Marian Dahle estaba inclinada hacia delante, con los brazos cruzados y los hombros algo levantados. Tenía la boca fina, nariz pequeña y pómulos altos. El pelo negro azabache estaba recogido en una delgada coleta. Tenía treinta y dos años, pero aparentaba dieciocho.
Tras los cristales ahumados de la comisaría, el sol había producido un calor pesado e inmóvil. Era 12 de junio y tenía que comparecer en el juzgado a las diez. Hojeó rápidamente las páginas del caso que estaban frente a ella sobre su mesa de trabajo. Llevaba trabajando en homicidios exactamente un mes. Aprendía mucho. Era un desafío y una emoción haber conseguido una plaza en el equipo de investigación de Cato Isaksen, porque estaba cansada de enviar citaciones a testigos. Esto era mucho más excitante. Esto era lo que quería; poder trabajar con personas que estaban en el límite de algo, que iban hasta el final de las cosas. Se le daba especialmente bien juntar las piezas de un puzle, piezas tácticas. Había crecido teniendo que estar siempre alerta, siempre por delante de lo que pudiera ocurrir. Por eso había desarrollado un esquema de pensamiento negativo que conducía su imaginación hacia lo destructivo. La distancia hasta los asesinos y asesinas con los que trabajaría no sería necesariamente muy grande. Era una ventaja importante. Su única pena era que el jefe de investigación en persona estaba de vuelta, y él había resultado ser una gran decepción. Cato Isaksen no era, de ninguna manera, atento y agradable, como habían dicho los otros. Por lo menos, no con ella. Pero había hecho un esfuerzo evidente y le había dicho que era bienvenida.
A Marian Dahle no le gustaban especialmente las personas. El bóxer Birka era su tabla de salvación. La perra dormía en su cama por las noches. La respiración acompasada de Birka hacía que ella durmiera como un tronco todas las noches. Lo más importante era que hacía un buen trabajo. Ahora tendría un breve encuentro con la experta en escenarios de crímenes Ellen Grue, antes de sacar a pasear a su perra, que esperaba en el coche, para luego conducir hasta el juzgado.
Randi Johansen le había confiado que la razón por la que Cato Isaksen estaba de mal humor era que no había podido participar en el proceso de selección. Se ofendía con facilidad, y entonces podía parecer poco diplomático, pero Marian no debía citar a Randi. En todo caso, no tenía nada que ver con ella. Había añadido que el inspector jefe necesitaba tiempo, pero aun así Marian se lo tomó como algo personal. No era de las que da tiempo a la gente. Había pasado esa etapa. Pero no tenía intención de dejarle ver que su menosprecio la afectaba. No pensaba darle ese gusto. Ya había pasado por peores tormentas antes.
Sentía que la frialdad de Cato Isaksen era tan intensa que era mejor pasar a la defensiva de buenas a primeras. Soltó que tenía intención de llegar a ser la mejor, y añadió que sabía que lo podía conseguir. Randi Johansen y Roger Høibakk estaban presentes. Randi le había dirigido una sonrisa de ánimo, mientras que Roger salió del despacho con una expresión distante en el rostro. Marian sintió que una sensación heladora recorría su cuerpo porque, de repente, por un breve instante, todo había vuelto. Ese sentimiento, la firme sensación de indignidad. En verdad había tenido que movilizar toda su fuerza de voluntad para ser capaz de mirar al jefe de investigación a los ojos. Pensó con amargura que todo en la vida era fácil, bastaba con fingir que era fácil. Ése había sido su mantra desde que se hizo mayor y por fin pudo irse de casa. Pero le asustaba darse cuenta de lo frágil que era, lo terriblemente susceptible y fácil de herir que era, a pesar de todo. Cuando la intranquilidad cargada de angustia golpeaba, lo compensaba tratando a su entorno con dureza. No todo era un baile de rosas, pensó, pero nadie podía leer en su interior.
El móvil de la inspectora de escenarios de crímenes Ellen Grue sonó mientras hablaba en el pasillo con Roger Høibakk. Vio enseguida en la pantalla que era el Instituto Anatómico Forense. Efectivamente, la llamaba el catedrático Wangen. Era el más simpático de los forenses, un hombre canoso y en forma, al inicio de la cincuentena, adicto al deporte y con una personalidad agradable y fácil. Como siempre, fue al grano. Una mujer había muerto atropellada en un polígono industrial de Alnabru la noche antes. La policía de tráfico recibió el aviso sobre las nueve de la noche y el cuerpo había sido trasladado, de forma rutinaria, para su autopsia. El forense opinaba que la fallecida, además de los daños producidos por el atropello, también presentaba claras señales de violencia en el cuerpo. ¿Tendría Ellen Grue la amabilidad de ir al Instituto Anatómico Forense inmediatamente?
