Senadora
Se despertó sin cordura.
El hielo temporal la liberó rápidamente. El entramado de diminutos campos estáticos entrelazados se deshizo y el tiempo se apresuró a regresar a su cuerpo como agua a través de una presa que se desmorona repentinamente, inundando un valle al que se le había negado durante mucho tiempo. Su mente se hizo consciente, emergiendo como siempre lo hacía del frío sueño, cruda y desprotegida de la furiosa tormenta mental de la ciudad.
Se despertó a la locura.
En estos momentos expuestos, la capital gritaba en su cerebro. Sus miles de millones de mentes rugían, bullían, chillaban como un grupo de gaviotas abalanzándose sobre el cuerpo muerto de alguna criatura gigante expuesto en la playa, luchando entre ellas mientras desgarraban su gran hallazgo. Pero, incluso en su locura, conocía la fuente de los gritos físicos: la criatura podrida era el Imperio; el gran coro de voces entusiastas eran la miríada de luchas por el poder y prestigio que animaban la capital imperial. El ruido de estos concursos retumbaba a través de ella, suprimiendo momentáneamente cualquier sentido propio, con su identidad convertida en un solitario montañero atrapado en una avalancha.
Entonces oyó cómo su brazalete de apatía iniciaba su secuencia de inyección, el tranquilizador silbido audible incluso a través de la inundación de sonidos. Sus habilidades empáticas empezaron a disminuir bajo la influencia de la droga. Las voces se desvanecieron, y reapareció su sensación de identidad.
La mujer recordó quién era, nombres de su infancia derramándose de su mente. Naraya, Naya, Nana. Y luego los títulos de su vida adulta. Doctora Nana Oxham. Electa Oxham de la Asamblea de Vastedad. Su Excelencia Nara Oxham, representante del gobierno de Su Majestad por parte del planeta Vastedad. Senadora Nara Oxham, látigo del Partido Secularista.
Popularmente conocida como la Senadora Loca.
A medida que el aullido psíquico fue remitiendo, Oxham se armó de valor y se concentró en la ciudad, escuchando cuidadosamente su tono y carácter a medida que se iba apagando. Aquí en Hogar siempre se sentía amenazada por el sonido de las voces, el salvaje y psíquico ruido que la había confinado a un asilo durante la mayor parte de sus años de infancia. Pero a veces, mientras la droga de apatía se introducía en sus venas, en ese momento transitorio entre locura y cordura, Nara podía encontrarle sentido, podía capturar unas cuantas notas de la música caótica que interpretaba la capital. Era una habilidad útil para una política.
El sonido de los políticos del Imperio Elevado era de preocupación hoy, oyó. Algo se estaba fusionando, como una orquesta fundiéndose en una sola nota. Intentó concentrarse, preparar su mente para cargar con la música de la inquietud. Pero entonces su empatía desapareció, extinguida por la droga.
Su locura estaba, de momento, curada, y permaneció sorda al lamento de la ciudad.
La senadora Nara Oxham respiró profundamente y flexionó sus músculos agarrotados. Se sentó en la cama fría y abrió los ojos.
Era por la mañana. El cielo era salmón y el sol naranja a través de la burbuja del ático; las facetas del Palacio de Diamantes parecían teñidas de sangre. La burbuja silenciaba la capital, con su carbono transparente apenas temblando al paso de los helicópteros. Pero la ciudad todavía zumbaba, retazos de movimiento y luces parpadeantes titilando ante su vista, distantes coches aéreos desdibujando el aire como nubes de mosquitos o de calor en el desierto. Extrañamente, sentía los ojos limpios, como si solo los hubiera cerrado un momento.
Un momento que había durado…
La fecha aparecía en la gran pantalla de la pared del dormitorio. Habían pasado tres de los cortos meses de Hogar desde que había entrado en el sueño frío. Era sorprendente y alarmante. Normalmente los periodos de estancamiento senatoriales duraban medio año.
Eso quería decir que algo importante ocurría. El desconcertante sonido que Oxham había oído en el umbral de su locura regresó. Evocó los estados de ánimo de sus colegas. La mayoría ya estaban animados, el resto estaban llegando mientras observaba. Estaban despertando a todo el Senado por una razón especial.
