Vera Mattson se inclinó sobre la encimera de la cocina y miró por la ventana. Vio al policía en el jardín de los vecinos. No llevaba uniforme, pero igualmente se notaba que era un policía. Era nuevo, no le había visto antes. De repente volvió a sentir esa necesidad de esconderse. A veces ese impulso era tan fuerte… No soportaba hablar por teléfono o abrir la puerta. Era asunto suyo si quería hablar con la gente o no. La gente podía ser tan invasora, tan tremenda y exigente para una pobre mujer que no aguantaba tanta lata.
Ahora el policía se acercaba a la cama elástica. Pasaba la mano por el borde. Ella tenía una relación tipo mantente-alejada con las niñas que solían saltar en ella. Ese tipo de niñas no sabían comportarse. No se hablaba con el vecino. ¿Qué era lo que le había dicho el vecino cuando la acusó de tener algo que ver con la muerte de ese perrito tonto? Sí, que pensaba que no era como quería parecer. Que su aspecto gris y retraído no se correspondía con quién era ella. Se había alterado, pero no tenía nada que responder. Ella no utilizaba esas palabras rebuscadas, retraída, no te fastidia. Había buscado la palabra en el diccionario y visto que retraído no era una palabra positiva. En ningún caso quería tener nada más que ver con lo que había ocurrido el día que el niño desapareció.
Ahora el policía daba la vuelta y miraba hacia su casa. Vera Mattson se retiró bruscamente de la ventana golpeando un vaso que tenía un resto pegajoso de zumo de naranja en el fondo. El vaso volcó con estruendo. La encimera estaba llena de tazas sucias y platos con trozos de fruta, chucherías, pastas, galletas, y restos de comida. No tiraba nada. Toda la comida debía comerse o guardarse. No quería abrir la puerta. Su casa no era una madriguera de zorros con muchas salidas. No dejaría que se entrometieran en su vida.
Habían venido varios periodistas. Uno quería que posara con los brazos en jarras, en el sitio exacto donde había visto a Patrik Øye ese día. Había dicho que no. Pero no podía decir que no a la policía. La llevaron fuera con ellos, tuvo que seguirlos hasta la entrada y señalar exactamente el sitio donde vio al chico por última vez. Lo llamaban una reconstrucción. Como si ese punto del camino fuera el lugar de un crimen. Los días ya habían sido malos antes. Estaba tan harta de gente normal que hablaba de sus maridos, hijos, nietos y perros todo el rato. El aislamiento no le molestaba. Cuando no pasaba nada no estaba sola, sino segura. Pero a veces también tenía una relación apasionada con poder hacer lo contrario de lo que realmente le apetecía. Sintió que a lo mejor quería hablar con el policía a pesar de todo. Pero imagínate si vuelve una y otra vez…
Los constantes pensamientos sobre el chico que corría se hacían insoportables. Sobre todo cuando tenía que hablar de ello todo el tiempo. Algunas veces, cuando el gato saltaba a su cama, fingía que era un peluche. Había estado enfadada con ese chico. Pero tenía motivos.
En el armario de la cocina guardaba la libreta negra en la que anotaba cosas. Era más que nada para controlar las horas. Sólo para saber cuándo ocurrían las cosas. También había apuntado cada vez que pasaban los niños. Pensó que podría utilizarlo si tenía que ir al colegio a quejarse de ellos. Hablar con sus profesores o, peor todavía, con el director. Ahora abrió la puerta del armario y cogió la libreta para escribir policía en el jardín del vecino a las 13:04 del 14 de junio de 2007.
Justo cuando acababa de anotar estas observaciones en la libreta, llamaron a la puerta. El sonido del timbre era profundo como un bajo. Vera Mattson volvió a tirar la libreta al armario y cerró la puerta. Luego se retiró al pasillo, el que había entre la cocina y el salón. Allí se quedó con el corazón acelerado. Volvieron a llamar. Bajó la vista hacia su vestido negro. Tenía manchas. Eran de huevo. Se había manchado y no había conseguido quitarlas. Abrió la puerta del sótano y bajó.