El despacho donde se hacían los interrogatorios recordaba a un aula; una de esas habitaciones pequeñas y estrechas donde se imparten clases de refuerzo.
Había odiado el colegio. No había dónde esconderse. Era como ser observado bajo una luz blanca e intensa.
Wiggo Nyman contempló a las dos policías. En el caluroso despacho todo era desagradable. No le gustaron las dos mujeres policía. Se presentaron, pero olvidó sus nombres al instante. Una era rubia y bastante guapa, la otra morena con un rostro ancho de rasgos orientales.
La policía rubia tomó asiento en una silla junto a la ventana, mientras la morena evidentemente se preparaba para hablar. Se sentó en una silla al otro lado de la mesa, frente a él.
Puso la misma expresión apática que utilizaba en el colegio cuando le preguntaban la lección.
La mujer policía le miró seria y preguntó si era correcto que residía en la calle Energi, en Karihaugen. Asintió con la cabeza, sintiendo como su boca se llenaba de saliva.
Ella puso en marcha la grabadora y pronunció en voz alta su fecha de nacimiento, y el día y la hora. Repitió su nombre una vez más. Se llamaba Marian Dahle.
—Vamos a interrogarte como testigo y comprobaremos tu coartada. Lo hacemos con todos los que tenían alguna relación con la fallecida. Esperamos que puedas ayudarnos. Primero nos van a traer algo de beber.
No la miraba. Clavó su mirada en la pared y no levantó la vista cuando un policía entró con unas botellas de agua y vasos. Frente a la ventana colgaban unas persianas medio bajadas y unas cortinas azules con estampado verde, pero no había cuadros ni fotos en las paredes.
No sabía cómo comportarse. Si dar respuestas cortas o largas, mostrar rechazo o ser positivo.
—Yo es que no sé nada, ¿no? —dijo mientras Marian Dahle llenaba los vasos y le alcanzaba uno a la policía rubia de la ventana. Notó lo débil que sonaba su voz—. Pero entiendo que es grave, ¿no? —añadió, aceptando el vaso que ella le daba.
—Los expertos en escenarios de crímenes todavía están trabajando allí —le informó Marian Dahle—. Esperamos una descripción exacta de cómo se desarrollaron los hechos. Pero lo que ya sabemos es que Elna Druzika fue atropellada y muerta ayer por la noche. Suponemos que por un coche rojo. ¿Tienes un coche rojo o conoces a alguien que tenga un coche rojo?
—No.
—¿Es correcto que recibiste una llamada del guarda de Securitas hacia las nueve y veinte de ayer noche, y que te contó que Elna Druzika había muerto en un accidente?
—Sí, es correcto.
—¿Dónde estabas en ese momento?
—¿Cuando llamó el guarda?
—Sí.
—En una gasolinera.
—¿Qué gasolinera?
—La de Statoil, cerca de Støro.
—¿Qué hacías allí?
—Estaba de vuelta de Maridalen. Había ido a ver a mi madre un rato. Tenemos una granja pequeña.
Marian Dahle asintió.
—¿Tu madre tiene coche?
—Sí, un Polo. Es verde.
—¿Tienes hermanos?
—Sí, un hermano diez años mayor que yo.
—¿Tiene coche?
—No, todavía vive en casa, coge el coche de la vieja.
—¿Puedes hablarnos un poco de tu trabajo en Alnabru? ¿En qué consiste, qué tienes que hacer, etcétera?
—He trabajado para Helado-directo dos años, desde que tenía diecinueve. Es un trabajo que está bien. No puedo decir otra cosa. Conduzco cuatro días a la semana. Tengo distintos barrios, con muchas paradas en sitios fijos. Vendo cajas de helados directamente desde el coche.
—Y el quinto día y el fin de semana, ¿qué haces?
—Ayudo en casa. Mi madre tiene una residencia para gatos. Yo recojo y entrego gatos y cosas así.
—Elna Druzika también vivía en Karihaugen, ¿verdad?
—En la misma casa que yo. Es de apartamentos pequeños. Viven personas muy diferentes allí. Vivíamos pared con pared.
—¿Elna Druzika trabajaba en el local contiguo a Helado-directo?
—Sí, en el catering.
—Y me ha parecido entender que son dos hermanos los que llevan las dos empresas.
—Sí, Noman lleva el catering y Ahmed lleva la venta de helados.
