Senadora

—Así que tenía razón.

Roger Niles había pronunciado estas palabras al menos cinco veces durante la última hora. Lo repetía con la apariencia vidriosa de alguien al que le acaban de comunicar la muerte inesperada de un amigo, haciendo las periódicas repeticiones necesarias para combatir nuevas andanadas de incredulidad.

—Pareces sorprendido —dijo Oxham.

—Deseaba equivocarme.

Estaban en el cubículo de Niles, la habitación más segura de todas sus oficinas senatoriales. Las angulosas espiras de los dispositivos de comunicaciones enrojecieron con la puesta de sol, empapando las ciudades insecto de sangre. Niles estaba a medias en fuga de datos, intentando predecir quiénes serían los otros miembros del Consejo de Guerra. Oxham quería estar prevenida acerca de las personalidades que la rodearían en el consejo, los programas y distritos electorales que estarían en él representados.

—Uno del Partido Lacayo —dijo Niles—. Probablemente no el viejo desdentado de Higgs. El Emperador elegirá a quien realmente tenga el control del Partido Lealista.

—Raz imPar Henders.

—¿Qué le hace decir eso? Está en su primer término.

—Y yo también. Es la nueva fuerza en la Lealtad.

—Su escaño ni siquiera es seguro.

—Puedo sentirlo, Roger.

Niles frunció el entrecejo, pero Oxham vio cómo sus dedos empezaban a titilar a medida que redirigía sus esfuerzos.

La senadora se concentró en sus propias reservas de datos sinestésicos, buscando en los canales de cotilleos del Forum y comités abiertos, los hilos de noticias y los motores de encuestas. Quería saber si su legislación, presentada y luego rápidamente retirada, había dejado algún rastro en el cuerpo político. En algún lugar en las hordas de analistas de medios, periodistas sensacionalistas y yonquis políticos alguien debía de haberse preguntado qué significado tenía esa extraña y enorme antología. Solo era cuestión de tiempo antes de que alguien con el interés y pericia suficientes decodificara la legislación, revelando la madeja de impuestos, derechos de retención y leyes.

Por supuesto, en unos cuantos días (posiblemente horas) se haría pública la noticia de la incursión de los rix. Con un poco de suerte la reordenación de poderes y alianzas, los bruscos cambios de los mercados y los recursos y el maremoto de datos de guerra harían sombra a cualquier comentario sobre su legislación. A Oxham le parecía bien. Una cosa era lanzar ataques al Emperador en tiempos de paz, y otra muy distinta era cuando el Imperio estaba amenazado, y otra aún más distinta era cuando formaba parte de su Consejo de Guerra. Y lo que era más importante, la joven senadora no quería que pareciese que su asiento en el consejo había sido comprado con la retirada de la legislación.

Al menos a ella no se lo había parecido así.

—Alguien del Eje de las Plagas —anunció Niles.

—¿Por qué, por todos los cielos?

—Puedo sentirlo —respondió él secamente.

Oxham sonrió. Tras treinta años de carrera juntos, Niles seguía detestando cada vez que ella hacía uso de su empatía. Ofendía a su sentido de la política como empresa humana, como la empresa humana. Niles aún pensaba que los retoños de implantes sinestésicos eran en cierta forma… superhumanos.

Pero ¿el Eje de las Plagas? Debía de estar de broma. El Imperio Elevado estaba dividido entre vivos y muertos, y el Eje de las Plagas era una especie de área gris en medio. Eran los portadores de antiguas enfermedades y defectos congénitos. Cuando hace muchos milenios la humanidad empezó a gobernar su propio destino genético, se seleccionaron muy pocos rasgos y se perdieron inevitablemente hordas de información. Los eugenistas se dieron cuenta demasiado tarde de que la mayoría de los rasgos «no deseables» contenían ventajas ocultas: las células hoz conferían resistencia a las enfermedades latentes; el autismo estaba inextricablemente unido a la genialidad; ciertos cánceres estabilizaban poblaciones enteras de formas que no eran completamente comprensibles. El Eje de las Plagas, humanos de la línea de gérmenes natural sujetos a todos los caprichos de la evolución, eran esenciales para mantener la limitada diversidad de una población sobremanipulada. Eran el control en el vasto experimento que era la humanidad imperial.

