—El marido de Vera Mattson —dijo Marian fríamente— desapareció hace diez años. Nadie ha vuelto a verle. Le conoció en el psiquiátrico de Dikemark. Dos pacientes que se encuentran. Ella se fue a vivir con él, se mudó del pequeño piso que alquilaba en el centro de Sandvika a la casa de él, en la calle Selvik. ¿Romántico, verdad? Romántico, pero no exento de peligro.
Cato Isaksen miró a Marian Dahle. Tenía talento, tal vez demasiado talento. Birka entró relajadamente por la puerta y se tumbó en medio de la sala mientras movía el rabo, bostezaba y le miraba con cariño. A su pesar, sintió el calor que había en la mirada de la perra.
Marian Dahle siguió pasando hojas del montón de papeles que tenía sobre sus rodillas.
—Aage Mattson, nacido el siete de mayo de mil novecientos cuarenta y cuatro. Tenía una pensión por invalidez parcial y vivía de criar abejas.
—¿De criar abejas?
—Sí, de criar abejas. Era seis años más joven que ella. Vera Mattson nació en el treinta y ocho.
Se inclinó hacia delante y puso las hojas una a una sobre el escritorio que había entre ellos.
—Los papeles están ordenados cronológicamente.
Cato Isaksen cogió uno y leyó el informe sobre la desaparición de Aage Mattson.
—Se hicieron batidas para buscarle —siguió Marian—, pero nunca apareció.
Puso una fotocopia de la denuncia manuscrita que Vera Mattson había interpuesto en la policía de Sandvika encima del informe que estaba leyendo Cato Isaksen. El detective recorrió el folio con la mirada. A cinco de junio…
—He hablado con los vecinos de la casa amarilla —continuó Marian—. Les llamé.
—¿Sin avisarme a mí? —Cato Isaksen la miró irritado.
—Sí, sin avisarte a ti. Primero tenía que ver si esto tenía alguna importancia o no. No vi ninguna razón para molestarte cuando estabas reunido para la detención de Wiggo Nyman. No vivían allí hace diez años, pero me dieron el nombre de los que les vendieron la casa. Aage Mattson nunca salía. Siempre estaba en su jardín, dijeron los anteriores propietarios. Trabajaba y trabajaba con plantas, arbustos y árboles. Y con sus colmenas.
—Colmenas, ¡pero si no hay colmenas en ese jardín!
—Pues sí, por lo visto en la parte del fondo. Sólo que están cubiertas de maleza. Ya sabes que los árboles están sin podar y hay todo tipo de malas hierbas. Las hojas funcionan como un gran telón —esbozó una sonrisa—. Suena hasta un poco literario así dicho.
—¿Pero qué tienen que ver las colmenas con el caso?
—Seguramente nada. Te diré lo que creo —dijo pensativa—. También se trata de animales.
—¿De animales?
—Sí, recuerdas lo que…
—Joder, sí…, esos perros. El perro de los vecinos.
Marian Dahle asintió.
—Vera Mattson probablemente descuartizó a ese perro, porque mataba a sus gatos.
—¿Ese pequeño bichon frisee?
—Tal vez sólo los asustaba, qué se yo. Pero he investigado todavía más en el vecindario. Son varios los que creen que Vera Mattson tiene algo que ver con los casos de los perros pero, por supuesto, no tienen ninguna prueba. Como sabes, uno de los perros apareció muerto. El otro, simplemente desapareció.