Senadora
Esta vez el viaje hasta el Palacio de Diamantes fue a través de un túnel, una ruta cuya existencia desconocía la senadora Oxham. El viaje duró unos segundos; la aceleración registrada por su oído medio parecía insuficiente para la distancia.
Oxham se encontró frente a un joven aspirante del Aparato Político. Su uniforme negro crujía (cuero nuevo) a medida que atravesaban el amplio corredor. Aunque su apatía estaba en su nivel más bajo para dar rienda suelta a sus habilidades en la primera sesión del consejo, no sintió nada del aspirante. Debía de haber sido especialmente susceptible al condicionamiento del Aparato. Quizás le habían elegido precisamente por ese motivo. Su mente estaba tangiblemente desierta; solo sintió harapos de voluntad, los fríos restos de un bosque reducido a cenizas.
Se alegró de llegar a la cámara del consejo, aunque solo fuera para escapar de la fría sombra de la ausencia psíquica del hombre.
La cámara del Consejo de Guerra, al igual que la mayoría de habitaciones del Palacio de Diamantes, estaba formada por carbono estructurado. Tejidas en las cristalinas paredes del palacio había proyectores de pantallas de aire, dispositivos de grabación y una imperialmente inmensa reserva de datos. Se rumoreaba que había surgido una entidad de agencia limitada dentro de los procesadores expansivos de la estructura, un tipo de mente compuesta menor que el Emperador permitía. El palacio abundaba en dispositivos e inteligencia, y estaba infundido por el misticismo que resulta de ser el centro de un poder increíble, pero su suelo tenía una solidez mineral bajo los pies de la senadora Oxham. Era simple como la piedra.
Fue la última en llegar. Los otros esperaron en silencio mientras tomaba asiento.
La cámara era pequeña comparada con los otros espacios imperiales que Oxham había visto. No había jardines, ni altas columnas, ni fauna salvaje o trucos de gravedad. Ni siquiera una mesa. Había un foso profundo y circular cortado en el suelo cristalino, y los nueve consejeros se sentaban frente a él, igual que una cábala de media noche reunida en torno a una fuente abandonada. El suelo del foso no era del mimo hipercarbono que el resto del palacio. Era opaco, un asta perlada y blanquecina.
Había una simplicidad en la decoración que Oxham no pudo por menos que admirar.
Sus sentidos secundarios artificiales habían quedado anulados al acercarse a la cámara; ahora estaba aislada del ronroneo de los boletines de noticias y la política, comunicaciones y capas de datos. Mientras se sentaba la senadora se sorprendió ante el repentino silencio que era la ausencia de llamadas, el tono grave de su cabeza por fin se extinguió completamente.
—El Consejo de Guerra está en sesión —anunció el Emperador.
Los ojos de Oxham se posaron en los miembros del consejo y descubrió que las predicciones de Niles habían sido muy precisas, como siempre. Había un consejero presente de cada uno de los cuatro partidos principales, incluyéndose a sí misma. Tenía razón acerca de Raz imPar Henders representando a la Lealtad. Los consejeros de los partidos Utópico y Expansionista eran los que había predicho Niles. Y su predicción más salvaje también había resultado ser correcta: un enviado del Eje de la Plaga, con su género oculto por el traje biológico necesario, se sentaba en un solitario extremo del círculo.
Los dos consejeros muertos eran también militares, como siempre. Una almirante y un general. El comodín, como Niles llamaba al asiento tradicionalmente apolítico y civil del consejo, se lo llevaba la magnate de la propiedad intelectual Ax Milnk. Oxham nunca la había visto en persona; la increíble y extraordinaria riqueza de la mujer la mantenían en un útero constante de seguridad, normalmente en una de sus lunas privadas alrededor del planeta hermano de Hogar, Vergüenza. Oxham sintió la incomodidad de Milnk al ser apartada de su séquito habitual de guardaespaldas. Un miedo injustificado: el Palacio de Diamantes era más seguro que la tumba.
—Para ser absolutamente preciso —dijo el general muerto— todavía no somos un consejo de guerra propiamente dicho. El Senado ni siquiera conoce de nuestra existencia todavía. Ahora actuamos únicamente con los poderes ordinarios del Emperador Elevado: control de la Armada, del Aparato y de la Herencia Viva.
Poder suficiente, pensó Oxham. El ejército, los políticos y la insondable riqueza de la Herencia Viva, las propiedades acumuladas de aquellos que habían sido elevados y que recibía el Emperador en herencia como costumbre. Una de las fuerzas propulsoras del rampante capitalismo de los Ochenta Mundos era que los muy ricos eran casi siempre elevados. Otra era que la siguiente generación tenía que empezar de cero: la herencia era para las clases bajas.
—Estoy seguro de que una vez el Senado sea informado de estas depredaciones rix se nos concederá estatus pleno —dijo Raz imPar Henders cumpliendo con su función de lacayo.
Entonó las palabras como si fuesen una oración, como el no muy inteligente procurador de un pueblo reafirmando el cielo a su rebaño. Oxham tuvo que recordarse que no debía subestimarle. En las últimas sesiones había sentido que el senador Henders había empezado a adquirir control del Partido Lealista, a pesar de que apenas había alcanzado la mitad de su primera legislatura. Su planeta ni siquiera tenía un escaño asegurado, cambiando entre representantes secularistas y lealistas durante los últimos tres siglos. Debía de ser un estratega brillante, o un favorito del Emperador. Por su naturaleza, el lealista era un partido de la vieja guardia, regido por las serias tradiciones de la sucesión. Henders era una anomalía a la que había que vigilar cuidadosamente.
