Miliciana

La miliciana de segunda clase Rana Harter se alejó nerviosamente de las faldas metálicas del maglev polar mientras se posaba sobre el raíl. El tren descendió flotando suavemente, como si solo pesara unos pocos gramos, y suspiró un poco al bajar, deslizándose unos centímetros por el raíl sobre un suave cojín de aire, como una carta repartida deslizándose por una mesa de cristal.

Pero la delicadeza era engañosa. Rana Harter sabía que el maglev era hipercarbono y acero reforzado, un reactor de fusión y un centenar de cabinas privadas hechas de madera de teca y mármol. Pesaba más de mil toneladas; aplastaría un pie humano bajo sus faldas con la facilidad de un martillo hidráulico con punta de diamante. Harter se mantuvo a distancia prudencial mientras la escalera de acceso se desplegaba frente a ella.

Había espacio suficiente en la plataforma. La pequeña población de Galileo apenas proporcionaba pasajeros al maglev, que podía haber acomodado fácilmente a toda su población. Esta parada, la última antes de las ciudades polares de Maine y Jutland, se utilizaba principalmente para recoger suministros. Pero la miliciana Rana Harter por fin iba a subir al tren. Había vivido en la Prefectura Administrativa de Galileo toda su vida. Su nuevo puesto en la instalación de comunicaciones polar sería la primera vez que dejaba la PAG.

Rana esperó a que apareciera alguien en la parte superior de la escalera. Alguien que la invitara a bordo del intimidatorio tren. Pero la escalera esperó, impasible y vacía. Miró su billete, en realidad una gavilla de cupones plásticos provistos de circuitos de color cobre y códigos garabateados que le había proporcionado la oficina de la milicia local. No había mucho en él que fuese humanamente legible. Solo la hora a la que saldría el tren y algo que parecía una reserva de asiento.

La tundra norte de Legis XV parecía extenderse infinitamente a su alrededor.

Rana esperó al final de la escalera. No podía siquiera concebir atravesar una puerta sin invitación. Aquí en Galileo semejante atrevimiento se consideraba poco menos que allanamiento de morada. Pero tras medio minuto aproximadamente, las luces de advertencia a lo largo de las escaleras empezaron a parpadear, y el ronroneo ambiente de todo el maglev se elevó una octava. Se dio cuenta de que era ahora o nunca.

¿Había esperado demasiado? ¿Se doblaría la escalera a medida que la ascendiera, aplastándola como a una muñeca en los engranajes de una bicicleta?

Colocó un pie tentativo sobre el primer escalón. Parecía sólido de sobra, pero el gimoteo del maglev seguía aumentando en intensidad. Rana cogió aire, contuvo la respiración y subió corriendo la escalera.

Llegó justo a tiempo, o quizás la escalera había estado esperando por ella. Arriba, Rana se giró para echar un último vistazo a su ciudad, y las escaleras empezaron a plegarse enrollándose en una espiral única que se cerró como un paraguas.

Y Rana Harter, sonrojada más por los nervios que por la breve carrera, estaba dentro del tren que la llevaría al polo.

Llegó a su asiento tras caminar unos minutos hacia la parte delantera del tren. La aceleración del maglev era tan uniforme que cuando Rana miró por la ventana se sorprendió de ver el paisaje deslizándose a toda velocidad, con la nieve y los matorrales convertidos en un brillante borrón lechoso.

Rana sabía que su reasignación era el resultado del ataque rix de hacía unos días. La milicia de Legis se preparaba para la guerra, y había leído que se estaban reforzando considerablemente objetivos estratégicos como la instalación de telecomunicaciones. Pero no fue hasta que pasó los cientos de soldados y trabajadores del tren, que se dio cuenta del alcance de la amenaza rix. El maglev parecía lleno; todos los asientos hasta que llegó al que llevaba el número de su billete estaban ocupados. Rana volvió a sentir una punzada de nervios, sintiéndose culpable como el niño que llega tarde al colegio mientras ocupaba el último asiento libre.