La senadora Nara Oxham sintió cómo una reafirmante capa de política la rodeaba a medida que cruzaba el ámbito senatorial, al final de los escalones del Foro, ahogando la ansiedad informe que había sentido al salir del sueño frío.
En una esquina de su sistema auditivo registró el ronroneo del filibustero de Propiedad Intelectual Heredada. El filibustero, en su década ochenta y siete, era tan calmado y atemporal (y tan carente de sentido, suponía la senadora Oxham) como el rugido de un océano lejano. Mucho más allá, en el espacio lleno de eco del audio secundario, notó pesadas reuniones de comités, estridentes conferencias con los medios de comunicación, la energía con aires de superioridad de una reunión de un grupo del Partido Lealista. Y, por supuesto, fácilmente distinguible por su resonancia soberana, el debate en el Gran Foro.
Parpadeó, y una tercera frecuencia más baja le informó de que el senador Puram Drexler tenía la palabra, Una pequeña esquina de su vista sinestésica mostró su rostro, sus familiares y acuosos ojos grises y sus elaborados y líquidos rollos de carne que le colgaban de las mejillas. Se decía que Drexler, presidente del Senado (una posición figurativa), tenía más de doscientos cincuenta años, no Absolutos Imperiales, sin contar los años de criogenización y teniendo en cuenta su propio marco relativista. Pero su exquisito rostro curtido nunca le había parecido demasiado real. En Fatawa, planeta al que representaba en el Senado, la afectación quirúrgica de la edad estaba casi tan de moda como la de la juventud.
El anciano legislador aclaró su garganta indolentemente; el seco sonido fue tan enérgico y afilado como un puñado de gravilla cayendo lentamente sobre cristal.
A medida que subía los escalones del Foro, la senadora Oxham juntó las yemas de los dedos de su mano izquierda, señal para sus cuidadores de que la recogieran. El resto de voces de la infraestructura del Senado perecieron mientras el jefe de su personal repasaba el orden del día con ella.
—¿Dónde está Roger? —preguntó Oxham una vez hubieron confirmado la agenda.
Este ritual mañanero solía llevarlo a cabo Roger Niles, su consultor extraordinario. La ausencia de su voz familiar inquietó a Oxham, la llevó de vuelta a su anterior intranquilidad.
—Está en lo profundo, senadora —respondió su jefe de personal—. Ha estado en una fuga de análisis toda la mañana. Pero me dejó la petición de que le vea en persona cuando le sea posible.
La intranquilidad de la mañana la invadió de pleno. Niles era una criatura muy reservada; una reunión por su propia iniciativa solo significaba que había noticias serias.
—Ya veo —dijo Oxham sin expresión. Se preguntó qué era lo que había descubierto su viejo consultor—. Amplía mi sinestesia a su capacidad máxima.
Tras su orden, los datos aparecieron ante Oxham en vista y audio secundarios y terciarios, floreciendo en el remolino familiar de su configuración personal. Rótulos con nombres, que seguían un código de color según su afiliación y sus votos más recientes, pendían sobre los otros senadores a medida que iban subiendo los escalones; reacciones en tiempo real de polígrafos aplicados a los políticos se retardan en un ángulo de su visión, formando espirales huracanados que cambiaban con cada voto procesal; los últimos recuentos de cabezas de la inteligencia artificial de su partido creaban tonos en el umbral de su aparato auditivo; acordes suaves y consonantes para las enmiendas que iban a aprobarse, intervalos duros y disonantes para las que perdían apoyo. Nara Oxham respiró en este clamor como un pasajero en alta mar que subiera a la cubierta para buscar aire fresco. Este momento en el límite del Poder, antes de sumergirse y perderse, restableció su confianza. La actividad reafirmante de la política le proporcionó a Nara lo que a otros les proporcionaba escalar montañas o la violencia incipiente o el placer del primer cigarrillo antes de vestirse.
La senadora sonrió y se dirigió a sus oficinas.
