Marian salió disparada de entre las ramas del manzano. Una de ellas, afilada y endurecida, le había desgarrado la mejilla. Sangraba. Levantaba los brazos ante ella para protegerse.

—¡No! —gritó—. ¡No!

Pero el bate ya venía de camino otra vez. Le pasó rozando un par de veces antes de acertar en su brazo, justo debajo del codo. Cato Isaksen no tuvo tiempo de intervenir. El dolor hizo que Marian se encogiera. Y allí estaba el bate otra vez. Sobre su nuca. A un lado de su cabeza. Corrió hacia ellas. Cuánto hace falta, pensó Cato Isaksen, para que una persona se rompa. Marian gritaba de dolor. Cayó de rodillas sobre la hierba. Vera Mattson se inclinó. Dobló la espalda para pegar mecánicamente sobre su cabeza. Golpeaba, golpeaba y golpeaba. Se movía alrededor de la víctima mientras la miraba con los ojos muy abiertos. Cato Isaksen se lanzó sobre el gran cuerpo de Vera Mattson, le arrancó el bate y le dio una patada para alejarlo. Sentía cómo la ira y la angustia se apoderaban de él. Se quedó tumbado sobre la mujer, justo en el límite del césped con la grava.

—Mantente alejado de mis trampas de miel —siseó bajo él— no tienen nada que ver con nada. Se lo dije… Malditos bichejos esas abejas. Yo soy la vengadora y la destructora. No traían más que intranquilidad y dolor. Cuando se escapaban… cuando se enfadaban y picaban. Ya no… queda ninguna —gritó con voz entrecortada—. Todas desaparecidas, os enteráis.

La perra gemía tirada en el suelo. Había sangre sobre la hierba. Cato Isaksen sintió que el horror se deslizaba por su espina dorsal. Marian sollozaba. El llanto subía en pesados calambres por su garganta. La sangre caía desde la sien y mojaba su rostro. Finalmente se dio la vuelta temblorosa y se quedó un momento a cuatro patas para coger fuerzas, antes de acercarse a la perra herida.

Birka seguía tumbada de lado. Respiraba con dificultad. Tragaba y tragaba, respiraba afónica una y otra vez. Gemía y miraba suplicante a su dueña con los ojos muy abiertos.

Cato Isaksen se incorporó lentamente. La mujer mayor estaba tirada en el suelo a su lado, gritando. La saliva caía de su boca.

—¡Muérete, ya! ¡Muérete!

Llorando, Marian se inclinó sobre la perra.

—No va a sobrevivir a esto… no sobrevivirá… —se puso de pie como pudo y la cogió con mucho cuidado.

—Tengo que salvar a Birka —lloró—. ¡Ayúdame Cato! ¡Ayúdame! Abre el coche.

Cato Isaksen vio que sangraba copiosamente. La sangre corría por su rostro y goteaba sobre sus brazos.

—Voy a abrir —dijo, metiendo la mano en su bolsillo para sacar las llaves. Marian corría encogida con la perra herida en brazos.

—Abre el maletero. Date prisa. Mira en los panales, Cato. Mira en los panales, maldita sea. Y mantén en el suelo a la loca. Llamaré para pedir ayuda desde el coche.