Capitán
El capitán Laurent Zai desvió la mirada de la pantalla de aire y la centró en la pintura ancestral que cubría la pared posterior.
Tres por dos metros. La obra de arte cubría una de las mamparas de su cabina. Apenas reflejaba la luz, solo una luminiscencia fantasmal, tan azabache como si el casco de la fragata hubiera desaparecido repentinamente, dejando un agujero abriéndose al vacío exterior. La había pintado su abuelo, Astor Zai, veinte años después de la muerte del viejo patriarca y justo antes de iniciar el primero de muchos peregrinajes. Al igual que la mayoría de los ancestros vadanos, estaba compuesta con pinturas caseras: pigmentos de piedras negras pulverizadas mezcladas con médula de animales y con las claras de huevos de pollo. A lo largo de las décadas, la clara de huevo afloraba a la superficie de las pinturas negras vadanas, dándoles ese brillo lustroso. La pintura resplandecía suavemente, como si estuviera marcada por una fina capa de escarcha en una mañana fría y cubierta de rocío.
Por lo demás, el rectángulo no tenía ningún rasgo visible.
Los muertos no compartían esta opinión. Decían que podían ver las pinceladas, las capas de pintura base y pintura, y más que eso. Podían ver personajes, argumentos, lugares, sueños enteros pintados en la negrura. Como imágenes en las hojas del té o en una bola de cristal. Pero los muertos aseguraban que leer la pintura no era ningún truco, sino simple significación, con la misma magia que una línea de texto que evoca una imagen en la mente del lector.
Sencillamente, las mentes de los vivos estaban demasiado abarrotadas como para interpretar un lienzo tan puro.
Zai no podía ver nada. Por supuesto, la ausencia de comprensión era un signo con su propio significado: de momento, seguía estando vivo.
En visión secundaria, flotando ante el cuadro, estaban las órdenes de la Armada. El sello del Emperador latía con la luz roja de su trama de autenticidad fractal, como un escudo de armas decorado con ascuas vivas. La forma era familiar, el idioma tradicional, pero a su forma las órdenes eran tan inescrutables como el rectángulo negro pintado por su antepasado.
Zai borró las órdenes del aire.
—Entre.
Su oficial ejecutiva entró y Zai señaló con la mano su silla al otro lado de la mesa de la pantalla de aire. Se sentó dándole la espalda al cuadro y con expresión reservada y casi tímida. El equipo de Zai parecía reacio a mirarle a los ojos desde que había rechazado la daga de error. ¿Se avergonzaban de él? Seguro que Katherie Hobbes no. Era leal hasta la muerte.
—Nuevas órdenes —dijo el capitán Zai—. Y algo más.
—¿Sí, señor?
—Una absolución imperial.
Por un momento, la habitual rígida compostura de Hobbes le falló. Aferró los brazos de la silla, boquiabierta.
—¿Se encuentra bien, Hobbes? —preguntó Zai.
—Por supuesto, señor —atinó a decir—. De hecho, me… me alegro mucho, capitán.
—No se precipite.
Su expresión permaneció confusa por un momento y entonces cambió a la certeza.
—Se lo merece, señor. Hizo bien al rechazar la hoja. El Emperador simplemente ha reconocido la verdad. Nada de esto fue su…
—Hobbes —interrumpió él—. La misericordia del Emperador no es tan compasiva como piensa. Eche un vistazo.
Zai reactivó la pantalla de aire. Ahora mostraba el sistema de Legis: la Lynx en órbita alrededor de XV, el vector superior de la nave de combate rix aproximándose. A Hobbes solo le costó unos segundos darse cuenta de la situación.
—Un segundo ataque a Legis, señor —dijo—. Esta vez con más capacidad ofensiva.
—Mucha más capacidad ofensiva, Hobbes.
—Pero no tiene sentido, capitán. Los rix ya han capturado el planeta. ¿Por qué iba a atacar a su propia mente?
