Henning Nyman vio desde lejos que algo no iba bien. Una bandada de pájaros, quince o quizá veinte, levantó el vuelo. Era su madre que había vuelto a dejar la basura fuera y contaba con que él la viera y la llevara hasta los contenedores.
No tenía fuerzas para ir hasta el extremo de la parcela donde estaban los contenedores, decía. No había forma de que aprendiera.
La colada bailaba en el viejo y oxidado tendedero, que emitía un sonoro quejido cuando el viento lo movía. Henning Nyman miró a su madre que se inclinaba con esfuerzo para recoger el barreño de plástico vacío del suelo. De los gastados zapatos marrones salían sus tobillos hinchados. Sentía una especie de ira cuando la miraba. Había dedicado toda su vida a portarse bien y controlarse. Su madre tenía la culpa de todo, de que su padre los hubiera dejado y se mudara a América. América era una expresión anticuada para decir Estados Unidos, pero su madre siempre lo decía así. Simplemente se fue a América, decía. Henning no podía recordar que su padre les hubiera sonreído alguna vez a él o a Wiggo. No hubo muchos castigos físicos, porque no hacían falta. El respeto y la angustia producto del carácter del padre eran más que suficientes. Henning tenía doce años cuando se marchó; Wiggo dos.
Henning Nyman levantó la cabeza y miró hacia el final del sembrado. Wiggo venía de camino en su Volvo blanco. La carretera se enrollaba como un cinturón sobre la pequeña colina. Las malas hierbas de la cuneta habían crecido tanto que sólo la mitad del coche era visible. Henning oía en la cabeza la voz de su hermano. Elna está muerta, un idiota la atropelló y se dio a la fuga. De pronto, su madre estaba a su lado con el barreño en la mano. Wiggo acababa de entrar en la última cuesta.
—Tú y yo tendremos que cuidar bien de Wiggo a partir de ahora.
Henning se apartó un poco. Su hermano pegó un frenazo levantando una polvareda alrededor del coche, salió de un salto y saludó con la cabeza a la madre y al hermano.
—Hola cariño —dijo Åsa Nyman.
Henning hizo un gesto con la mano.
—¿Cómo te fue el interrogatorio? —se acercó a su hermano e hizo algo raro en él: puso la mano sobre su hombro. Pero Wiggo se liberó de un manotazo.
—Déjame en paz —gritó enfadado—. Ahora están con la furgoneta de los helados, así que no puedo conducirla. ¿Qué coño está pasando?
Åsa miró con desánimo a sus hijos; se sentía sin fuerzas para escucharlos. ¿Cómo habían llegado a ser así? Dudaba de si algo podría hacerles llorar.
Henning Nyman miró serio a su hermano. A él no le afectaba que Wiggo se enfadara. Adoptó un tono de voz muy bajo.
—A mí también me enfurece que Elna esté muerta —dijo, dejando que un dedo recorriera su muslo. Pensaba para sí que quizá Elna no había sido más que un polvo ocasional para Wiggo. No lo sabía bien, pero seguro que era una tía maja. A lo mejor a su hermano realmente le había importado.
Wiggo fue el primero en llevar chicas a casa. Sólo tenía nueve años cuando trajo a la primera, y ella tendría unos diez. Se llamaba Nella.
Un día Wiggo y Nella habían trepado al gran cedro. Henning estaba arreglando el viejo Skoda que tenían entonces. El viejo Skoda que dejó su padre, el que su madre conducía a la compra y de vuelta, siempre averiado. Estaba agachado de espaldas a ellos. Tenía diecinueve años.
Nella tenía la espalda descubierta y trenzas rubias. Delgadas piernas morenas con sandalias rojas.
Por algún motivo, giró justo cuando Wiggo la empujó hasta hacerla caer del árbol. Se rompió el brazo por dos sitios. Había cuatro metros hasta el suelo, y cayó sobre el hombro. Gritaba como poseída.
Se levantó de golpe. Ese grito… Wiggo permaneció arriba, sentado sobre una gruesa rama. Henning recordaba con precisión lo que había dicho. Yo soy como el hierro, yo, Henning. No fue culpa mía. Le picó una abeja.
Esa noche Henning soñó con Nella. Fue un sueño muy especial en el que el sonido de su grito se oía todo el tiempo como un tono de fondo. Nella, tumbada abierta de piernas en su cama. Su olor, el de su piel, el de su pelo trenzado, como nata tibia. Todo había sido completamente real en ese sueño. Henning, que se tumbaba sobre ella. El cuerpo pesado. Mucho más grande que la pobre pequeña Nella. Pobre pequeña Nella. Ese grito suyo. Justo cuando le picó la abeja. Ese grito que lo desencadenó todo. La sensación al forzarla una y otra vez. El deseo que se transformaba en una furia desconocida. Pensaba en la desaparición de su padre, un truco de magia por el que simplemente se fue. A América. Tal vez era un rasgo que se heredaba. Desear que alguien sufriera. Todo era peligroso, un sueño peligroso. Pero después, con ayuda de ese sueño, Henning había sobrellevado los días durante mucho tiempo. Hacía muchos, muchos años. No sabía muy bien por qué pensaba en ese sueño justo ahora. Pero Elna estaba muerta. Ese sueño había sido el final de algo y el principio de otra cosa. Su madre decía siempre que todo estaba bien. Pero no era así. Dijera su madre lo que dijera, había algo que no cuadraba.