Iniciada

Justo antes de que la nave llegara a su destino, la iniciada Viran Farre del Aparato Político Imperial intentó disuadir por última vez a la adepta.

—Por favor, reconsidérelo, adepta Trevim.

Susurró las palabras, como si el sonido pudiera atravesar la docena de metros de termosfera entre la nave y la Lynx. No es que hubiera ninguna necesidad de gritar. El rostro de la adepta estaba, al igual que lo había estado durante las últimas cuatro horas, a escasos centímetros del suyo propio.

—Yo debería ser la que acompañara el intento de rescate.

La tercera persona en el tubo de pasajeros de la nave (que estaba diseñado para albergar a una sola persona, y sin muchos lujos) emitió un bufido, que le propulsó unos cuantos centímetros hacia la proa en la atmósfera cero de la nave.

—¿Acaso no se fía de mí, iniciada Farre? —dijo Barris con tono despreciativo.

El crudo énfasis que aplicó a su rango era típico de Barris. Él también era un iniciado, pero había alcanzado ese estatus a una edad mucho más temprana.

—No, no me fío. —Farre se giró hacia la adepta—. Este necio tiene tantas posibilidades de matar a la Emperatriz Infante como de ayudar en su rescate.

La adepta consiguió perder su mirada en el vacío, algo que constituía toda una hazaña en los dos metros cúbicos que compartían, incluso para una mujer muerta.

—Lo que no pareces entender, Farre —dijo la adepta Harper Trevim—, es que la existencia continuada de la Emperatriz es secundaria.

—¡Adepta! —siseó Farre.

—¿Debo recordarte que servimos al Emperador Elevado, no a su hermana? —dijo Trevim.

—Yo juré lealtad a la corona —respondió Farre.

—Dadas las circunstancias, es altamente improbable que la Emperatriz llegue a llevar esa corona.

La adepta miró directamente a Farre con la fría mirada de los Elevados.

—Pronto podría incluso no tener una cabeza en que llevarla —apostilló el siempre terrible Barris.

Incluso la adepta Trevim permitió que una expresión de desagrado cruzara su rostro. Le habló directamente a Farre, su voz afilada como agujas en los estrechos confines de la nave.

—Entiende esto: el Secreto del Emperador es más importante que la vida del Emperador.

Farre y Barris se estremecieron. Incluso la simple mención del Secreto era dolorosa. Los iniciados todavía estaban vivos, dos de los pocos miles de miembros vivos del Aparato Político. Solo largos meses de entrenamiento de aversión y empujones al suicidio hacían aceptable que supieran lo que sabían.

Trevim, muerta cincuenta años y elevada, podía hablar del Secreto con mayor facilidad. Pero había alcanzado el nivel de adepta del Aparato cuando todavía estaba viva, y el entrenamiento nunca moría; los dientes de la anciana estaban apretados con esfuerzo denodado mientras continuaba. Se decía entre los cálidos que los elevados no sentían ningún dolor, pero Farre sabía que no era cierto.

—La Emperatriz se encuentra en una situación doblemente peligrosa. Si resulta herida y un doctor la examina, podría descubrirse el Secreto. Confío en que el iniciado Barris se ocupará de esa situación, en caso de que se dé.

Farre abrió la boca, pero no salió ninguna palabra de ella. El entrenamiento del Aparato rugía en su interior, ahogando sus pensamientos, su voluntad. Una mención tan directa al Secreto siempre hacía que su mente diera vueltas. La adepta Trevim la había silenciado con tanta seguridad como si la nave se hubiera descomprimido de repente.

—Creo que me he expresado con claridad, iniciada —concluyó la adepta—. Eres demasiado pura para este mundo tempestuoso, tu disciplina está demasiado arraigada. El iniciado Barris no es adecuado para compartir tu rango, pero llevará a cabo este trabajo con la mente despejada.

Barris empezó a farfullar, pero la adepta le hizo callar con una mirada gélida.

—Además, Farre —añadió Trevim sonriendo—, eres demasiado mayor para ser un soldado orbital.

En ese momento se sintió en la nave la sacudida del ensamblaje, y los tres no volvieron a susurrar ni una palabra.