Nara Oxham a menudo se preguntaba cómo había sido posible la política antes de la vista secundaria. Sin sinestesia inducida, la intrusión de la vista en los otros centros cerebrales, ¿cómo absorbía la mente humana los datos necesarios? Podía imaginar realizar ciertas actividades en las que uno podía concentrarse en una sola imagen sin sinestesia (pilotar una nave, el comercio del día a día, la cirugía), pero no en la política. Las capas independientes de visión, la capacidad de rellenar tres campos visuales y dos auditivos con datos, eran una metáfora perfecta para la política. Las cuentas y balances, los distritos electorales en competencia, las capas de poder, el dinero y la retórica. Pese a que el proceso médico que lo hacía posible provocaba extraños resultados mentales en uno de cada diez mil recipientes (la misma empatía de Oxham era una de esas reacciones), no podía imaginar el mundo político (gloriosamente multipista y tórrido) sin ello. Había probado las antiguas pantallas oculares presinestesia que cubrían la visión normal, pero le habían producido un pánico claustrofóbico. ¿Quién confiaría el Senado a un caballo con tapaojos?
La incomodidad que había sentido por la mañana volvió a asaltar a Nara. La sensación era familiar, pero remotamente, en el sentido de los olores antiguos y los déjà vu. Intentó ubicarla, comparando la sensación con su ansiedad antes de las elecciones, votos importantes del Senado o grandes fiestas celebradas en su honor. Nara Oxham recordaba esas aprensiones fácilmente. Vivía luchando contra ellas constantemente, capeando el temporal, dejándose tentar. Era una vieja amiga de la ansiedad, la hermana pobre de la locura que las drogas nunca podían hacer desaparecer del todo.
Pero la sensación actual era demasiado resbaladiza. No era capaz de encontrar la preocupación que la había originado. Comprobó su muñeca, donde el inyector dérmico parpadeaba alegremente en verde. No podía ser una llamarada de empatía, las drogas tomaban buena cuenta de ellas. Pero se parecía mucho.
Cuando llegó a sus oficinas pasó de largo los grupos de asistentes suplicantes y unos cuantos intrigantes esperanzados y se dirigió directamente al oscuro cubil de Roger Niles, en el centro de sus dominios. Nadie se atrevió a seguirla. Las puertas de su oficina se abrieron sin una palabra y ella las cruzó, retiró una pila de camisas limpias de la silla de invitados y se sentó.
—Estoy aquí —dijo.
Lo hizo con voz calmada, sabedora de que la inteligencia artificial de su interfaz le sacaría de la fuga de datos si sonaba impaciente. Era mejor dejar que regresara al mundo real a su propio ritmo.
Su rostro tenía la apariencia descuidada de una fuga profunda, pero sus cejas se alzaron en respuesta a sus palabras, creando arrugas en su amplia frente. Un dedo de su mano derecha se contrajo. Parecía demasiado pequeño para su escritorio, una monstruosidad circular de madera oscura que circundaba a Niles como algún tipo de máquina de asistencia vital. La senadora Oxham había descubierto hacía poco que sus numerosos cajones y casilleros solo contenían ropa, zapatos y unas cuantas raciones de emergencia sacadas por la fuerza a intrigantes militares. Roger Niles consideraba el hábito de volver a casa cada noche de una debilidad inexcusable.
—Algo malo, ¿verdad? —preguntó ella.
El dedo volvió a contraerse.
Niles parecía mayor. La senadora Oxham solo había estado en equilibrio tres meses, pero en esa breve ausencia una capa de gris había tocado las sienes de su ayudante. Su personal tenía derecho a pasar a criogenización durante sus descansos, pero Niles apenas lo hacía; prefería trabajar las décadas reales de su legislatura, envejeciendo ante sus ojos.
«La soledad del senador», pensó Oxham. El mundo se movía tan deprisa…
Se elegía a los senadores (o se les nombraba, o se competía, o se les compraba, lo que fuese costumbre en cada país) para términos de cincuenta años, medio siglo Imperial Absoluto de mandato. El Imperio Elevado era una bestia de lenta evolución. Los ochenta mundos habitados eran un área de treinta años luz de superficie, y las exigencias de la guerra, el comercio y las migraciones estaban limitadas por la exasperante lentitud de la velocidad de la luz. El Senado Imperial se constituía para adoptar una visión general; los sabios solían pasar el ochenta por ciento de su mandato en sueño de equilibrio mientras el universo seguía su curso. Tomaban decisiones con el desapego de las montañas que observaban cómo los ríos de sus faldas cambiaban su curso.
