Piloto
Las cinco pequeñas naves salieron de las sombras, emergiendo con la brusquedad de monedas arrojadas a la luz del sol. Los discos de sus alas giratorias brillaron en el aire como arco iris calientes y momentáneos, reflejados a través de prismas en movimiento. El piloto maestro Jocim Marx notó con satisfacción la precisión de la formación de su escuadrón. El resto de las naves Inteligenciador formaban un cuadrilátero perfecto tomando su nave como centro.
—¿No es maravilloso? —dijo Marx.
—Maravillosamente visible, señor —respondió Hendrik.
Era la segunda piloto del escuadrón, y su trabajo era preocuparse.
—Un poco de luz no nos hará daño —afirmo Marx con rotundidad—. Los rix todavía no han tenido tiempo de construir nada con ojos.
Lo dijo no para recordárselo a Hendrik, que lo sabía demasiado bien, sino para reafirmar a sus compañeros de escuadrón. Los otros tres pilotos estaban nerviosos, Marx podía oírlo en el silencio. Ninguno de ellos había volado en una misión de tal importancia antes.
Claro que… ¿quién lo había hecho?
El nerviosismo de Marx estaba empezando a jugarle malas pasadas. Su escuadrón de Inteligenciadores había cubierto la mitad de la distancia hasta el objetivo sin encontrar ninguna resistencia. Evidentemente, los rix no estaban bien equipados e improvisaban contra una fuerza mucho mayor, confiando en su única ventaja: los rehenes. Pero seguro que el enemigo se había preparado de alguna forma contra naves pequeñas.
Tras unos momentos al sol, la espera terminó.
—Recibo ecolocalizaciones delante de nosotros, señor —anunció el piloto Oczar.
—Puedo verlos —añadió Hendrik—. Son muchos.
Los interceptores enemigos aparecieron ante los ojos de Marx al responder su nave a la amenaza, mejorando la visión con sus otros sentidos, incorporando datos de las otras naves del escuadrón a sus capas de sinestesia. Como Marx había previsto, los interceptores eran pequeños aparatos teledirigidos sin piloto. Su única arma era un brazo ofensivo largo y sinuoso que colgaba de su superficie giratoria, que tenía más apariencia de tornillo que de hoja. Los artefactos parecían más algo que hubiera diseñado Da Vinci hacía cuatro milenios, un artilugio propulsado por el esfuerzo de hombres diminutos.
Los interceptores bailaban frente a Marx. Había muchos, y en semejante número causaban la misma fascinación vagamente obscena que las criaturas del fondo marino. Uno de ellos se movió hacia su nave, con el brazo flotando con un abandono ciego e irritado.
El piloto maestro Marx inclinó el ala rotatoria de su Inteligenciador hacia adelante y aumentó la potencia. La nave se elevó por encima del interceptor, evitando por muy poco una colisión con el tornillo del enemigo. Marx hizo una mueca ante la maniobra. Otro interceptor se solidificó frente a él, este un poco más alto, así que invirtió la rotación de su ala, forzando a la nave a descender, más allá de su alcance.
A su alrededor, los demás pilotos maldecían mientras llevaban sus naves a través de la marea de interceptores. Le llegaban sus voces desde todos los lados de su cabina, sesgadas direccionalmente para reflejar sus posiciones con respecto a la suya.
Desde arriba, Hendrik habló con la tensión de una maniobra difícil reflejada en su voz.
—¿Había visto algo así antes, señor?
—Negativo —respondió.
Había combatido contra el Culto Rix muchas veces, pero sus pequeñas naves eran evolutivas. A lo largo de cada generación se iban añadiendo mínimas diferencias de diseño aleatorias. Las características que tenían éxito se incorporaban a la siguiente ronda de producción. Nunca sabías qué nuevas formas y estrategias podían asumir los rix.
—Nunca había visto naves con brazos tan largos, y su comportamiento es más… volátil.
—Desde luego, parecen cabreados —asintió Hendrik.
Sus palabras eran más que adecuadas. Dos interceptores cerca de Marx intuyeron su nave y sus brazos empezaron a sacudirse con la repentina intensidad de un cocodrilo cuando su presa se coloca a su alcance. Desplazó lateralmente su Inteligenciador, reduciendo su zona de vulnerabilidad mientras se colaba entre ambos.
Pero había más y más interceptores, y el contorno de su nave seguía siendo demasiado grande. Marx replegó la capacidad sensorial de su nave, optando por un menor tamaño en perjuicio de la visión. Sin embargo, en esta posición el interceptor más cercano cobró forma con increíble claridad, con las capas de datos proporcionadas por las vistas del primer, segundo y tercer nivel agolpándose en su mente. Marx podía ver (oír, oler) los segmentos individuales de un brazo flexionándose como la columna vertebral de una serpiente, con sus cilios proyectando sombras irregulares en la brillante luz solar. Marx bizqueó un poco ante la visión de los cilios, ampliando la visión con un gesto a medida que los pequeños pelos se erguían sobre él como un bosque.
—Están utilizando el sonido para rastrearnos —anunció—. Silenciad vuestros ecolocalizadores ahora mismo.