Zai no respondió, dándole a su oficial ejecutiva tiempo para pensar. Necesitaba que confirmaran su propia sospecha.
—¿Su análisis, Hobbes?
Ella se tomó más tiempo, haciendo aparecer más iconográficos en la pantalla de aire a medida que realizaba cálculos con la mente artificial de la Lynx.
—Quizás esta era una fuerza de apoyo, señor, en caso de que la situación en tierra fuera todavía dudosa. Una nave poderosa para respaldar a los intrusos si no tenían un éxito completo —dijo barajando las posibilidades—. O, más probablemente, es una fuerza de reconocimiento para descubrir si el asalto ha funcionado.
—¿En cuyo caso?
—Cuando el oficial rix contacte con la mente compuesta y sepa que se ha propagado con éxito por todo el planeta, se retirarán.
—Entonces, en cuanto a la disposición de la Lynx, ¿cuál sería su recomendación táctica? —preguntó Zai.
Hobbes se encogió, como si fuese obvio.
—Permanecer cerca de Legis XV, señor. Con la Lynx respaldando las defensas planetarias, deberíamos tener suficiente capacidad ofensiva para evitar que una nave de combate provoque ningún daño en Legis, si esa es su misión, que probablemente no lo es. Lo más probable es que los rix sigan su camino cuando comprueben que el asalto ha tenido éxito. Eso les adentrará aún más en el Imperio. Podríamos intentar seguirles. Al diez por ciento o así de la constante, será difícil para la Lynx alcanzarles desde punto muerto, pero un robot de persecución podría conseguirlo a corto plazo.
Zai asintió. Como siempre, el pensamiento de Hobbes era, a grandes rasgos, paralelo al suyo propio.
Hasta que leyó las órdenes a la Lynx, claro.
—Nos han ordenado atacar a la nave de combate, Hobbes.
Ella se limitó a parpadear.
—¿Atacar, señor?
—Para interceptarla lo más lejos que nos sea posible. Fuera del alcance de las defensas planetarias, en todo caso, en un intento por dañar la red de comunicaciones de los rix. Debemos evitar que la nave rix contacte con la mente compuesta.
—Una fragata contra una nave de combate —protestó Hobbes—. Pero señor, eso es…
Su boca se movió, pero no emitió ningún sonido.
—Suicidio —acabó él la frase.
Ella asintió lentamente, mirando intensamente los espirales coloreados de la pantalla de aire. Pese a toda la rapidez con la que Hobbes se había hecho con las facetas tácticas de la situación, los políticos parecían haberla dejado sin habla.
—Considere esto como un asunto de inteligencia, Hobbes —dijo Zai—. Nunca hemos tenido una mente compuesta propagada completamente en un mundo imperial. Lo sabe todo sobre Legis. Podría revelar más sobre nuestra tecnología y cultura de lo que el Aparato quiere que los rix conozcan. O…
Hobbes le miró a los ojos, aún impresionada y en silencio.
—O —continuó él— la Lynx podría haber sido elegida para sufrir el sacrificio que yo no he querido llevar a cabo.
Ya estaba. Lo había dicho en voz alta. La idea que le había estado torturando desde que había recibido el perdón y las órdenes, las dos misivas emparejadas para llegar y ser leídas a la vez, como si quisieran indicar que ninguna podía ser comprendida sin la otra.
Vio su propia angustia reflejada en el rostro de Hobbes. No había otra interpretación posible.
El capitán Laurent Zai, elevado, había condenado a su nave y su tripulación, les había arrastrado hasta aquí con su miserable ser.
Zai apartó la mirada de la estupefacta Hobbes e intentó comprender lo que sentía ahora que había expresado sus pensamientos en voz alta. Era difícil decirlo. Tras la tensión del rescate, las amargas cenizas de la derrota y la euforia de rechazar el suicidio, sus emociones estaban demasiado raídas para seguir adelante. Ya se sentía muerto.
