Gunnhild Ek miró sorprendida al policía que estaba frente a su puerta. Otra vez, pensó. ¿Es que esto no iba a terminar nunca? Él la miraba fijamente. Iba en bikini y se sintió repentinamente incómoda.
—Oh, lo siento. Voy a echarme algo encima —corrió al dormitorio y cogió un albornoz.
Cato Isaksen esperó impaciente a que volviera.
—Es con Louise con quien quiero hablar. ¿Está en casa?
—Louise se ha ido de excursión con el colegio —dijo su madre—. ¿No puede estar tranquila aunque sea el fin de semana? Ya han sido muchas cosas. Vuelven el domingo por la tarde. No puede ser tan serio…
—¿Dónde están?
—En Burudvann, una excursión de fin de curso, no muy lejos de aquí, en el bosque.
—Sí, sí. Sé dónde es. No, vale, está bien. Hablaré con ella el lunes —saludó con la cabeza y sonrió brevemente—. Siento haberla molestado.
Un hombre observaba el jardín de Vera Mattson. Estaba a punto de hacer una foto cuando Cato Isaksen y Roger Høibakk abrieron la puerta de la casa y se sentaron en el coche.
Cato Isaksen no vio al hombre, sólo al perro. El hombre pasó junto a la vieja casa pisando la hierba y desapareció camino de la calle Odden seguido por el perro.
Cuando Roger dio marcha atrás en la parcela de Vera Mattson para dar la vuelta, Cato Isaksen le dijo:
—Es la familia Ek la que perdió su perro. El blanco pequeño, que fue descuartizado. Creo que será mejor que llevemos a Wiggo Nyman a comisaría ya mismo. No tiene ningún sentido esperar. Vamos de vuelta a la comisaría y tramitamos el asunto rápidamente antes de ir a buscarle.
—Vale, jefe —dijo Roger Høibakk—, pero… hablando de perros: Marian está enfadadísima contigo. Sabe que te has quejado de Birka a Myklebust por enésima vez. Myklebust habló con ella y le dijo que está de acuerdo contigo. Marian ha dicho que esto es el fin.
—Somos policías, no cuidadores de perros. No llevamos un maldito hotel para perros. ¿Me traigo yo el gato al trabajo?
Roger Høibakk sonrió.
—Tranquilo jefe. Ya se le pasará.
—Pues espero sinceramente que no. Sería una suerte que se enfadara y dejara el puesto.
Cato Isaksen entró directamente a la oficina de Ingeborg Myklebust.
—¿Dónde está Asle? —preguntó.
—Todavía está ocupándose del primo de los hermanos Khan.
—Tengo una carta que puede probar que Wiggo Nyman tiene algo que ver con el caso.
Ingeborg Myklebust le miró.
—Pues entonces tráele.
—Nos ponemos en marcha —dijo Cato Isaksen—. Wiggo Nyman no contesta al móvil. Tal vez esté en Maridalen. Tiene el teléfono apagado. Es viernes, así que hoy no trabaja. Vamos para allá. Roger y yo. Inmediatamente.
—Bien —dijo la comisaria—. No voy a preguntarte cómo conseguiste esa carta.
—No, no lo hagas. También tenemos que investigar a esas chicas que viven en la casa de Karihaugen. Prostitutas rusas. De eso estoy seguro. Pero ahora ¡Nyman es lo primero!
—Por cierto, Cato, tú ganas —añadió ella—. Entiendo que no es una situación grata trabajar con personas con las que te llevas mal. Así que te sales con la tuya. Voy a colocar a Marian Dahle en otro sitio. Hace media hora intenté que rectificara. Pero me contestó de una manera sencillamente descarada. Así que ahora entiendo lo que querías decir.
—Espera un par de días —dijo Cato Isaksen estresado. De repente se sintió inseguro. Eran demasiadas cosas a la vez—. Ahora voy a buscar a Nyman.
Ingeborg Myklebust le miró con desánimo.
—Pero si dijiste que…
—Olvídate de lo que dije, escucha lo que digo ahora —la miró irritado—. No aprenderás nunca a escuchar. En este departamento todo el mundo va lanzado con sus propios asuntos, pensando todo el tiempo en abrirse camino. En realidad es tu culpa que yo tenga que parecer agresivo constantemente, y estoy harto de eso. Tú fuiste quien contrató a Dahle, y tengo muchas ganas de deshacerme de ella, pero no precisamente ahora, que estamos a punto de descubrir algo.
El estrés se materializó en un dolor en la frente. Una frase apareció en su cabeza. Cuando ves la meta con claridad, tú vas hacia la meta y la meta va hacia ti.
Ingeborg Myklebust comprendió que era el momento equivocado. Asintió brevemente con la cabeza y se retiró al tiempo que Ellen Grue entraba en el despacho.
—Fue un Mazda el coche con el que atropellaron y mataron a Elna Druzika —dijo, mostrando un documento a Cato Isaksen.
A Cato Isaksen le entraron ganas de abrazarla. Por fin una mujer normal, pensó. Ahora las cosas iban en buena dirección.