El planeta que Oxham representaba había cambiado de forma inevitable en su primera década de legislatura. Y el viaje a Hogar desde Vastedad había consumido cinco años Absolutos. Cuando regresara habrían pasado sesenta años totales, todos sus amigos estarían enfermos o muertos, sus tres sobrinos ya habrían alcanzado la treintena. Incluso Niles envejecía ante sus propios ojos. El Senado exigía mucho a sus miembros.
Pero el Ladrón Tiempo no podía robar a todo el mundo. Oxham había encontrado a alguien nuevo, un amante que era capitán de una nave, otra víctima de la dilación del tiempo. Aunque ahora se había ido, a años Absolutos de distancia, Oxham había comenzado a hacer coincidir sus sueños de equilibrio con su entramado relativista. El universo pasaba ante ellos a casi la misma velocidad. Cuando regresara, compartirían el mismo pasaje de años.
La senadora Oxham se reclinó en su silla y escuchó con la mitad de su mente el flujo de datos políticos que le llegaban a sus sentidos secundarios. Pero no tenía sentido hacer otra cosa más que esperar por Niles.
Desde el punto de vista político, la senadora Oxham era fundamentalmente distinta a su jefe o su personal. Era una holista; concebía el Senado como un organismo, un animal cuyas acciones podían ser domesticadas o al menos comprendidas. Niles, en el otro extremo, vivía bajo el dictado de que toda la política es local. Los detalles eran sus dioses.
La oficina estaba atestada con hardware que le mantenía conectado a los acontecimientos diarios de cada uno de los Ochenta Mundos. Disturbios por raciones en Mirzam. Bombardeos religiosos en Veridani. Las ofensivas y contragolpes de un millón de guerras, luchas étnicas y juicios mediáticos, todas mantenidas en tiempo real por un embrollo de comunicaciones. Los privilegios de senador le permitían controlar el funcionamiento interno de las agencias de noticias, consorcios financieros e incluso las misivas privadas de los suficientemente ricos como para enviar datos transluz. Y Niles podía abarcarlo todo con su magnífico cerebro. La senadora Oxham conocía a sus colegas como individuos y podía sentir los duros bordes de sus estúpidas vanidades y obsesiones, pero Roger Niles veía a los senadores como criaturas compuestas de datos, bancos de liquidaciones andantes que albergaban programas y presiones de sus mundos de origen.
Los dos permanecieron sentados en silencio durante unos minutos.
El dedo de Niles volvió a contraerse.
Nara se sentó de nuevo, a sabiendas de que esto podía llevar un buen tiempo. La habitación estaba oscura. Las columnas cristalinas del hardware parecían amenazantes ciudades de insectos hechas de cristal, quizás luciérnagas, pensó la senadora; los cristales estaban moteados por la luz del sol que se filtraba a través de diminutos agujeros de una cortina de polímeros inteligentes extendida a lo largo del techo de cristal.
Oxham miró hacia arriba con expresión irritada, y los agujeros milimétricos respondieron, dilatándose un poco. Ahora podía sentir el sol en sus manos, que extendió con las palmas hacia abajo, deleitándose en el frío metal del escritorio de Niles. A la luz, el rostro de su jefe de personal parecía tatuado con una fina trompe l'oeil.
Abrió los ojos.
—Guerra —dijo.
La senadora Nara Oxham sintió un escalofrío recorrer su espalda ante la mención de la palabra.
—Veo reducciones de impuestos en los mundos más alejados —dijo Niles, golpeando la parte derecha de su cabeza como si su cerebro fuese un mapa del Imperio—. Se está estimulando la economía de todos los sistemas a cuatro años luz o menos de la frontera con los rix, cortesía de El Elevado. Y el consejo político del Partido de Lacayos ha enterrado medidas paralelas en el acta de mantenimiento que llevan debatiendo toda la mañana.
—¿Es la guerra, o patrocinio como siempre? —preguntó Oxham dubitativamente.