—Señor —empezó por fin Hobbes—. Esta tripulación le servirá, seguirá cualquier orden. La Lynx está lista para…
Volvió a fallarle la voz.
—¿Morir en batalla?
Hobbes respiró hondo.
—Para servir al Emperador y a su capitán, señor.
Los ojos de Katherie Hobbes brillaron al pronunciar estas palabras.
Laurent Zai esperó educadamente a que se recompusiera. Pero entonces murmuró las palabras que tenía que decir.
—Debería haberme matado.
—No, capitán. No cometió ninguna falta.
—La tradición no observa la cuestión de la culpa, Katherie. Se trata de responsabilidad. Yo soy el capitán. Yo ordené el rescate. Por tradición, era mi Error de Sangre.
Hobbes volvió a mover la boca, pero Zai había elegido las palabras adecuadas para adelantarse a sus argumentos. En cuestiones de tradición, él, un vadano, era su mentor. En el mundo utópico del que ella procedía, ni siquiera un ciudadano entre un millón se hacía soldado. En la familia de Zai, uno de cada tres hombres había muerto en combate en los últimos cinco siglos.
—Señor, no estará pensando en…
Él suspiró. Por supuesto, era una posibilidad. El perdón no le impedía acabar con su propia vida. El acto podría incluso salvar la Lynx; no sería la primera vez que la Armada cambia sus órdenes. Pero algo en Laurent Zai había cambiado. Pensaba que los hilos de la tradición y la obediencia que formaban su ser estaban fuertemente unidos. Pensaba que los rituales y los juramentos, el sacrificio de décadas al Ladrón Tiempo y los dictados de su educación habían alcanzado medidas críticas, formando una singularidad de propósito de la que no había huida posible. Sin embargo, resultaba que algo considerablemente delicado, algo que podía romperse con una sola palabra había puesto su lealtad, su honor y su sentido de sí mismo en su sitio.
«No», pensó para sí, y sonrió.
—Estoy pensando, Katherie, en regresar a Hogar.
Hobbes quedó muda ante esas palabras. Debía de haber estado preparándose para discutir con él, para volver a suplicarle que no se suicidara.
Se tomó un momento, dejando que el nuevo shock de la mujer remitiera, y se aclaró la garganta.
—Planeemos la forma de salvar a la Lynx, Hobbes.
Sus ojos aún brillantes se volvieron hacia la pantalla de aire y Zai vio cómo poco a poco se iba recomponiendo. Recordó lo que el sabio de guerra Anónimo 167 había dicho una vez: «Suficientes detalles tácticos distraerán la mente de la muerte de un niño, incluso de la muerte de un dios».
—Alta velocidad relativa —empezó Hobbes tras un instante—. Con un despliegue completo de complementos robóticos, diría yo. Configuración de casco estrecha. Y láseres estándar en las torretas primarias. Tendríamos una oportunidad, señor.
—¿Una oportunidad, Hobbes?
—Una oportunidad de luchar, señor.
Él asintió con la cabeza. Durante unos instantes tras recibir las órdenes, Laurent Zai se había preguntado si la tripulación seguiría aceptando sus órdenes. Había traicionado todos los dogmas de su educación. Quizás sería justo que su equipo le traicionara a él.
Pero no su oficial ejecutiva. Hobbes era una persona extraña, mitad utópica y mitad gris. Su rostro era un recordatorio de dicha condición: moldeado hasta una belleza arrebatadora por los legendarios cirujanos de su mundo hedonista, pero siempre amortajado con una expresión terriblemente seria. Normalmente seguía la tradición con la pasión del converso. Pero en ciertos momentos lo cuestionaba todo. Quizás, en este momento, el hueco entre ellos se había cerrado; la lealtad de ella y la traición de él, en la coyuntura del Imperio Elevado.
—Una oportunidad de luchar, dices.
—«¿Qué más puede pedir un soldado?», señor —dijo citando al sabio.
—¿Y el resto de la tripulación?
—Todos guerreros, señor.
Él asintió. Y esperó que tuviera razón.