El soldado junto a ella estaba dormido, con el asiento reclinado hacia atrás de tal forma que era casi una cama. Su asiento era realmente cómodo, diseñado para viajes de medio día. Un pequeño despliegue de controles flotaba en sinestesia frente a ella, marcados con los iconos estándar para el agua, luz, entretenimiento y ayuda. Quería que se fueran, y se acurrucó en una esquina de la silla.

Rana Harter se preguntó por qué la habían asignado a la instalación de telecomunicaciones. Era de lejos la instalación más importante de Legis XV. ¿Pero para qué la necesitaría la milicia a ella allí? No era una soldado. El único arma que estaba capacitada para utilizar era una autopistola de campo estándar, y podías vaciar todo su cargador contra un soldado rix sin muchos resultados. Había suspendido en combate físico y no tenía la coordinación para un trabajo de interfaz rápida como piloto o francotirador. La única cosa en la que Rana había resultado destacar (el motivo por el que había terminado la segunda clase en solo un año) era la microastronomía.

Resultó que Rana Harter tenía una particularidad cerebral, algo que su oficial de aptitud llamaba «procesamiento holístico de sistemas caóticos». Eso quería decir que podía mirar a las trayectorias internas de un grupo de rocas (asteroides en la categoría subkilogramo) y decirte cosas sobre ellos que un ordenador no podría. Por ejemplo si iban a seguir juntas durante las próximas horas o a separarse, amenazando una plataforma orbital cercana. Su oficial le explicó que ni siquiera las inteligencias artificiales más poderosas podían resolver este tipo de problemas, porque intentaban analizar cada roca por separado, utilizando millones de cálculos. Si se producía la más mínima imprecisión de observación en la parte anterior, los resultados de la parte posterior resultarían irremediablemente inútiles. Pero las personas como Rana veían el grupo como un gran sistema, un todo. En sinestesia, esta entidad poseía un sabor/olor/sonido característico: una fragancia profunda y estable como el café, o como el fuerte sabor de la menta.

Pero ¿por qué la habían enviado a la instalación polar?

Rana había usado equipamiento como la estructura de repetidores que había en la instalación, e incluso había llevado a cabo reparaciones de campo en repetidores de menor tamaño. Pero no utilizaban la astronomía en la instalación, solo comunicaciones. A lo mejor estaban reforzándola por motivos de defensa. Intentó imaginar cómo sería rastrear una manada de naves enemigas esquivando las defensas de Legis.

¿A qué sabría un rix?

Un movimiento en su visión periférica distrajo a Rana de estos pensamientos. De pie en el pasillo había una alta oficial de la milicia. La mujer echó un vistazo al número de asiento y luego a Rana.

—¿Rana Harter?

—Sí, señora.

Rana intentó levantarse en posición de firmes, pero la balda para equipajes que había sobre su cabeza lo hacía imposible, así que saludó desde su posición acuclillada. La oficial no devolvió el gesto. La expresión de la mujer era impenetrable; llevaba gafas de interfaz integrales que oscurecían por completo sus ojos, lo que era extraño, pues también tenía un monitor portátil en una mano. Llevaba un pesado abrigo pese al ambiente caldeado del tren. Sus movimientos eran rápidos y precisos.

—Venga conmigo —ordenó la oficial.

Su voz era ronca, con acento neutro. Claro que Rana nunca había estado fuera de la PAG, excepto en vídeos.

La oficial se dio la vuelta y se alejó sin decir ni una palabra más. Rana agarró su bolsa y forcejeó hasta bajarla de la balda. Cuando levantó la mirada, la mujer ya casi había llegado al siguiente vagón y Rana tuvo que correr para alcanzarla.

La oficial se dirigía a la parte trasera del tren. Rana la siguió, apenas capaz de seguir el ritmo de la alta mujer. Golpeó a un trabajador con su bolsa colgada al hombro y murmuró una disculpa. El hombre respondió con una frase que Rana no reconoció, pero que no sonó amable.

Siguiendo un ritmo frenético, pronto llegaron a la sección de lujo. Rana se detuvo, boquiabierta. Uno de los lados del pasillo enmoquetado estaba cubierto por completo por una ventana que iba del suelo al techo. En ella el paisaje de la tundra pasaba a toda velocidad, borrones de colores pastel por la velocidad del tren. Rana había leído que el maglev podía alcanzar los mil kilómetros por hora; en ese momento parecía ir al doble de esa velocidad.