¿Pero una representación en el Consejo de Guerra? Oxham podía padecer su propia enfermedad, su propia locura, pero aún se estremecía ante la idea de la lepra.

La senadora observó la lista que Niles y ella habían confeccionado. Por tradición, el consejo tendría nueve miembros, incluyendo al Emperador. El equilibrio era la prioridad principal; para que el Senado delegara auténtico poder bélico al consejo, todas las facciones debían estar representadas. Los principales bloques de poder del Imperio eran relativamente fijos, pero las piezas individuales que encajarían en cada uno de los lugares de la mesa eran tan variables como naipes en una mano de póquer. La forma en que el Emperador rellenara esos huecos determinaría el curso de esta guerra.

Interrumpiendo estos pensamientos sonó una campanada en su audición secundaria, una poderosa señal que se abrió paso a través de todos los demás datos. Era una nota grave, el sonido firme e increíble del tubo más grande de un órgano de iglesia. Pero llevaba una espuma de frecuencias más altas: el aliento indistinto de un mar lejano, el aleteo de las alas de los pájaros, las notas perdidas de una orquesta afinando. El sonido era soberano, inconfundible.

—Llaman al Consejo —dijo Nara Oxham.

Pudo ver las capas de visión secundaria cayendo del rostro de Niles, con su atención centrándose lentamente en el aquí y ahora, como una criatura subterránea emergiendo a la poco familiar luz del sol.

Con su velo de datos apartado, Niles la observó a través de ojos límpidos y con su poderosa mente por una vez reflejada en su mirada. Habló cuidadosamente.

—Nara, ¿recuerda las masas?

Se refería a las masas de Vastedad, allá en sus primeras campañas, cuando finalmente había dejado el terror de la locura tras ella.

—Por supuesto, Roger. Las recuerdo.

A diferencia de la mayoría en el Imperio, los políticos de Vastedad nunca habían sido presa de los boletines de noticias. Allí la política era una especie de teatro callejero. Se discutían las cosas cara a cara en las densas ciudades, en el combate casa a casa de los desfiles callejeros, en reuniones en los sótanos y alrededor de fogatas en el parque. Debates, manifestaciones y riñas improvisadas eran el orden del día. Para escapar a su propio miedo a las masas de gente, Oxham había estado de acuerdo en pronunciar un discurso de nominación en un mitin político. Pero con perversidad premeditada, ese día suprimió su empatía solo parcialmente, retando a los demonios de su infancia a que la visitaran de nuevo. Al principio las irritantes mentes de la gente adquirieron su forma de siempre, una bestia masiva de ego y conflicto, una tormenta hambrienta que quería consumirla, incorporarla a su exceso iracundo de pasiones.

Pero Oxham se había hecho una persona adulta, su propio ego se había hecho más fuerte tras la barrera protectora de la droga de apatía. Con su imagen y su voz aumentadas por el sistema de retransmisión público, hizo callar a los antiguos demonios, cabalgó a la multitud como a un caballo salvaje, trabajó sus emociones con palabras, gestos e incluso el ritmo de su respiración. Ese día descubrió que en el otro lado del terror podía haber… poder.

Niles asintió; había visto cómo esos poderosos recuerdos cruzaban su rostro.

—Ahora estamos muy lejos de ellos, de esas multitudes. En la hipocresía de este palacio es fácil olvidar el mundo real que viniste a representar.

—No lo he olvidado, Roger. Recuerda que no he estado despierta tanto como tú. Para mí solo han pasado dos años, no diez.

El hombre se llevó una mano al pelo cano con una sonrisa en la cara.

