De pronto Louise sencillamente supo que él estaba allí. La bombilla del techo estaba apagada. Era como si durante toda su corta vida hubiera sabido que algo iba a ocurrir. Alguna vez. Era con esto con lo que había soñado en sus pesadillas nocturnas, cuando era más pequeña y no se atrevía a levantarse e ir corriendo a la habitación de sus padres. Lo peor, lo peor de todo. Como correr dentro del agua con el demonio detrás. ¿Dónde estaba ahora Wiggo-hombre-de-los-heladosestrella? La furgoneta azul claro con las letras azul oscuro y rosa, todo eso había desaparecido. La llamada que hacía pling por todos los jardines de hierba verde. Todo eso había desaparecido.

Aunque tenía los ojos completamente abiertos, no veía nada, pero el olor del muro húmedo hería su nariz. El sonido del hombre que había frente a ella la cubrió como agua fría. Ina gritó repentinamente con la boca contra el muro.

Henning Nyman estaba completamente quieto junto a la puerta. Percibía fragmentos del olor masculino que él mismo desprendía. A través del olor frío y gris del sótano pasaba otro olor, a piel.

La pelirroja gritaba. Reconoció su voz. El grito le molestó. Sintió cómo la ira se abría paso por su cuerpo. Encendió la luz y vio cómo la pelirroja se había deslizado contra la pared. Estaba sentada como una muñeca de trapo, doblada hacia delante y sollozaba bajito.

—¡Cállate! —aulló—. Llevas pintura de uñas rosa en los dedos y mierda negra alrededor de los ojos. ¡Zorra! —gritó.

Ya no podía arrepentirse. Había llegado demasiado lejos. Tendría que deshacerse de ellas después, en algún lugar donde nunca las encontraran. Esto no era algo que pudiera hacer más veces. Tendría que ser suficiente con esta única vez. No era culpa suya. Era Wiggo quien lo había desencadenado todo. Los dos coches que habían pasado por el camino forestal esta noche, ¿tendrían algo que ver con todo el asunto? Le habían asustado hasta hacerle cruzar el sembrado otra vez. No podía arriesgarse a que alguien viera que utilizaba la casa.

Se sentó en el suelo e intentó arrastrar a la pelirroja hasta él. La mordió en la nuca. No muy fuerte, sólo a modo de prueba, como había visto que hacían en las revistas. Ella gritó como una posesa.

Las niñas habían entrelazado sus brazos, como si fueran los hilos de una labor. Las arrancó la una de la otra y atrajo a la rubia hacia él, sobre su entrepierna. La rodeó fuertemente con sus brazos y sintió cómo el corazón latía bajo sus tiernas costillas. Una corriente eléctrica bajó desde su cuello hasta su sexo. Soltó a la niña y la echó hacia delante. Ahora le iba a dar. Le iba a dar de verdad. Entonces sonó con fuerza el timbre en el piso de arriba.