Enfrente de la ventana había una pared de paneles de madera oscura, interrumpidos por puertas que daban a compartimentos privados. La silenciosa oficial redujo su velocidad aquí, como si se sintiera más cómoda fuera del resto de abarrotados vagones. Pasaron a unos cuantos sirvientes con uniformes de la Línea del Maglev, que se pusieron firmes. Rana no estaba segura de si la rígida postura se debía a su respeto por la oficial o si simplemente era para hacer espacio en el pasillo para que pasaran.

Finalmente, la oficial cruzó una de las puertas, que se abrió para ella sin necesidad de usar llave o siquiera una orden hablada. Rana la siguió nerviosamente.

El compartimiento era hermoso. El suelo era de algún tipo de resina, una superficie ámbar que cedió suavemente bajo las botas de Rana. Las paredes eran de mármol y madera de teca. El mobiliario estaba segmentado; la habilidad cerebral de Rana se hizo valer y vio cómo cada pieza se doblaba en sí misma, las sillas y la mesa se transformaban en un escritorio y una cama. Una amplia ventana revelaba la veloz tundra. El compartimiento era más grande que el antiguo barracón de Rana en Galileo, que compartía con otros tres milicianos. El lujo que la rodeaba solo consiguió poner a Rana más nerviosa; obviamente no era la adecuada para cualquier tipo de operación especial que le hubieran asignado.

Se sintió culpable, como si ya lo hubiera estropeado todo.

—Siéntese.

Rana escuchó atentamente el extraño acento de la oficial. Era preciso y cuidadoso, con la pronunciación exacta de un profesor de idioma de inteligencia artificial. Pero la entonación era rara, como un sordomudo de nacimiento entrenado cuidadosamente para usar sonidos que nunca había oído.

Rana dejó caer su macuto y se sentó en la silla indicada.

La oficial se sentó frente a ella, un decímetro más alta que Rana incluso estando ambas sentadas. Se quitó las gafas.

Rana casi se quedó sin aliento. Los ojos de la mujer eran artificiales. Reflejaban el paisaje blanco que pasaba por la ventana, pero brillaban con un tono violeta.

Con las gafas quitadas, Rana podía ver finalmente la forma del rostro de la oficial. Era extrañamente reconocible. El pelo no le era familiar, y los ojos violetas eran casi de otro mundo. Pero la línea de la mandíbula de la mujer, las mejillas y la amplia frente… eran extrañamente las mismas que las de Rana.

Rana Harter cerró los ojos. Quizás el parecido era simplemente el resultado de los nervios y la falta de sueño, una alucinación momentánea que unos pocos segundos de oscuridad borrarían. Pero cuando volvió a mirar la mujer era igual de familiar. Tanto como la propia Rana.

Era como mirar en el espejo de aumento de una tienda de cirugía plástica, uno que añadiera una mata de pelo u ojos de distinto color. Estaba paralizada por el efecto, incapaz de moverse.

—Miliciana Rana Harter, ha sido seleccionada para una misión muy importante.

Otra vez la voz con la cadencia extraña, como si las palabras vinieran de la nada, no fueran de nadie.

—Sí, señora. ¿Qué… tipo de misión?

La mujer movió la cabeza, como si la pregunta le sorprendiera. Hizo una pausa y luego miró a su monitor portátil.

—No puedo responder a eso ahora. Pero debe seguir mis órdenes.

—Sí, señora.

—Permanecerá en este compartimiento hasta que lleguemos al polo. ¿Entendido?

—Entendido, señora.

El tono preciso de la mujer empezó a calmar un poco a Rana. Fuera la que fuera la misión que la milicia tenía para ella, le estaban dando órdenes lo suficientemente claras. Era una de las cosas que le gustaban de la milicia. No tenías que pensar por ti mismo.

—No hablará con nadie en este tren, salvo conmigo, Rana Harter.

—Sí, señora —respondió Rana—. ¿Puedo hacer una pregunta?

