes! Porque no usamos gorro en verano ¡ya sabes! Pero te hemos comprado helados muchas veces. No hemos dicho nada de lo que tú ya sabes. Pero ese día lo vimos todo.
P. D.: Patrik era maleducado. No nos gustaba, así que no vamos a decir nada. Pero tienes que darnos helados gratis. Je, je.
Dos sirenas.
Era una copia exacta de la carta que había recibido cinco días antes. ¿Qué querrían exactamente esas malditas niñatas? Había intentado llamar a una de ellas. Le habían dado su número en información. Eran las dos niñas de la cama elástica. Eran ellas seguro. No sabía cuál de ellas vivía en la casa amarilla. La pelirroja, o la rubia.
Subió corriendo las escaleras y entró en su estudio. Se quedó un rato en el pequeño recibidor. Faltaban diez minutos para que saliera el autobús. El aire estaba quieto y pesado. Entró corriendo y metió la carta en un pequeño cajón.
Wiggo Nyman se encontró con su mirada en el espejo que había sobre el sofá. Había adelgazado. ¿Debería ir a Maridalen esa tarde?
Elna estaba muerta. Ayer la habían enterrado en su casa, en Letonia. Sentía la angustia como un fuerte dolor en el estómago. Muerta, estaba muerta. Tumbada helada y quieta en una caja bajo muchas capas de tierra.
Se dejó caer sobre el sofá cama y respiró profundamente. Oyó los pasos ligeros de Inga que subía la escalera.
La vio en la puerta mirándole extrañada y señalando su reloj.
—El autobús —dijo.
Se levantó con una mueca; algo que pretendía parecer una sonrisa.