—Entonces simplemente recuerda —dijo—. Tus astutos espirales de legislación representarán ahora actos de guerra: se llevará a cabo violencia y se perderán vidas en el nombre de cada decisión que tomes.

—Por supuesto, Roger. Tienes que entender que la frontera rix no está tan lejos como todo eso. No para mí.

Él frunció el entrecejo. No le había contado a nadie, ni siquiera a Niles, su aventura con Laurent Zai. Había parecido algo tan breve y repentino… Y ahora, en el marco de referencia de Niles, estaba a más de diez años en el tiempo.

—Alguien muy próximo a mí está allí, Niles. Está en el frente. Le tendré a él en mente como sustituto de todas esas vidas distantes y amenazadas.

Los ojos de Roger Niles se estrecharon, con su amplia frente surcada de arrugas por la sorpresa. Su poderosa mente debía estar buscando a quién se refería. Oxham se alegró de saber que todavía podía guardar algunos secretos de su consejero jefe. Se alegró también de no habérselo dicho a nadie; el romance era únicamente suyo y de Laurent.

La senadora Nara Oxham se levantó. El sonido de la convocación imperial no se había desvanecido totalmente de su audición secundaria; resonaba como la campanada de una campana gigante vibrando hasta la perpetuidad. Oxham se preguntó si se haría más alto en caso de que no respondiera a la llamada.

El rostro de Niles se tornó distante una vez más, inmerso en los datos. Oxham sabía que cuando se fuera le daría vueltas a sus palabras y sondearía el vasto almacén de su tesoro de datos para descubrir a quién se refería. Y que acabaña por descubrir a Laurent Zai.

Y entonces se le ocurrió que su amante podía estar ya muerto.

—Me llevo tus preocupaciones conmigo, Roger. Esta guerra es muy real.

—Gracias, senadora. Vastedad tiene su confianza puesta en usted.

La vieja frase ritual con la que se investía a los senadores antes de abandonar Vastedad por cincuenta años. Niles la pronunció tan tristemente que ella se volvió a observarle otra vez. Pero el velo ya había vuelto a caer sobre él. Había descendido a su retiro virtual, buscando en todo un imperio de datos la respuesta a… la guerra.

Por un momento pareció pequeño y desamparado bajo su enorme equipamiento, con todo el peso del Imperio sobre él, y ella se detuvo en la puerta. Tenía que enseñárselo, dejar que Niles viera la prueba de amor que llevaba.

—Roger.

Oxham sostuvo en su mano un pequeño objeto negro marcado con circuitos amarillos. Un mando a distancia de un solo uso, codificado con un mensaje Urgente Senatorial. Estaba marcado con su privilegio personal (la mayor prioridad de transmisión en el enredo del Imperio, una encriptación única, sellado bajo Pena de Sangre) y adaptado a su ADN, su perfil de feromonas y su impresión vocal.

Niles miró el objeto enfocando lentamente. Había captado su atención.

—Es posible que utilice esto cuando esté sentada en el Consejo de Guerra. ¿Funcionará desde el Palacio de Diamantes?

—Sí. Legalmente hablando, el ámbito senatorial se extiende desde el Forum hasta el lugar en el que se encuentre, junto con una manipulación nanométrica.

Ella sonrió, visualizando esta barroca ficción legal.

—¿Cuánto tiempo tardará el mensaje en llegar a Legis XV?

Sus cejas se alzaron ante el nombre del planeta. Ahora sabía que su amante estaba realmente en el frente.

—¿Cómo de largo es el mensaje?

—Una palabra.

Niles asintió.

—Las comunicaciones intrincadas son instantáneas, pero a no ser que los paquetes de quantum compartidos que utilice el receptor fueran transportados físicamente desde Hogar…

—Lo fueron.

—Entonces está…

—En una nave de combate.

—En ese caso, no tardará nada. —Niles hizo una pausa, buscando alguna señal de sus intenciones en los ojos de Oxham—. ¿Puedo preguntar cuál es el mensaje?

—No —respondió ella.