—Voy —dijo, y tras haber pedido a Roger que transmitiera la información a Cato Isaksen, y comunicar a Marian Dahle que tendría que hablar con otro de los inspectores sobre el informe del caso que iba a verse en el juzgado, fue corriendo a su oficina y sacó un sándwich de su bolsa. No había tenido tiempo de desayunar esa mañana y se sentía algo mareada. Deseaba intensamente no estar embarazada. El hombre con el que se había casado tres años antes era mucho mayor que ella y tenía hijos adultos. Ellen Grue no veía ninguna razón para traer más personas a este mundo. Nunca sería madre. Si algo había aprendido de este trabajo, era eso.
La escultura de acero que recordaba a un insecto estaba cubierta de luz, el aire vibraba bajo el techo.
Cato Isaksen echó una mirada a la interminable cola de personas que esperaban un pasaporte. Sonaba el aviso de las máquinas que daban turno y un niño lloraba como poseído. Fue rápidamente hacia la izquierda, pasando la recepción. Introdujo la tarjeta por el lector y subió en el ascensor hasta el quinto piso. Le habían dado casi las diez hoy también.
Cato Isaksen giró hacia su despacho y fue hasta la ventana para abrirla. Una mancha de sol que temblaba en la pared acabó sobre un montón de papeles; contenían información sobre dos casos de agresiones con cuchillo y un supuesto homicidio por fuego: un chico joven había prendido fuego a la casa de su padrastro.
Aunque sólo hacía una semana que había vuelto al trabajo, su mesa ya estaba llena de documentos. Junto a la iglesia, al otro lado de la calle, vio una pandilla de jóvenes pasar despacio. Las vacaciones se acercaban. Dentro de una semana terminarían los colegios, y Bente y los chicos irían a una casa de veraneo que habían alquilado en Stavern. Él los seguiría a principios de julio.
Roger Høibakk entreabrió la puerta y asomó su oscura cabeza.
—Tarde al trabajo hoy también —dijo sarcástico, y sonrió—. Ellen ha ido al Anatómico Forense. Puede que tengamos un nuevo caso. Una joven atropellada en Alnabru. Tiene marcas en el cuerpo que no pueden atribuirse al atropello. Por cierto, Marian Dahle fuma a escondidas. La vi antes. Estaba en el parque con su perra —Roger Høibakk sonrió y desapareció.
Así que fumaba a escondidas. Cato Isaksen también se había tropezado con ella el otro día, mientras paseaba su perra en horario laboral. Una bóxer, de piel jaspeada en marrón oscuro, con dibujos en blanco. Le había preguntado si tenía intención de seguir trayéndola al trabajo. Le interrumpió agresiva y dijo que había oído que se le consideraba un jefe competente, pero un poco difícil.
—Siempre que haga mi trabajo, ¿qué puede importarte a ti que mi perro esté en el coche? La furgoneta blanca que hay en el parking es mía. Está allí la mayor parte del tiempo. Utilizo mi hora del almuerzo para pasearla, y no fumo como otros muchos, así que no pierdo tiempo —sus palabras llovían sobre él. Menudo desparpajo… ¿Y quién había dicho que él era difícil?
La perra se había sentado junto a su pierna y esperaba anhelante que le hicieran caso. A Cato Isaksen no le gustaban especialmente los perros; tenía un gato rojizo, Mermelada, un asunto vago, gordo y de pelo largo. De forma automática le leyó la cartilla: si no tenía la actitud apropiada iba a resultarle muy difícil trabajar en su equipo.
—Somos un equipo unido y positivo. Si vienes arrasando y vas a lo tuyo, no tienes nada que hacer aquí —había dicho.
—Tengo la actitud adecuada —le había mirado muy seria—. Pero no estoy aquí para jugar. Y no estoy acostumbrada a rodearme de arpías.
Cato Isaksen la observó durante medio minuto sin decir nada. La ira ardía en su estómago.
Se quedó callada. La perra estaba sentada, encogida, como si entendiera que el ambiente no era del todo bueno.
Arpías, los había llamado arpías. Después estuvo irritado consigo mismo por haber mostrado todas sus cartas a la primera. Marian Dahle había entrado subrepticiamente en el departamento, sin su aprobación, y probablemente tendría que vivir con eso. Preben Ulriksen ya había sido bastante irritante. Preben el pijo, pero con toda sinceridad podía decir que le echaba de menos. Le había dicho cosas, le había ofrecido una especie de amistad. Que él no había aceptado. Y luego se había ahogado. Dolía pensarlo.