Henning Nyman bajó la ventanilla. Desde el momento en que las tuvo dentro del coche, la certeza había quemado su cuerpo como una llama. Ya no había marcha atrás posible. Ahora tenía que calmarse.
No había mucho tráfico. La gente se había ido a las playas, o estaba sentada en sus terrazas con un vaso de vino blanco frío. Vigilaba a las chicas por el retrovisor y pensó que tenía que ser evidente para ellas que esto no acabaría bien. Vio en la expresión de sus rostros que se sentían inseguras. Aun así estaba impresionado con él mismo y la forma en que les hablaba. Con una voz firme y natural repitió que sólo iba a enseñarles los perritos.
—Wiggo me dijo que os recogiera. Me contó que una de vosotras había perdido a su perro. El dueño de los cachorros es amigo mío.
Sentía una fuerza especial en su interior, aunque la angustía le escocía dentro del pecho. No era tan tonto como para echarle a su madre la culpa de esto. Era su propia culpa, todo lo era. Podía relacionarse con la gente de una forma normal, pero había elegido esto. La oscuridad había estado allí esperándole agazapada durante muchos años. Ahora no había marcha atrás.
Entró a la carretra principal.
—Tiene cuatro cachorros en una cesta en su casa. Son mezcla de labrador y caniche. Son muy monos. Además son gratis.
Louise tragó saliva.
—Labrador y caniche, ¿cómo puede ser?
—Puede ser. El labrador se apareó con el caniche.
Las chicas sonrieron brevemente, y Louise vio repentinamente frente a ella la imagen del perro grande sobre la espalda del pequeño.
Habían leído una poesía en el colegio, de alguien que se llamaba Edith Södergran. Una poesía rara. Una frase había dado vueltas y vueltas en su cabeza. Mis amigos tienen una imagen falsa de mí. No estoy domesticada. El calor era insoportable en clase estos últimos días. El aire estaba espeso de polvo de tiza y sudor; si respirabas demasiado profundamente podías desmayarte. Pensó en sus padres, que habían dicho que esa noche irían al cine, puesto que ella no estaba.
Eligió la radial 3 y tomó la salida que había nada más pasar Tåsen. Sus manos descansaban firmes sobre el volante. Porque ésta era una expedición detalladamente planificada. La pelirroja iba vestida con pantalones estrechos y un jersey azul claro de capucha con encajes en el borde. Y debajo de la ropa tenía un cuerpo blanco pastoso. La rubia sólo estaba delgada, pero la delgadez era algo que se repetía en muchas de las fotos de las revistas de Helmer Ruud.
Les echó un vistazo por el retrovisor. Ina y Louise. Louise e Ina. La pelirroja iba peinada con raya en medio. Miró por un momento ambos rostros. Sentía el dulce y ligero olor que desprendían. Las imaginó abajo en el sótano, con la puerta cerrada. Parecían pequeños animales que iban a ser sacrificados.
—Si queréis, os darán todos los cachorros. Los cuatro.
—Es suficiente con uno cada una —dijo Louise.
Su padre le había prometido un perro nuevo después de que mataran al otro. Lo había prometido, pero no hacía nada. La verdad es que no había sacado a pasear a Dennis todo lo que había prometido. Pero lo adoraba. Adoraba todo en él. Su aspecto alegre. Su pelo, su hocico y sus ojos. Era el mejor perrito del mundo. Si ahora volvía a casa con un cachorro nuevo, y su padre lo veía, puede que se enamorara de él. O mejor dicho, sabía que se enamoraría de él. Su padre era así. Y su madre también se enamoraría cuando viera lo mono que era. No le pedirían que lo devolviera. Así de bien conocía Louise a sus padres.