La visión ante él se fue difuminando a medida que se iban perdiendo los datos del sonar. Si Marx tenía razón y los interceptores eran solo audio, su escuadrón sería indetectable para ellos ahora.
—¡Estoy atrapado! —gritó el piloto Oczar desde una posición inferior—. ¡Uno tiene un sensor!
—¡No luches! —ordenó Marx—. Simplemente deslízate.
—Expulsando poste —dijo Oczar liberando el miembro capturado de su nave.
Marx aventuró un vistazo hacia abajo. Un interceptor coleante se alejó lenta y torpemente de la nave de Oczar, aferrándose al poste expulsado con determinación ciega. El Inteligenciador se balanceó salvajemente mientras su piloto intentaba compensar la simetría descompuesta.
—Se están intensificando, señor —advirtió Hendrik.
Marx cambió por un momento su modo de visión a la perspectiva de Hendrik. Desde su elevada posición estratégica se veía claramente una densa oleada de interceptores. Las líneas brillantes de sus largos brazos brillaban como una telaraña agitada por el viento a la luz del sol.
Había demasiados.
Por supuesto, los refuerzos ya habían salido en su ayuda y no tardarían en llegar. Si esta primera oleada de Inteligenciadores era destruida, pronto estaría listo otro escuadrón, y al final una o dos naves conseguirían pasar. Pero no había tiempo que perder. Era necesario iniciar la misión y para ello necesitaban inteligencia militar in situ de inmediato. Si no tenían éxito, varias carreras profesionales podían terminar con brusquedad y se podría incluso incurrir en un Error de Sangre.
Una de las cinco naves tenía que conseguirlo.
—Ajustad la formación y elevaos —ordenó Marx—. Oczar, tú quédate abajo.
—Sí, señor —respondió el piloto sin entusiasmo.
Oczar sabía lo que Marx tenía en mente para su nave.
El resto del escuadrón se aproximó a Marx. Los cuatro Inteligenciadores se elevaron juntos, abriéndose paso entre los defensores.
—Es hora de que hagas un poco de ruido, Oczar —dijo Marx—. Extiende tus postes sensores a su mayor longitud y actividad.
—Hasta cien, señor.
Marx miró hacia abajo para comprobar cómo crecía la nave de Oczar, una araña con veinte patas separadas emergiendo repentinamente de una semilla, como una flor que anhelaba la luz del sol. Los interceptores alrededor de Oczar cobraron más detalle a medida que su nave pasó a operatividad total, bañando sus sombras con pulsos ultrasónicos, distancia microláser y radar milimétrico.
La densa nube de interceptores empezaba a reaccionar. Como una explosión de polen capturada por un viento súbito, giraron hacia la nave de Oczar.
—Estamos cruzando ciegos y en silencio —dijo Marx a los otros pilotos—. Encontrad un hueco y apuntad bien. Vamos a cortar el suministro principal.
—Primer contacto, señor —dijo Oczar—. Segundo.
—Tienes permiso para defenderte.
—¡Sí, señor!
En la pantalla de estado de Marx, el nivel de munición de Oczar disminuía a gran velocidad. El piloto lanzó un par de descargas en cuanto confirmó la orden, luego otras dos unos segundos más tarde. Los interceptores debían cubrirle por completo. Marx observó la nave de Oczar. Las geometrías bilaterales de su parrilla sensorial estaban empezando a desviarse por culpa de la sobrecarga de los interceptores. A través de los altavoces se oían los gruñidos de Oczar en su esfuerzo por mantener la nave intacta.
Marx elevó sus ojos de la batalla y miró hacia delante. El resto del escuadrón estaba llegando al rango más denso de la nube de interceptores. El cebo de Oczar la había mermado un poco, pero seguía sin haber apenas espacio para pasar.
—Elegid vuestro hueco cuidadosamente —dijo Marx—. Coged un poco de velocidad. Retracción a mi señal. Cinco… cuatro… tres…
Dejó de contar, concentrándose en pilotar su propia nave. Había apuntado su Inteligenciador hacia un hueco en la nube de interceptores, pero uno de ellos se había movido y ahora estaba en su camino. Marx invirtió su rotor y administró más potencia, provocando un movimiento descendente en su nave.
El pequeño artefacto se acercó a él, atraído por el silbido en aumento de su rotor principal. Esperaba que el impulso adicional fuese suficiente.
—¡Retraed ahora! —ordenó.
La visión se emborronó y se hizo más débil a medida que los postes sensores de la nave se plegaban. En pocos segundos la visión de Marx se oscureció.
—Inhabilitad los rotores principales —ordenó.
La nave sería prácticamente silenciosa ahora, propulsada únicamente por la pequeña ala estabilizadora impulsada por volantes de la parte trasera. Les seguiría empujando hacia delante hasta que se apagara. Pero las cuatro naves supervivientes ya estaban empezando a caer.
