Vera Mattson dejó caer sus pesados brazos a lo largo del cuerpo.

—Oí la alarma de la furgoneta de los helados casi a la vez que el chico moría. Porque eso es lo que es: una alarma. Cada vez que la furgoneta de los helados da la vuelta en mi parcela salgo corriendo, agito los brazos y le doy golpes en el lateral. Eso mismo hice el tres de junio también. Sólo que levanté el pequeño cadáver y lo puse pegado al lateral, donde empiezan los senderos de sangre. Bueno, no sé si se llaman así, pero yo los llamo así. Veo dónde están las huellas de las ruedas, por dónde pasa el coche. Atropelló al chico, dando un gran bote. La ventanilla estaba bajada. Tenía la música a todo gas. A todo gas, es una expresión moderna. «Run Softly, Blue River». «Eh, eh», grité yo. «Dando marcha atrás has atropellado a un niño pequeño». Al conductor le entró pánico. Dio marcha adelante y volvió a atropellar al niño. Luego saltó del coche. Tenía una mirada enloquecida. Patrik Øye estaba allí tirado, ensangrentado. El repugnante conductor pensó que verdaderamente había atropellado al niño y lo había matado. Así de sencillo fue.

Cato Isaksen se quedó sin habla. Notó que Randi se movía en la silla de al lado.

—Pero ¿cómo te atreviste a correr ese riesgo? ¿Por qué no te limitaste a esconder tú misma al chico?

—Pero el conductor de la furgoneta de los helados no llamó a la policía —dijo con voz grave.

—No —dijo Cato Isaksen despacio—. No, realmente debió de creer que él había matado al chico, pero ¿cómo te atreviste…? En todo caso ¿eras un testigo peligroso para él? ¿Cómo…? ¿Qué pensaste?

—Yo veo quién tiene un alma putrefacta. Wiggo Nyman tiene el alma podrida. Metió al niño en el coche y se lo llevó.

—Y luego enviaste esa carta, que fingía ser de las niñas vecinas. Pensaste que una cosa arreglaría la otra, que el hombre de los helados se las llevaría a ellas también.

—Sí, porque no podía hablar con sus padres. Lo he intentado. El padre me acusó de haber matado a su perro. Se dio cuenta, pero no tenía ninguna prueba. Así que llamé a la empresa de los helados y me dieron el nombre del conductor de la furgoneta.

Cato Isaksen no pudo reprimirse, a pesar de que sabía que era importante mantener un tono amistoso.

—Pero es completamente absurdo. ¿Realmente creías que Wiggo Nyman iba a matar a esas niñas por ti, para librarte del ruido que hacían cuando saltaban en la cama elástica?

Vera Mattson sonrió brevemente.

—¿Y dónde crees que están esas niñas ahora? Yo no las tengo. No es tan difícil conseguir que la gente haga lo que tú quieres. Mató a su novia, ¿no es cierto? Lo leí en el periódico. En cuanto consigues que vayan por el camino correcto, el resto va solo. Creen que no tienen elección. Estaba bien escrita esa carta, ¿verdad? Nadie pensaría que la ha escrito una señora mayor.

Cato Isaksen la contempló sin contestar.

—Estoy orgullosa de mí misma. Tengo intuición. Leo «Di Lo» en Aftenposten, donde los jóvenes mandan correos electrónicos y se los publican. He recortado varias de esas páginas. Esos jóvenes hablan sin tapujos. Está condenadamente bien. Por eso conozco su lenguaje. Por eso escribí ¡ya sabes! en lugar de ¿no? Y sí, le puse ese muslo de pollo al perro policía —continuó—. No soy tonta. Había sangre en la grava, así que cogí una pala y quité todo, lo eché en el cubo de la basura de la cocina. Luego extendí la grava otra vez, metí las manos y dejé allí el muslo de pollo —miraba orgullosa a los policías—. Funcionó.

—Pero esos chicos… Patrik, era tan pequeño.

—No era tan pequeño. Sabía lo que hacía. Lo hacía a propósito. Sabía que me irritaba…, los otros dos…, bueno, puede que fueran peores, pero corrían más deprisa que él. Malditos bichos. No se dieron la vuelta, se limitaron a seguir. Él se dio la vuelta. Se metía en mi jardín. Yo decido quién puede estar en mi jardín. Los niños de siete años tienen la cabeza bastante blanda.

Cato Isaksen se pasó la mano por la frente.

—¿Y tu marido?

—Las cosas no son lo que parecen —dijo repentinamente cansada.

Cato Isaksen miró sus grandes manos.

—¿Has pensado mucho en Patrik Øye, en su madre…?

—No. Sé lo que dicen de mí los vecinos. Que soy fría y poco amistosa. Pero no puedo estar pensando en los demás todo el tiempo. Cuando alguien muere, está muerto. Exactamente igual que mis gatos, cuando los mató ese perro. No tuve fuerzas para sentir pena por ellos, sólo los enterré y me obligué a pensar en otra cosa. Sólo quiero golpear. Es el odio. Es lo único que tengo, pero no es poco. Y luego tengo a mi gato.