El Emperador Elevado y el Senado aliviaban los impuestos por separado, con sus fuentes de ingresos tan cuidadosamente delineadas como el ámbito senatorial alrededor del edificio del Foro. Pero independientemente de lo separados que se suponía debían estar Corona y Gobierno, el Partido Lealista, fiel a su nombre, siempre seguía las indicaciones del Emperador. Especialmente si les ayudaba a conseguir votos. Tradicionalmente los lealistas eran fuertes en cualquier región alejada en la que hubiera otras culturas amenazadoramente cerca.
—Normalmente diría que es la limosna habitual para los fieles —respondió Niles—. Pero las regiones lealistas Central y Exterior no son parte de la dádiva. Por el contrario, esos extremos del Imperio están sufriendo seriamente. En las últimas doce horas he visto tributos honorarios más altos, futuros elevadísimos en títulos e indultos; incluso se están concediendo créditos imperiales de cien años. Todavía no se ha retirado el dinero, pero únicamente los militares podrían gastar cantidades de este tipo.
—Así que se está reforzando a la Armada y se están engordando las cuencas del Distrito Fronterizo —dijo Oxham.
Sonaba a guerra con los rix. Riquezas para fundar fuerzas militares y bienestar para las regiones amenazadas por represalias.
Su jefe de personal inclinó la cabeza, como si alguien estuviera susurrando en su oído.
—Esta mañana se han ajustado en tres puntos los futuros laborales de Fatawa. Tres. Probablemente se está reuniendo a los reservistas. No queda nadie para limpiar los suelos.
Oxham agitó la cabeza ante la locura del Emperador Elevado. Habían pasado ochenta años desde la Incursión Rix, ¿por qué provocarlos ahora? Aunque no eran numerosos, los rix eran innegablemente peligrosos. Las extrañas tecnologías que les concedían sus dioses de inteligencia artificial les convertían en los combatientes más letales a los que se había enfrentado el Imperio. Es más, una guerra con ellos nunca era un buen negocio. Apenas poseían nada que mereciera la pena tomar, pues no habitaban ningún planeta propio. Plantaban mentes compuestas y seguían adelante. Eran las esporas de los seres planetarios que adoraban, más un culto que una cultura. Pero cuando se les hería, se aseguraban de infligir otra herida en venganza.
—¿Por qué querría el Emperador Elevado iniciar otra guerra con los rix? —se preguntó en voz alta—. ¿Hay alguna prueba de algún ataque reciente?
Oxham maldijo en silencio el secretismo del estado imperial, que raramente permitía al gobierno senatorial acceder a inteligencia militar detallada. ¿Qué estaba pasando ahí afuera, en esa negrura distante? Tembló por un momento, pensando en un hombre en particular que estaría en el camino del peligro. Se obligó a pensar en otra cosa.
—Como ya he dicho, todo esto ha ocurrido en las últimas horas —dijo Niles—. No tengo datos nuevos de la frontera para ese marco de tiempo.
—O se han precipitado por una emergencia, o los imperialistas han escondido sus planes —dijo la senadora Oxham.
—Bueno, ahora han quedado al descubierto —concluyó Niles.
Oxham entrelazó sus dedos, formando un doble puño con su mano. El gesto proyectó un silencio repentino y absoluto en su cabeza, acallando el estrépito de los oradores, el clamor de los mensajes y las enmiendas, el pulso de las encuestas y la cháchara constituyente.
«Guerra», pensó. El irritante dominio de los tiranos. El deporte de los dioses y los aspirantes a dios. Y, lo que era más angustioso, la profesión de su nuevo amante.
Sería mejor que El Elevado tuviera un muy buen motivo para esto.
La senadora Oxham se reclinó y miró a Roger Niles a los ojos. Permitió que su mente empezara a planear, a esquivar los poderes precisamente definidos del Senado buscando el fulcro que impidiera los planes del Emperador. Y mientras sentía la fría certeza del poder político naciendo dentro de ella, desaparecieron todas sus ansiedades.
—Es posible que nuestro Padre Elevado no quiera nuestro consejo y consentimiento —dijo—. Pero veamos si podemos llamar su atención.