Vera Mattson estaba en el hospital de Bærum. Cato Isaksen y Randi Johansen entraron presurosos en la sala de espera de urgencias. El reloj marcaba las 22:45. Había dos o tres pacientes hojeando revistas. Vera Mattson no estaba allí. La encontraron sentada en una silla de plástico blanca, entre los dos policías de Asker y Bærum, en la pequeña sala de acceso a uno de los quirófanos. Un médico estaba preparando el informe para su ingreso no voluntario en Dikemark.
Al final del pasillo se abría una gran ventana. La lluvia de verano bajaba silenciosa por el cristal. Un poco más allá, en una mesita, había una jarra de agua y unos vasos de plástico.
La anciana enderezó la espalda cuando vio a Cato Isaksen. No parecía cansada, sólo desastrada. Su pelo seguía enmarañado. Tenía restos de sangre seca en el brazo y llevaba su estrecho jersey. Todavía iba en calcetines.
Cato Isaksen tenía el cuaderno negro en la mano.
—Tendremos que charlar tú y yo ahora mismo, Vera Mattson —dijo sentándose en la silla que uno de los policías acababa de dejar libre. Vera Mattson no se inmutó.
En ese momento llegó el médico con el informe. Miró a Cato Isaksen por encima de las gafas.
—Creo que la paciente necesita total tranquilidad en este momento. Hay que llevarla a Dikemark y dejar posibles interrogatorios para más adelante, cuando alguien de allí haya valorado su estado psicológico.
—No —dijo Cato Isaksen con firmeza poniéndose de pie—. Hablaré con ella ahora.
El médico protestó enérgicamente, pero Cato Isaksen le interrumpió bruscamente.
—Patrik Øye, el niño de siete años que lleva desaparecido cerca de tres semanas. Ella sabe algo de él. Además, parece que otros dos niños han desaparecido esta tarde —añadió—. Así que no venga aquí a decirme que…
El médico se rindió inmediatamente. Asintió con la cabeza y se retiró. Cato Isaksen pidió a los dos policías de Asker y Bærum que esperaran fuera, en la sala de espera.
Cato Isaksen puso las dos sillas de plástico libres en el centro, de forma que él y Randi quedaran mirando hacia Vera Mattson. Bente le había dejado tres mensajes pidiendo que llamara. El día siguiente era San Juan. Bente iría a la casa de la playa con los chicos. Ahora volvía a llamar.
—Ahora no, Bente —dijo, y apagó el teléfono mientras miraba el cuaderno negro que tenía en el regazo. Pensó en el caso que había llevado esa primavera. Oía la voz del joven asesino. Soy creativo hasta un límite increíble. Tengo una clarividencia que da miedo sobre mi propia psique. El crimen no es difícil, sólo hay que pensar un poco más allá. Cuando las cosas son tan sencillas que la policía no las ve, entonces eres genial.
Marian Dahle había desenmascarado a Vera Mattson. Ahora la anciana estaba en la silla, frente a él, y miraba de forma casi despreciativa a los dos policías.
—Las dos niñas, Ina y Louise… —empezó Cato Isaksen.
—¿Qué pasa con ellas?
—Es importante que digas la verdad. Tienes que contarnos la verdad. El juego ha terminado, Vera Mattson. Encontré tu cuaderno negro.
Miró fijamente al frente.
—La verdad es que no sé nada de esas dos chicas. No soy tan tonta como para matar a golpes a los hijos de los vecinos. Tengo que vivir allí. Pero sí soy yo la que ha matado al perro de la rubia. Era tan tonto, ese perro. Al contrario que los gatos, los perros vienen cuando los llamas. Es una gran ventaja cuando vas a matarlos a palos.
—Esos panales…
Le interrumpió.
—Están tan vacíos ahora esos panales podridos. Los panales de cera se han podrido. Las abejas son unos animales muy especiales. Sé que no se les puede llamar animales. Eso decía mi marido. No son animales, decía, son insectos. Pero para mí las arañas son insectos. Las abejas son… animales. Mi marido no hacía otra cosa que ocuparse de la maldita miel. Podía estar allí fuera hora tras hora. Amaba esas abejas. Le parecían bonitas. Eran unos bichos, esos insectos. Me picaron varias veces. Duele intensamente cuando te pica una abeja. Quema y quema y nunca para. Se pasaba todo el invierno dando vueltas, mirando por las ventanas. Estaba allí oteando con sus horribles gafas esperando a que se fundiera la nieve y las abejas despertaran. Muchas veces quitaba la nieve hasta las colmenas y se quedaba allí hablando con ellas. Se agachaba para hablar con ellas, como si fueran niños. ¿Os podéis imaginar una visión más ridícula? Yo soy una persona de invierno. Me encuentro más a gusto con el frío y el silencio. ¿Sabéis por qué?
Cato Isaksen la contempló. La cara ancha, los ojos vacíos con las cejas pobladas.
—Sí, creo que lo sé.
—Interrupciones, ya sabes —continuó con amargura—, las interrupciones se agarran al cuerpo de una desdichada.
—Ahora tienes que ayudarnos, Vera Mattson —la interrumpió Cato Isaksen amable y sonriente—. Porque mataste a Patrik Øye, ¿verdad? ¿Le apaleaste con el bate porque cruzaba por tu jardín?
Fue como si Vera Mattson fuera repentinamente consciente de dónde se encontraba. El neón del techo daba una luz blanca y fuerte que bajaba por las paredes claras. Puso sus grandes manos en el regazo.
—No pensé —dijo con dureza—. No tuve tiempo de pensar. La furia llegó deslizándose como una ola. Reconocible, dura y dinámica, de ninguna parte.
—Sí, sí, sí. Ya hemos oído eso.
—Sólo pegué y pegué. No pensaba —Vera Mattson sacudió la cabeza—. Esa mierda de niño estaba ahí tirado, muriéndose en mi parcela. De pronto tenía que ocuparme de un cadáver. Sangraba por un lado —se llevó la mano a la sien—. Aquí, a un lado de la cabeza. Comprendí que estaba muerto. Estaba allí tirado, sin hacer nada. Cuando lo levanté, se le cayó la mochila. Al suelo. No tuve tiempo de volver a ponérsela. Así que tuve que esconderla después.
—¿En la colmena?
—No al principio. No soy tonta. Ese perro que trajo la policía estuvo olisqueando por mi parcela durante días. Sencillamente sabía que vendrían con perros, así que puse la mochila en mi cama, debajo del edredón. Sí… Creo que pasó una semana hasta que la policía dejó de venir. Fue entonces cuando salí y la escondí en la colmena. Pero supe ya entonces que era una trampa. Nadie había abierto esas trampas de miel en diez años, así que… Bzzz.
A los ojos de Vera Mattson asomó una luz enfermiza. Formó unas abejas con dos dedos de cada mano y zumbó por delante de los ojos de los dos policías. Randi se echó hacia atrás en su silla.
Vera Mattson se volvió hacia la jarra de agua que había sobre la mesa.
—Es exactamente como con el agua; parece otra cosa. Parece cristal, verdad. Como si toda la jarra fuera cristal. Pero no es cristal, es agua. Un jardín puede ser una trampa. No hay que pensar que todo es sólo verde y hermoso en un jardín.
Cato Isaksen oyó cómo Randi tragaba saliva en la silla de al lado.
—¿Qué hiciste con el niño muerto?
Ahora, Vera Mattson sonreía.
—Se me ocurrió una solución completamente genial, y tenía que pensar rápido, porque todo ocurrió prácticamente a la vez. Sólo disponía de unos minutos, entendéis.