—También ha llegado el informe definitivo de la autopsia —continuó Ellen Grue sosteniendo otro documento más frente a él—. No hay ninguna discrepancia importante con el informe preliminar. También tenía que decirte de parte del departamento de orden público que no ha habido ninguna pista fiable sobre el coche rojo ni tampoco sobre Juris Tjudinov. Sólo muchas llamadas intrascendentes, por así decirlo. Ya sabes cómo es esto. Están comprobando las dos últimas pero dudan que vayan a dar en la diana. Pero ahora también podemos comprobar si se ha alquilado un Mazda rojo en Suecia, ¿no? Tenemos un punto de partida.
—Fenomenal —dijo Cato Isaksen mirándola—. Voy a pedirle a alguien que ponga ese coche en búsqueda en Noruega y en Suecia.
Ellen Grue parecía desvaída. Solía estar llena de contrastes, con el pelo oscuro y el pintalabios rojo.
—Oye Ellen… ¿No te encuentras bien del todo?
—Sí, claro —dijo esbozando una sonrisa. Estaba deseando irse a casa y meterse en la cama. Todavía no había sacado tiempo para ir al médico y pedir cita para un aborto, aunque era consciente de que el tiempo no dejaba de pasar.
—¿Pero no podrías…? Voy a por Wiggo Nyman ahora, pero es importante sentarse a pensar. ¿No puedes hablar con Randi y Asle?
—No, no —sonrió—. No razono. Proporciono hechos. Nada más por hoy, Cato. Tal vez mañana —antes de que tuviera tiempo de contestar había desaparecido por la puerta, pasillo abajo.
Cato Isaksen asomó la cabeza por la oficina de Marian Dahle. Estaba pasando las páginas de un grueso libro.
—¡Estás aquí sentada leyendo! ¡Espabila! Estamos a punto de poder relacionar a Nyman con el caso y, posiblemente, a Ahmed Khan. Hemos encontrado una carta en el estudio de Nyman. ¿Puedes poner en busca un Mazda Rojo, en Suecia y en Noruega?
Cato Isaksen lanzó sobre su escritorio el documento que Ellen Grue acababa de darle.
Le observó con desánimo. Birka salió de debajo de la mesa agitando el rabo con prudencia.
—No soy tu secretaria, me parece. Manda a otro a buscar ese coche. Yo estoy leyendo material especializado. Repito: especializado. Estoy poniéndome al día de lo que pueden llegar a hacer las personas que se rompen.
—Maldita sea, Marian…
—Considero que hay algo que hemos pasado por alto. Tiene que ver con cómo se muestra uno…, creo que he descubierto algo.
—Así que el chucho sigue trabajando aquí —la interrumpió Cato Isaksen sarcástico—. Ya veo que ni las órdenes de la comisaria te afectan.
—Myklebust me ha planteado un ultimátum: Birka o el puesto. Es culpa tuya, Cato. No puedo tomarte en serio.
Su mirada se oscureció.
—Yo a eso lo llamo manipulación, Marian Dahle. Decir que no puedes tomarme en serio es dar a entender que he sido degradado. Te niegas a recibir órdenes. En ese caso es mejor que lo dejes.
Por una vez, Marian Dahle parecía insegura. Le dolían sus palabras. En realidad a ella le gustaba Cato Isaksen. El problema era sólo que a él no le gustaba ella. Cato Isaksen la contempló. Estaba claro que ella entendía que había ido demasiado lejos. Hizo un movimiento con la mano para ocultar un gesto de humildad. Al fin y al cabo el ataque era la mejor defensa. La ahogaría por completo si le daba la más mínima oportunidad de hacerlo.
—No eres una persona que fomente la fidelidad —afirmó ella con dureza—. Seguro que ya te lo han dicho antes. Es como si quisieras tenerme vencida en el suelo antes de aceptarme. Eres tan transparente como un niño. Pero yo no me voy a tumbar. No te vas a salir con la tuya. Birka pasa la mayor parte del tiempo en el coche. Pero ahora había estado tanto tiempo sola que fui a buscarla. No creo que se trate de Birka. Creo que me tienes miedo.
—No deberías ser tan sarcástica Marian Dahle, no te va.
—Los sarcasmos nunca son bonitos —replicó—, pero pueden ser necesarios. Sé que ha sido difícil para ti después de que tu hijo fuera…
—Mi hijo… ¿qué coño sabes tú de mi hijo? Tú no me conoces en absoluto.
—Sé que ese chaval, el que mató a esa mujer en Vindern en enero…, que él…
Cato Isaksen sintió una oleada de alivio recorrer su cuerpo. Por un momento creyó que sabía lo de Gard, su hijo mayor y aquella vieja historia de consumo de drogas.
—No quiero perder el tiempo con estas tonterías —dijo irritado—. ¿Qué es lo que quieres conseguir realmente?
—Pero estuviste de baja después, durante bastante tiempo.
Cato Isaksen levantó la mano y la señaló con su dedo índice hasta casi tocar su cara.
—Te vas fuera, fuera del equipo. Si hay algo que puedo prometerte, es eso. Y ahora me voy con Roger a buscar a Wiggo Nyman, si te parece bien.