La mujer no dijo nada, lo que Rana entendió como permiso para continuar.

—¿Quién es usted exactamente, señora? Mis órdenes no decían…

La mujer la interrumpió inmediatamente:

—Soy la coronel Alexandra Herd, milicia de Legis XV.

Sacó una placa de coronel del voluminoso abrigo.

Rana tragó saliva. Nunca había visto a nadie con rango superior a capitán. Los oficiales solo existían en un nivel inalcanzable que era extremadamente misterioso visto desde su pequeño y nervioso mundo.

Pero no se había dado cuenta de lo extraños que podían llegar a ser.

La coronel apuntó a una esquina de la habitación y un lavabo se desplegó elegantemente de la pared.

—Lávate el pelo —ordenó.

—¿El pelo? —preguntó Rana, perpleja de nuevo.

La coronel Herd extrajo un cuchillo de su bolsillo. La hoja era casi invisiblemente fina, una presencia brillante que capturaba la luz reflejada de los montones de nieve que pasaban por la ventana. El mango estaba curvado de una forma extraña que hizo a Rana pensar en alas de pájaro. La coronel lo sostuvo con las puntas de los dedos, revelando una repentina gracia en sus largos dedos.

—Cuando te hayas lavado el pelo, te lo cortaré —dijo la coronel Herd.

—No entiendo…

—Y una manicura, y frotando bien.

—¿Qué?

—Órdenes.

Rana Harter no respondió. Su mente había empezado a zumbar, a acelerar emborronada, tan carente de rasgos como el paisaje que pasaba por la ventana. Era su habilidad mental, lanzándose en un breve vuelo, zumbando hacia ese momento paralizante cuando una serie de datos caóticos e incoherentes se transformó repentinamente en comprensión.

Solo pudo vislumbrar las operaciones de la sabia porción de su mente, el torrente de análisis reordenándose salvajemente, buscando huir de un remolino sin sentido para formar algo concreto y comprensible: la curva del cuchillo de la coronel, de alguna forma similar a un contorno que recordaba de un curso de avistamiento de naves en su formación en astronomía, su acento extraño y neutro, las palabras lentas y leídas de un guión, la colección de pelo, uñas y piel, los ojos inhumanos de la coronel y los movimientos de ave de la mujer que revoloteaban como la luz del sol en los radios de una bicicleta, el olor del limoncillo, o Bach sonando a toda velocidad en un instrumento de viento de madera…

Con una explosión de sensaciones a lo largo de la piel de Rana (el chirrido de garras) llegó la coherencia.

Rana había sido entrenada para proporcionar rápidamente los resultados del procesamiento de su cerebro, escupiendo los datos esenciales antes de que tuvieran tiempo de escapar de la tenue retención de su memoria. Y la viveza del saber era tan clara y vivida, tan chocante esta vez, que no pudo evitarlo:

—Eres una rix, ¿verdad? —explotó—. La mente compuesta habla a través de ti. Quieres…

Rana Harter se mordió la lengua, maldiciendo su estupidez. La mujer permaneció en silencio por un momento, como si esperara una traducción. Los ojos de Rana recorrieron frenéticamente la habitación buscando un arma. Pero no había nada a mano que pudiera detener al extraño ente que tenía frente a ella. Ni por un segundo.

Entonces Rana vio la cadena del freno de emergencia balanceándose sobre su cabeza.

Lo cogió y tiró de su elegante asa de cobre, fría al tacto. Se agarró esperando el chirrido de los frenos, el lamento de una sirena.

No ocurrió nada.

Rana se dejó caer en su asiento.

«La mente compuesta», le dijo su cerebro. «En todas partes».

—Quieres hacerte pasar por mí. —Rana se sintió obligada a terminar la frase.

—Sí —dijo la mujer rix.

—Sí —repitió Rana.

Sintió (con un extraño alivio tras intentar no hacerlo durante todo el día) que iba a llorar.

Entonces la extraña mujer se inclinó hacia ella, con un dedo extendido y brillante, y con un toque inyectó una aguja en el brazo de Rana.

Un momento de dolor, y tras eso todo fue bien.