Vera Mattson se incorporó lentamente. Marian conducía calle abajo y Cato Isaksen corrió de vuelta y arrastró a la mujer loca hacia la escalera hasta sentarla en un escalón. Allí se quedó tirado, en parte aplastado por ella, mientras la sujetaba con fuerza contra él. Le pidió varias veces que se quedara quieta.
—No vas a ir a ninguna parte —dijo con intensidad—. El juego ha terminado, Vera Mattson —su fuerte olor corporal le hizo apartar la cabeza. Ella respiraba con fuerza pero no decía nada. Marian había dicho que olía a locura en la casa de Vera Mattson. Había acertado todo el tiempo. Tenía razón, maldita sea.
—La furia llegó rodando como una ola, entiendes —susurró de pronto—. Reconocible, dura y dinámica, de ninguna parte. Siempre caía como un rayo, provocaba un incendio que no se podía apagar. Como entrar en un agujero negro, ningún freno. Nada más que estos sentimientos punzantes. Las manos que se levantan, los músculos que se mueven, y el calor del odio cuando el golpe cae. Malditos bichos, llegar aquí y creer que se puede hacer lo que se quiera. Tomarse libertades, ocupar un lugar. ¿Cómo se llama? Egoísmo, egocentrismo o descaro puro y duro. El agua de la jarra tiene el mismo color que el cristal. Así es siempre. Las cosas no son lo que parecen. El agua no es cristal.
Cato Isaksen estaba furioso porque la patrulla no acababa de llegar. ¿Pero cuánto tiempo de mierda les podía llevar?
—Cállate —masculló con rabia en el mismo momento en que un coche patrulla de Asker y Bærum llegaba con las sirenas a tope por la calle Selvik. Entró en la parcela y frenó bruscamente. Cato Isaksen estaba todavía medio tumbado sobre la escalera de piedra rojiza, con un brazo alrededor del cuello de Vera Mattson.
—La llevamos al servicio de vigilancia social inmediatamente —dijo uno de los policías, presentándose como Roar Andersen.
—No la perdáis de vista —dijo con dureza Cato Isaksen—. Llevadla a urgencias y de allí directamente al psiquiátrico de Dikemark. Con vigilancia permanente —añadió—. Es un caso de asesinato.
—Entendido —dijo el policía llevando a Vera Mattson hacia el coche. Andaba en calcetines, arrastrando los pies sobre la grava. Verdaderamente parecía una loca. El moño se había deshecho del todo y el espeso cabello gris cubría la mitad de su rostro.
—¿Y tú? —le preguntó el joven policía cuando la tuvieron en el coche.
—Yo me quedo aquí, vosotros podéis iros.
Cuando el coche de policía desapareció calle abajo, Cato Isaksen llamó a Roger Høibakk.
—Haz el favor de venir a Selvik de una puta vez —rugió en el móvil.
De fondo oyó el tintineo de vasos y voces, y comprendió que aún estaban por ahí.
—He bebido, jefe, mando a Randi y a Toni —respondió Roger Høibakk avergonzado.