—Y dice su amiga que tú tenías una relación con Elna. Que erais novios.
—Sí, bueno, supongo que no puedo decir otra cosa, pero novios… no sé.
La policía rubia le miraba compasiva.
—¿Por qué tienes tantas reservas? —preguntó.
La policía morena se volvió un momento hacia la rubia. Girada así, de perfil, pudo ver lo pequeña que era su nariz. Se volvió hacia él otra vez.
—Bueno, no es como si fuéramos a casarnos, o algo así —dijo deprisa, manoseando el reloj.
—Entendemos que no es fácil para ti, pero estamos obligados a hacer este interrogatorio de todas formas. ¿Cuándo saliste del trabajo ese día?
—Me fui del trabajo un par de horas antes de que ocurriera.
—¿Qué coche conduces?
—Volvo, uno viejo.
—¿De qué color es?
—Es blanco.
—¿Y ese día también llevabas el Volvo?
Wiggo Nyman asintió.
—¿Alguien lo puede confirmar?
Wiggo Nyman se encogió rápidamente de hombros.
—No sé. Siempre aparco en el solar que hay delante del almacén de electrodomésticos. Fuera del polígono. No nos dejan aparcar delante del catering y la cámara frigorífica. Las furgonetas de reparto y las de los helados tienen que poder pasar.
—¿Qué hacías en esa gasolinera?
—Había pasado por casa de mi madre, sólo iba a tomarme una Coca-Cola.
—¿Notaste si Elna estaba triste o distinta de alguna manera?
—No. Sabéis qué clase de coche era, quiero decir… podéis averiguarlo…
—Analizaremos los restos de pintura y vidrio de los faros para ver si podemos averiguar qué clase de coche era, sí. No debería ser un problema. ¿Por qué fuiste a ver a tu madre?
—Simplemente fui un rato. ¿Es delito?
—No, pero dijiste que trabajas para Helado-directo de lunes a jueves. Eso significa que trabajas para tu madre los fines de semana, y el fin de semana empieza los viernes.
Wiggo Nyman tragó saliva. Su nuez se movió de forma visible en el delgado cuello.
—También voy con frecuencia otras veces. En temporada muchas veces llevo la furgoneta de los helados hasta las nueve, pero ese día acabé un poco antes, así que ordené los cartones de helados en el almacén y luego me fui. La gente se queja si la furgoneta de los helados llama demasiado tarde. Los niños no se quieren acostar.
—¿Y Elna?
—Estaba trabajando cuando me marché. Limpiaba las encimeras de acero y esas cosas. Milly también estaba allí. Muchas veces nos íbamos juntos en el coche a casa. Vivimos en la misma casa, ¿no? Pero como me iba a Maridalen…
—Y ¿cómo estaba ella cuando te fuiste?
—Como siempre —dijo deprisa—. No puedo decir otra cosa.
En menos de un segundo Marian Dahle tuvo una intuición. El calor seco de la ventilación le daba en el rostro. Wiggo Nyman repetía una y otra vez no puedo decir otra cosa, parecía querer distanciarse de las respuestas.
—¿Es correcto que Inga Romulda trabajaba en otro sitio esa tarde? —siguió.
—Sí. ¿Sabéis que a Elna la perseguía un loco?
—Juris Tjudinov.
—Tal vez se llamara así.
—¿Crees que podría estar en Noruega?
—Podría ser.
—¿Le conoces?
—No, Elna tenía miedo de que la encontrara —dijo Wiggo Nyman inclinándose hacia delante y apoyando los codos en la mesa.
Randi Johansen vio a Cato Isaksen pasar frente al despacho. Les echó una mirada apresurada a través del tabique de cristal y siguió adelante. Randi anotó en su cuaderno que tenía que verificar si Nyman había estado en la gasolinera a la hora que había dicho. También debía comprobar si Inga Romulda había trabajado en Sjølyst esa tarde.
Marian Dahle asintió con la cabeza para indicar a su compañera que se hiciera cargo del interrogatorio. Randi se puso de pie.
—Es cierto que Elna murió a causa del atropello, pero alguien había intentado estrangularla antes, ese mismo día. ¿Habíais discutido?
—¿Quééé? —Wiggo Nyman miró fijamente a la rubia. Se quedó con la boca abierta—. ¿Discutir? No —dijo sorprendido—. ¿Alguien ha dicho eso?
Ninguna de las dos contestó. Su pregunta quedó en el aire.
