Louise Ek estaba sentada sobre una toalla de baño verde en la playa de Veritas. Un hombre pasó a su lado con una cámara de fotos al cuello. La miró fijamente, luego se dio la vuelta. Tras él trotaba un gran perro negro. El mar estaba tranquilo. El sol de la tarde estaba tan descolorido que parecía un agujero blanco en el cielo. Entrecerraba los ojos contra el sol y contaba gaviotas y barcos. Después del colegio Ina y ella se habían dado prisa en ir a casa a coger las bicicletas y ropa de baño. Querían ir a la playa. Llevaban bollos caseros y cola. Los profesores habían desistido de conseguir que los alumnos se concentraran los últimos días. Estos días sólo eran un trámite. Pensaba en la excursión de fin de curso a la que pronto irían con su clase. Iban a ir a Burudvannet el fin de semana de San Juan. Iban a dormir en pequeñas tiendas de campaña, de dos en dos o de cuatro en cuatro. Ina y ella compartirían una tienda para dos.

A mitad de la calle un hombre la había observado cuando pasó antes, en la bici. Había ajustado la bolsa sobre el hombro y sujetado el manillar con fuerza. Ina la esperaba en el cruce. De pronto recordó quién era el hombre. Era el policía, el que había estado en el colegio en la reunión por Patrik Øye. Era el que había hablado con ella y con Ina junto a la excavadora, el que les había hecho preguntas raras. Louise no quería pensar en Patrik. Era todo tan desagradable. Cada vez que pensaba en él, al minuto se acordaba de la furgoneta de los helados.

Sintió escalofríos y se dio la vuelta para tumbarse boca abajo. Repentinamente empezó a sonar la melodía de llamada de su pequeño móvil rosa. Un mensaje. Se puso de rodillas y agarró el teléfono. Apretó «yes» para que las letras se vieran en la pantalla. Qué tal mañana por la tarde, saludos, Wiggo.

Louise Ek cerró los ojos y arqueó la espalda. Había conseguido su número de móvil. Era demasiado precipitado. Se incorporó de un salto y corrió hacia el mar.

—¡Ina! —llamó—. ¡Ina!

Ina se dio la vuelta. Tenía los pies metidos en el agua hasta el tobillo y hablaba con otras chicas del colegio. Justo delante de su pie había un pequeño pez muerto. Se movía despacio adelante y atrás.

Louise sentía cómo su corazón latía hasta hacer que le doliera la garganta.

—¡Ina! —llamó—. ¡Ven!

Ina sonrió a las chicas, se dio la vuelta y caminó por el agua hacia su amiga. Estaba completamente mojada.

—¡Él! —dijo Louise con entusiasmo moviendo el teléfono—. Un mensaje de él. ¿Qué contesto?

—¿De Wiggo? Pues no contestes. No. No sabemos qué quiere.

—Pero tengo que contestar.

—Claro que no. Además tienes que borrarlo, para que tu madre no lo encuentre.

Louise sostuvo el teléfono para que pudiera leer el mensaje por sí misma.

—No contestes —dijo Ina otra vez. Luego rió—. O contesta que tú iras, que iremos las dos.

—No —dijo Louise—. No voy a contestar —borró el mensaje—. No parece del todo normal. Hay algo raro en él.

Ina se encogió de hombros y regresó corriendo a la playa. Entró deprisa en el agua y volvió a detenerse frente a las chicas del colegio. Miraba las pequeñas piedras del fondo. La arena era basta, pero se hacía más fina cuanto más adentro te metías. Por un momento pareció que el sol iba a desaparecer del todo, pero de pronto encontró un pequeño claro entre las nubes.

Louise volvió a tumbarse sobre la toalla. El pulso golpeaba sus finas venas, donde la piel era más delgada, en el interior de la muñeca. Se giró hasta quedar boca abajo, arrepintiéndose de haber borrado el mensaje. Había sido un poco emocionante también. Sabía exactamente lo que le esperaba allá fuera, en el mundo. Sentía alternativamente frío y calor cuando lo pensaba. Louise notaba las miradas sobre ella cuando iba a la tienda. Especialmente si se vestía así. Era su madre quien lo llamaba así.

—Cuando te vistes así —solía reprocharle—, tienes que contar con que algún día pase algo.

—Ja, algún día…

Louise siempre sentía que su madre la desenmascaraba cuando empezaba a hablar así. Discutían. Discutían mucho y con mucha frecuencia últimamente. Y pronto llegarían las vacaciones de verano. Iban a ir a Italia tres semanas. Tres semanas enteras, sin Ina.

Louise pensó en cómo odiaba a su madre cuando le reprochaba cosas, cuando calaba su código de vestimenta, o cualquiera de sus otros códigos. Pero su padre era peor todavía. Sólo con pensarlo le dolían los huesos de la muñeca. Era tan desagradable cuando su padre le preguntaba qué estaba haciendo en realidad, como si estuviera haciendo algo. Cuando su padre le miraba las caderas, los pantalones que apenas cubrían lo más imprescindible. Era su madre la que era así, se dijo. No era culpa suya.

Pero ahora Wiggo le había mandado un mensaje. No es que fuera muy guapo, porque no lo era para nada. Tenía unas marcas de granos bastante asquerosas en una mejilla. Pero la miraba de una manera muy especial. Se parecía mucho a la mirada que a veces descubría en sus propios ojos al mirarse en el espejo. Como si estuviera fascinada. Fascinada por ella misma.