El hombre de la cámara de fotos la vio de pronto. Se detuvo, salió del sendero y se adentró un poco entre los árboles. Se colgó la cámara en el cuello, la levantó hasta sus ojos y miró por el visor. Le temblaban las manos. Sólo llevaba una fina chaqueta blanca sobre el vestido de verano rosa. A lo largo de la playa había preparados montones de madera para encender grandes hogueras. Era la noche de San Juan y había que celebrarlo. Sintió la angustia presionando su frente. Miró rápidamente a su alrededor, notó el olor masculino que desprendían los pinos, el dolor como una aguja en el corazón.
Signe Marie Øye corría. Por el sendero, bajo los grandes árboles. Sus troncos estaban alineados como lápidas. Las copas se agitaban verdes sobre su cabeza. La luz caía en líneas rectas sobre el frondoso suelo del bosque, por el estrecho camino y hasta el agua donde los contornos de la luz se borraban en la arena. Las rocas tenían marcas del hielo que millones de años antes habían dejado su huella.
Sus pensamientos eran una gran superficie negra. El grito se había agarrado a su garganta. Atascado, supuraba, provocando un dolor terrible. La policía le había encontrado. Estaba enterrado en un agujero en la tierra, en una bolsa de basura. Su Patrik, en Maridalen, cerca de un arroyuelo.
Corrió otro trecho, antes de parar. De pronto no podía respirar. Sus pulmones eran demasiado estrechos.
Era pleno verano. Pero pronto, pensó, llegaría el otoño y las hojas caerían de los árboles y, al pudrirse, se convertirían en una masa marrón y pegajosa. Luego llegarían las heladas para cubrirlo todo como un sudario transparente. Todo había pasado. Para siempre.
No tenía articulaciones, ni cuerpo, su rostro se había cambiado por otro. Sentía su corazón. Vivía. Pero ya no quedaba nada. Más allá sólo estaban los días interminables que llaman tiempo.
Se detuvo y miro hacia el agua. Le habían dado su mochila. Todo estaba en su sitio. La tartera vacía con migas dentro. El estuche azul, tres cuadernos forrados con papel encerado y brillante. Con caballos.
Entrar y hundirse en el agua… Qué agradable sería poder dejar de respirar, los pulmones se llenarían de agua. Nada podría ya alcanzarla. El dolor desaparecería.
Se detuvo de golpe. En el sendero, a unos metros, había un perro negro con un palo largo en la boca. Brillaba, mojado.
—¿Tapas? —dijo insegura—, ¿eres tú? Querido Tapas.
Cayó de rodillas y el perro soltó el palo mientras movía el rabo y se deslizaba feliz hacia ella. La empapó con su lengua húmeda. Gemía y movía la cola.
Y entonces vio al padre de Patrik. Salió del bosque y se detuvo justo delante de ella en el sendero, con sus pantalones de pana marrón y los zapatos marrones, los mismos zapatos marrones. Le miró a través de las lágrimas mientras acariciaba compulsivamente el cuello negro y musculoso del perro. Todo oscilaba como el agua. Su rostro arriba del todo, los brazos caídos impotentes a lo largo del cuerpo. Y la cámara de fotos que colgaba de su cuello.
La veía allí sentada, llorando con la cara contra el perro. Una raya de luz cruzaba el suelo del bosque y continuaba por su cuerpo, sobre el hombro. A lo largo del cuello y más allá de su cabello. Las puntas parecían blancas contra la tierra del sendero. Levantó la cámara y apretó el disparador. Ese momento quedó capturado para siempre por el objetivo. Unos segundos después el momento ya había pasado. Se inclinó y tiró suavemente de ella hasta incorporarla.
Signe Marie Øye miró a su exmarido. La expresión de su rostro hizo que las lágrimas volvieran a fluir. Habían dado la vuelta a medio mundo, no en distancia, sino en dolor. Cuando estaba embarazada de Patrik paseaban por aquí precisamente. Aquí, por este sendero, de la mano. Habían especulado sobre la aventura que empezaban.
—El cuento ha terminado —sollozó—. Todos los días han pasado.
Se aclaró la voz, miró al suelo.
—Creí que no querías hablar conmigo. Iba a esconderme en el bosque.
—Fue culpa mía, yo lo estropeé…, quería que estuviera conmigo. Sé que…
—Shh… ya no tenemos que tener miedo —dijo él.
—Ya no tenemos que tener miedo —lloró.
—Podemos empezar de nuevo. No quiero decir así, como marido y mujer. Quiero decir…
—Sé que no es eso lo que quieres decir…, lo sé.
—He hecho fotos, cada día desde que Patrik desapareció. Todos sus sitios habituales. El sendero entre la casa amarilla y la marrón. He fotografiado los árboles. Cómo cambian cada día. Los sitios donde jugaba. Las flores en la cuneta. El patio del colegio, tu jardín. He fotografiado tu jardín durante varias semanas. ¿Sabes que teníamos encuentros secretos, Patrik y yo? Y Tapas. Algunas veces, después de clase, nos encontrábamos y paseábamos por la orilla, porque no teníamos tiempo suficiente para estar juntos, Patrik y yo.
Cerró los ojos y se apoyó en su hombro. Sentía sus manos grandes en la nuca y la cámara de fotos como una piedra dura contra su pecho. Como si el dolor se hubiera quedado atrapado allí.
Dolía oírle hablar de las fotos que había hecho. Del camino, la grava, la hierba y el cielo.
—Tenemos que hablar de las flores —dijo ella—. Para su féretro.
—Sí, y te enseñaré las fotos.
Una foto no era más que una foto, pensó. Pero bonito por su parte. Sintió una repentina y breve alegría que atravesó el dolor. Tal vez algo podría cerrarse con esas fotos.
Le pasó la mano por el cabello. Una leve sensación de liberación la rozó. Una seguridad intensa. Ahora no, pero más adelante. La vida volvería.
Miró hacia el agua. El cielo ya no estaba azul, sino blancuzco. El agua oscilaba metálica y lenta hacia delante y hacia atrás. Adelante y atrás. El horizonte era una línea oscura. ¿Cómo había sido su voz? ¿Perdería su sonido? No, siempre estaría en su cabeza. Vio ante sí a Patrik, tal y como era cuando se levantaba por la mañana. Como era cuando estaba en la entrada, esperando a que ella sacara el coche. Como era a la luz del sol, cuando los rayos brillaban sobre su cabello blanco.