—Alguien la había sujetado con mucha fuerza —repitió Marian Dahle.
—Oye, pero de eso yo no sé nada —escondió la cara entre las manos—. No aguanté ni verla, aunque la policía me preguntó si quería. No aguanto esas cosas, no entiendo nada de todo esto. Tengo que ir al baño, ¿pueden dejarme ir al baño?
Marian Dahle asintió con la cabeza. Wiggo Nyman se levantó.
—Por el pasillo, a la derecha.
Cato Isaksen se asomó al cuarto de los interrogatorios y miró a Randi.
—¿Cómo va?
Randi Johansen se volvió hacia Marian Dahle.
—¿Marian, a ti qué te parece? —preguntó.
—Luego hablamos —Cato Isaksen se retiró y desapareció pasillo abajo.
Randi suspiró. Le molestaba que Cato actuara con tantos prejuicios hacia Marian. Tras trabajar con Cato muchos años, le conocía bien.
—Es un polvorín —dijo Marian sin dejarse afectar.
—¿Cato?
—No, Nyman. Un tío con sangre fría y un polvorín —subrayó, para continuar—: Hay algo en la mímica de su rostro. Las vibraciones casi imperceptibles de las fosas nasales. Los pómulos que se tensan… —se volvió hacia la ventana—. Los reconozco. Yo también he estado ahí.
Randi sonrió.
—¿Estado dónde? —a Marian le gustaba analizar a la gente y siempre tenía a mano una interpretación.
Y entonces, repentinamente, dijo algo que sorprendió a Randi. Porque Marian no era de las que hablaban de su vida privada. Nadie sabía gran cosa de ella, salvo que vivía sola.
—Yo también tengo una furia en mi interior, entiendes, que no sé de dónde viene. O sí, lo sé. Claro que tiene algo que ver con la infancia, la adopción y todas esas historias. No sabes qué cantidad de ira podía acumular antes —Marian esbozó una breve sonrisa—. Me tenían por loca, y en lugar de darles la razón, me hice policía.
Randi Johansen le devolvió la sonrisa.
—¿Y tus padres?
—De ellos prefiero hablar lo menos posible —dijo esquiva.
—¿Nos vamos a cenar un día de éstos, después del trabajo?
—¿No tienes un bebé en casa?
—Ya no es tan pequeña. Va a cumplir cuatro. Y a mi marido le encanta quedarse con ella.
Marian Dahle sonrió.
—Entonces lo haremos.
Wiggo Nyman volvió y se sentó con gesto indolente.
—En realidad, hemos acabado por hoy, pero para terminar, ¿hay algo que sepas, cualquier cosa, que a tu juicio pueda ayudarnos?
Negó con la cabeza.
—Entonces, seguiremos otro día —concluyó Marian intercambiando una mirada con Randi.
Randi pensó que Marian tenía una capacidad excepcional para ver todas las posibilidades cuando había alguien en la sala de interrogatorios. Había interrogado a gente con ella en dos ocasiones anteriores. Era como si su mente pudiera atar los hilos invisibles del pensamiento del sospechoso. Y nunca enseñaba todas sus cartas a la vez, mostraba jugada tras jugada. Un punto importante era terminar a tiempo, para luego retomar el hilo más tarde en un nuevo interrogatorio.
—Es una bomba sin detonar —repitió Marian Dahle cuando Wiggo Nyman había desaparecido dentro del ascensor y bajaba con las llaves del coche colgando de los dedos.
Randi Johansen la miró sorprendida.
—En realidad, a mí me ha parecido bastante equilibrado, dadas las circunstancias —añadió.
Randi miró a Marian. Había algo especial en su manera de analizar las situaciones. En tan sólo unas pocas semanas había contribuido al avance del equipo de investigación con muchos nuevos impulsos y resultados concretos. Sin ir más lejos, hacía unos días había persuadido a una mujer para que admitiera haber asesinado a su suegro. Era un caso escabroso en un contexto social desestructurado; y no había pruebas. Marian llevaba a la mujer de vuelta a su casa en el coche después de un interrogatorio, cuando de pronto las vieron volver. Nuevamente en comisaría, la mujer confesó su crimen.
Randi no podía entender cómo lo conseguía. Por lo demás, era como si Marian no tuviera otra vida, como si todo girara en torno al trabajo. Y a su perra, pegada a sus talones, para irritación de algunos y alegría de otros.