—Quizás deberíamos dejar la cuestión de nuestro estado al Senado —dijo Oxham. Sus temerarias palabras provocaron la sorpresa de Henders. Oxham dejó que se asentaran las ondas de su aseveración y añadió—: Como es la tradición.
Ante sus últimas palabras, Henders asintió reflexivamente.
—Cierto —añadió el Emperador Elevado, con una sonrisa jugando en los sutiles músculos que rodeaban su boca. Tras siglos de poder absoluto, Su Majestad debía de estar disfrutando la tensión de esta mezcla—. Es posible que nos hayamos expresado mal. El Consejo de Guerra Provisional está en sesión, pues.
Henders se agitó visiblemente. Por muy buen político que fuera, se le leía con toda facilidad. Se había enojado con el intercambio de opiniones; no podía soportar oír que se contradijeran las palabras de El Elevado, incluso en cuestiones técnicas.
—El Senado nos ratificará con prontitud en cuanto conozcan lo que ha ocurrido en Legis XV —dijo fríamente.
Nara Oxham sintió cómo contenía la respiración. Aquí estaban, noticias del intento de rescate. El placer de poner nervioso a Henders se esfumó, reducido a la ansiedad indefensa de una sala de espera de hospital. Su percepción se centró en el rostro del gris general que había hablado. Escrutó su rostro pálido y frío en busca de pruebas, pero su empatía era prácticamente inútil con este hombre viejo y carente de vida.
Niles tenía razón. Esto no era un juego. Eran vidas salvadas o perdidas.
—Hace tres horas —continuó el general muerto— recibimos confirmación de que la emperatriz Anastasia fue asesinada a sangre fría por sus captores, a pesar de que había llegado la ayuda.
La habitación quedó en silencio. Oxham sintió su pulso latir en la sien, con su propia reacción reforzada por las fuerzas empáticas de la habitación. El horror visceral del senador Henders atravesó a Nara. El miedo reflexivo de Ax Milnk a la inestabilidad y el caos brotó en ella en forma de pánico. Igual que si estuviera masticando cristales, Nara experimentó el sombrío dolor del general recordando antiguas batallas. Y por toda la habitación un estremecimiento soberano similar a un gran huracán acercándose; el grupo dándose cuenta de que final, irrevocable y ciertamente iba a haber una guerra.
Y cuando se despertó del sueño frío, Oxham se sintió abrumada por las emociones que la rodeaban. Se sintió arrastrada de nuevo a la locura, al caos deforme de la mente grupal. Incluso las voces de los miles de millones de la capital se entrometieron; los gritos de ruido blanco de los políticos y comerciantes sin freno, el metal crudo y chirriante de la tormenta mental de la ciudad; todo ello amenazó con absorberla.
Sus dedos se dirigieron temblorosos al brazalete de apatía, administrando una dosis de la droga. El siseo familiar de la inyección transdérmico la calmó, un tótem al que agarrarse hasta que el supresor de empatía surgiera efecto. La droga actuó rápidamente. Sintió cómo la realidad regresaba rápidamente a la habitación, sustituyendo a los demonios internos a medida que se atenuaba su habilidad. El increíble y sombrío silencio regresó.
La almirante muerta estaba hablando, proporcionando detalles sobre el intento de rescate. Tropas descendiendo en sus veloces naves de inserción, un tiroteo extendiéndose por todo el palacio, y una última soldado rix simulando estar muerta, matando a la Emperadora Infante cuando la batalla ya estaba ganada.
Las palabras no significaban nada para Nara Oxham. Lo único que sabía era que su amante era hombre muerto, condenado por un Error de Sangre. Arreglaría sus asuntos, prepararía a su tripulación para su muerte y entonces introduciría una roma hoja ceremonial en su vientre. El poder de la tradición, la implacable obsesión de la cultura gris y su propio sentido del honor le apremiarían a ejecutar el acto.
Oxham extrajo el mando a distancia del mensaje del bolsillo de su manga. Sintió su diminuta boca mordisqueando su palma, saboreando el sudor y la carne. Verificando su identidad, emitió un zumbido de aprobación. Nara presionó el dispositivo contra su garganta sin ser observada mientras el consejo escuchaba a la monótona almirante.
—Enviar —dijo en el umbral entre la voz y el susurro.
El dispositivo vibró con vida por un momento y luego quedó quieto, cumplida su misión.
Imaginó el pequeño paquete de información evitando las fronteras de su ámbito, inviolado a medida que pasaba por las brillantes caras del palacio. Entonces se sumergiría en el torrente de la infraestructura de la capital, un insecto caminando sobre el agua y dominando un río salvaje. Pero el paquete poseía privilegio senatorial; dispondría de prioridad absoluta, dejando atrás la cola de transmisiones intramundo, revoloteando por la red de repetidores, tan veloz como un decreto imperial.
El mensaje llegaría a una instalación enterrada en algún lugar bajo kilómetros de plomo, un almacén de semipartículas cuyas gemelas esperaban en naves imperiales, o habían sido transportadas por naves cercanas a la velocidad de la luz a otros planetas del reino. Con precisión increíble, ciertos fotones suspendidos en un despliegue débilmente interactivo caerían impulsados de su estado coherente a la seguridad de la medida. Y a diez años luz de distancia, sus equivalentes en la Lynx reaccionarían, cayendo también del filo del cuchillo. El patrón de este cambio, el juego de posiciones en el orden descompuesto, enviarían un mensaje a la Lynx.
Llega a tiempo, le susurró a la misiva.
La senadora Nara Oxham se forzó a volver a prestar atención a los fríos niveles de la cámara del consejo y alejó con dificultad todo pensamiento de Laurent Zai de su mente.
Tenía una guerra que llevar a cabo.