Los periodistas seguían sin moverse de la puerta de la comisaría. Cuando Cato Isaksen y Marian Dahle entraron en el garaje con Wiggo Nyman en el asiento trasero, un reportero los detuvo. Finalmente, Cato Isaksen tuvo que bajar la ventanilla y pedirle que se quitara. Dijo que el periodista sería informado de lo ocurrido una vez que el juez hubiera tomado una decisión sobre una posible prisión preventiva a las 12:00. Tendría que esperar hasta entonces.
—¿Pero dónde habéis estado en plena noche? —gritó tras el coche—. ¿Habéis averiguado algo nuevo? ¿Habéis encontrado al chico desaparecido?
Cato Isaksen negó con la cabeza.
—Ve al juzgado —gritó por la ventanilla y apretó el acelerador.
Wiggo Nyman fue conducido a su celda. Arriba, en el departamento, Roger Høibakk y Randi Johansen los esperaban con pizza del 7-eleven y café recién hecho. Les dieron la enhorabuena por el hallazgo.
—En una hora, más o menos, mandaré a alguien a casa de los padres de Patrik Øye, dijo Randi.
—¿No puedes ir tú misma? —Cato Isaksen la miró cansado. Ella asintió—, llevaré a Roger conmigo.
—Vera Mattson niega tajantemente tener algo que ver con la desaparición de las dos niñas —dijo Roger Høibakk y le dio un profundo trago al café que tenía en una taza de plástico.
—¿Habéis estado en Dikemark?
—Vaya que si hemos estado —dijo mirando a Asle Tengs—. En realidad creo que de tener algo que ver con esas niñas lo habría confesado. Estaba tan orgullosa de que hubiéramos descubierto lo otro. Estaba orgullosa, esa loca idiota.
Marian miró a Roger con cansancio.
—¿Ninguna novedad de Birka, Marian? —preguntó. Ella no contestó, se limitó a darse la vuelta y negar con la cabeza.
—Podrías contestar, por lo menos —dijo Cato Isaksen irritado. Marian sacudió la cabeza y le pidió que callara la boca. Luego desapareció camino del baño.
—Tal vez aparezcan —siguió Randi—, esas niñas. No sabemos, pero… Wiggo… él…
—Que sí —suspiró Cato Isaksen—, que le voy a dar caña por lo de las niñas. Al menos hemos encontrado al chico. Pero antes tengo que dormir un poco.
Roger Høibakk y Asle Tengs se levantaron y salieron de la sala. Tony Hansen pasaba por el pasillo. Se detuvo, pero cambió de opinión y siguió su camino.
Randi escribía a toda velocidad en el cuaderno que tenía frente a ella.
—¿Cuánto tiempo llevan desaparecidas las niñas?
—Sólo desde ayer —respondió Cato Isaksen.
—A lo mejor sólo han hecho pellas un día para llamar la atención. Esperemos de verdad que sea eso.
—Gracias —dijo Cato Isaksen de repente, y le apretó la mano un instante.
—¿Por qué? —Randi Johansen le sonrió sorprendida. Era un gesto inesperado en su jefe.
—Por todo. Por decir las cosas apropiadas. Por no estar todo el rato quejándote —añadió girándose hacia ella con una sonrisa.
—Marian —dijo ella y le miró cálidamente a los ojos—. Estás pensando en ella.
—Sí.
—Pero si ella en realidad es increíblemente maja y agradable. Y eficaz…
—Vale, vale, vale. Pero no todo el mundo puede portarse como ella. Me alegro de que no te dediques a mostrarnos tu interior todo el rato.
—No todo el mundo lo hace, ¿sabes?
—Exactamente, eso es lo que intentaba decir. Diez minutos, Randi. ¿Me despiertas? Mi cabeza zumba y zumba. No puedo pensar. Pero si ya son las cinco.
Cato Isaksen se tumbó en el sofá de la recepción. Las ventanas estaban abiertas. Oía los ruidos nocturnos de la ciudad entrar junto con el aire fresco. Cerró los ojos. Veía a su familia ante él. No había devuelto la llamada a Bente. Ella entendería que era una crisis. No les iba mal, a pesar de todo. Tenía una buena vida o, mejor dicho, podría tener una buena vida con sólo quererla. Que tuvieran o no vacaciones de verano dependía de lo que ocurriera ahora. De si encontraban o no a las dos niñas. Casi se quedó dormido, pero despertó de pronto. Veía frente a él la imagen del jardín asilvestrado. El seto de espino junto al garaje, denso y colonizado por la hiedra. Había ignorado a Marian cuando presentaba sus análisis y sus pensamientos, y ella había acertado todo el tiempo. Y ahora podía ocurrir que su perra muriera. La repentina sensación de dolor le asustó. Las imágenes se sucedían en su cabeza. Los ojos marrones del perro con las manchas brillantes de luz que entraba por la ventana. El jardín apareció otra vez. La hierba, la enredadera trenzada. Las ortigas. La sangre en el bate. La mirada de Birka, el sonido de sus desgarradores quejidos. Y el llanto de Marian.