Marx comprobó la última lectura del altímetro: 174 centímetros. Aún tenía al menos un minuto antes de que la nave golpeara el suelo. Incluso con todo el aparato sensorial replegado y el rotor principal apagado, en una atmósfera de densidad normal una nave de inteligencia no caía más rápido que una mota de polvo.
De hecho, los Inteligenciadores no eran mucho más grandes que motas de polvo, y eran algo más ligeros. Con una envergadura de un solo milímetro, podía decirse sin ninguna duda que eran naves muy pequeñas.
El piloto maestro Jocim Marx, de la Inteligencia Naval Imperial, llevaba once años pilotando micronaves. Era el mejor.
Había sido explorador de infantería ligera en la Revuelta de las Bandas del Distrito Central. En aquel entonces su máquina era de la forma y tamaño de dos manos puestas en forma de cuenco, con la superficie hemisférica llena de decenas de poros de ventiladores de carbono, cada uno de los cuales podía rotar con una velocidad independiente. En aquellos días estaba destinado al campo de batalla y manejaba su nave mediante un casco de realidad virtual. Permanecía con el personal del batallón bajo su campo de fuerza portátil, desplazándose totalmente ajeno a su entorno. Nunca le había gustado; constantemente imaginaba que un proyectil le alcanzaba, el mundo real invadiendo estruendosamente el hábitat sinestésico dentro de su casco. Sin embargo, a Marx se le daba muy bien mantener su nave estable en los impredecibles vientos bandianos. Su nave detectaba francotiradores enemigos con un rayo láser invisible al que seguían enjambres de balas aguja que producían una muerte certera. La mano firme de Marx podía guiar un proyectil hasta una apertura de un centímetro en la armadura personal de su enemigo, o hasta la apertura para los ojos de la defensa camopolímera de un francotirador.
Más tarde se dedicó a pilotar penetradores contra los aerotanques de los rix en la Incursión. Estos proyectiles eran cilindros huecos, del tamaño aproximado del dedo de un niño. Los disparaban soldados de infantería encasquetados en una cubierta propulsada por un cohete. Así realizaban la primera mitad de su corto vuelo. El penetrador se liberaba en cuanto encontraba su objetivo y volaba por inercia. Hileras de diminutas superficies de control se alineaban en la parte interior del cilindro, como los platos de marfil de algún tipo de plancton. El vuelo supersónico del arma era un ejercicio de extrema delicadeza. Un golpe demasiado fuerte y el penetrador caería inutilizado. Pero cuando alcanzaba a un tanque rix en el sitio adecuado, sus fauces se aferraban con total precisión a la forma hexagonal del blindaje, cortando metal y cerámica como un desgarrón atravesando un pedazo de tela. Dentro, el proyectil se desintegraba en cientos de virus moleculares que destrozaban la máquina en minutos. Marx llevaba a cabo decenas de misiones de diez segundos al día, y por la noche se veía desbordado por sueños irregulares sobre lanzamientos y colisiones. Al final resultó que la inteligencia artificial hacía mejor el trabajo que los pilotos humanos, pero aún así los antiguos registros de vuelo de Marx eran estudiados por las inteligencias nacientes por su elegancia y estilo.
Durante las últimas décadas Marx había trabajado para la Armada. Las naves pequeñas ahora eran realmente diminutas, construcciones de fulereno de unos pocos milímetros de envergadura cuando estaban totalmente desplegadas, construidas por máquinas aún más pequeñas y propulsadas por exóticas pilas de transuranio. Generalmente se usaban para recoger información, aunque tenían usos ofensivos también. Marx había pilotado un Inteligenciador con equipamiento especial de inteligencia artificial de fibra óptica durante la Liberación de Dhantu, portando un cargamento de nanos comecristal que consiguieron desmantelar el sistema de comunicaciones planetario de los rebeldes en pocos minutos.
El piloto maestro Marx prefería la seguridad de la Armada. A su edad, el campo de batalla había perdido emoción. Ahora Marx controlaba su nave desde una nave paralela, a cientos de kilómetros de distancia de la acción. Se reclinó en la comodidad de un asiento de gel inteligente como un piloto de los de antaño, bañado en imágenes sinestésicas que le permitían disponer de tres niveles de visión, con las partes de su cerebro normalmente destinadas a oír, oler y al tacto dedicadas a la visión. Marx experimentaba el entorno de su nave como si se encontrase allí de verdad, como si hubiese menguado hasta el tamaño de una célula humana.
Le encantaba la escala microscópica de su nuevo destino. Muchas noches Marx quemaba incienso y observaba cómo el humo se elevaba a través del halo brillante y alargado de una luz de emergencia que brillaba en la oscuridad. Notaba cómo las corrientes de aire se curvaban, con qué facilidad se podían trazar serpientes fantasmagóricas con el movimiento de un dedo, con una bocanada de aliento. Su mano inhumanamente firme movía cuidadosamente un microscopio remoto a través del aire, proyectando sus imágenes en las paredes de la cabina, observando y aprendiendo el comportamiento de las partículas microscópicas.
A veces, durante estas oscuras y silenciosas vigilias, Jocim Marx se daba el placer de pensar que era el mejor piloto de micronaves de la flota.
Tenía razón.