—Inga Romulda está aquí para declarar algo —dijo Tony Hansen saludando brevemente con la cabeza a Marie Sagen—. ¿Hablamos nosotros dos con ella, Asle?

Asle Tengs se puso de pie. Inga Romulda estaba en la puerta con los hombros levantados y la cabeza inclinada.

—Me gustaría mucho hablar con ella —dijo Randi Johansen e hizo un gesto con la mano. Asle Tengs volvió a sentarse.

A Randi, Inga Romulda le recordaba a un huevo de gaviota que encontró una vez: entre gris y marrón, sin brillo y delicado. Había algo en su mirada. Algo que tenía que ver con ser mujer.

Inga no quería entrar en la sala de interrogatorios.

—Sólo lo diré aquí fuera —dijo llevándose una mano a la garganta.

Estaban fuera, en el pasillo. Randi Johansen, Tony Hansen e Inga Romulda.

—Ahmed no ha matado a Elna. No estaba en Alnabru entonces. Tampoco en la mezquita. Estaba en Karihaugen.

Randi la miró.

—¿En Karihaugen?

Inga Romulda asintió.

—Me ha pedido que hable con vosotros. No ha matado a Elna. Estaba con las chicas del primero. Las rusas. Yo no las conozco. Pero Ahmed estaba allí. Le vi. No le gustó que le viera, su mujer no debía saber… Ellas… sabéis a lo que se dedican, esas chicas. Lo prometí. Ahmed tiene miedo. Él… ya sabéis, hombres musulmanes. Tendría que haber estado en esa boda. Esas bodas duran tres días. Luego, cuando Ahmed entendió que creíais que estaba en ese vídeo… pero no era su espalda la que veíais. Era su primo. Así que tomó prestada la chaqueta de su primo. Sólo para que su mujer… y la familia no supieran que él… Creías que estaba en la película, pero él visita a esas chicas. Con bastante frecuencia —añadió—. Tenía miedo. Me lo encontré abajo en el portal cuando llegué. Entraba en casa de las chicas. Fue un cuarto de hora antes de que mataran a Elna. Ahmed no ha matado a Elna.

Randi Johansen y Tony Hansen se miraron.

—Vale, Inga —dijo Randi y puso la mano sobre su hombro—. Gracias. ¿Y Ronny Bråthen…?

—No, ¡el nieto de Milly no!

—¿Y Wiggo?

Inga Romulda bajó la cabeza y empezó a llorar en silencio.

Wiggo Nyman tenía que pensar rápido. No sabía muy bien qué implicaba que hubieran encontrado esa maldita carta. ¿Y por qué estaba aquí Inga? ¿Qué sabía ella de nada? Daba vueltas a su cabeza. Algo asomó a su conciencia, pero desapareció antes de que fuera capaz de agarrarlo. No le dejaban fumar. Necesitaba fumar. Estaban aquí sentados los cuatro, en este despacho caluroso. Los dos detectives y el tipo ese, el abogado estirado. ¿Por qué eran así los abogados? ¿Cuánto tiempo tendría que estar ahí sentado sin fumar?

Cada vez había menos margen. Tenía que tener cuidado y decir las cosas apropiadas. Tener a punto su estrategia.

Dale recuerdos de nuestra parte, de los hermanos de Elna y de la mía, y dile que es una gran persona.

La mujer detective seguía insistiendo.

—Necesitamos una respuesta ahora. Puedo verte. Veo tu personalidad. Todas las personas tienen lo suyo. ¿Sabes lo que pienso de ti? Creo que eres bastante listo. Pero que has caído en tu propia trampa.

¿Su propia trampa? ¿Qué era lo que veía?

Thomas Fuglesang levantó el brazo. Un camión pasó por la calle.

—Tienes que estar lo suficientemente enfermo para tener éxito. Pero lo bastante sano como para no fracasar. ¿Entiendes lo que digo, lo que quiero decir?

Wiggo Nyman la observaba con la boca medio abierta. Sintió que estaba a punto de echarse a llorar. De repente oyó su propia voz. Dijo que no le había hecho nada al chico. Sólo se lo había llevado en el coche.

En el despacho el silencio era palpable. ¿Qué acababa de decir en realidad?

Wiggo Nyman miró al suelo. Entrelazó las manos y miró al suelo.

—Se cayó y se hizo daño en la rodilla. Sólo fue eso. Justo detrás del coche, cuando iba a dar la vuelta. En la parcela de la vieja antipática.

Thomas Fuglesang consultó el reloj.

Cato Isaksen y Marian Dahle le miraban fijamente.

—Sólo me preguntó si le podía llevar. Sólo fue eso. Me arrepiento amargamente de haber dicho que sí. Dejé que el chico montara, pero se bajó justo al llegar a la curva, junto a la calle Odden. Eso es todo. Es sólo que no quiero verme involucrado en nada. Tenéis que entenderlo. Esas niñas se equivocan. Sólo vieron que se dio un golpe, que le dejé montar. No saben el resto. Porque no hay nada más. Pero no está bien lo que dice la señora loca ésa, porque no tenía ninguna mochila.

Marian Dahle miró a Wiggo Nyman sin decir nada.

—¿Así que no tenía ninguna mochila? —Cato Isaksen le observó fijamente mientras intentaba intensamente descifrar lo que quería decir esa respuesta.

Wiggo Nyman sacudió la cabeza y repitió que el niño no tenía ninguna mochila.

—Lo que ponía en el periódico no estaba bien. No llevaba ninguna mochila. ¿Ahora, me pueden dar un cigarrillo?

Marian Dahle se puso de pie y salió del despacho. Cato Isaksen y el abogado se miraron.

Cato inclinó la cabeza hacia la mesa.

—¿Tienes algo en contra de que echemos un vistazo a tu móvil?

Wiggo Nyman sacudió la cabeza con cansancio.

—No —dijo, y lo empujó por encima de la mesa. Cato Isaksen lo cogió y revisó los últimos mensajes. Había uno de Inga Romulda, otro de Noman Khan y otro de Louise Ek.

«¿Cuándo nos vemos esta noche?», decía. Era un mensaje de esa mañana.

Wiggo Nyman le miró con cansancio. Había borrado el mensaje de los besos.

—¿Ibas a encontrarte con ellas hoy? ¿Ina y Louise?

—No. Ni siquiera les he contestado. ¿Cuándo me darán ese cigarrillo?

El abogado miró a Cato Isaksen.

—Lo siento. Aquí no está permitido fumar.

Cato Isaksen continuó.

—Fue un Mazda rojo el que atropelló a Elna Druzika. ¿Te suena de algo?

Wiggo Nyman le miró.

—No —dijo con dureza—. No tengo ningún Mazda rojo. ¿Me puedo ir?

—No —sentenció Cato Isaksen—, no puedes. Hemos acabado por hoy, pero seguiremos mañana. Te quedas aquí esta noche.