Oficial ejecutiva
Hobbes esperó nerviosamente mientras Zai introducía códigos gestuales en la pequeña interfaz en el lateral de la puerta de la burbuja de observación.
Permaneció mirando al vacío. El vértigo habitual provocado por el suelo transparente había desaparecido, reemplazado por el aplastante peso del fracaso. Sintió una sensación muerta y vacía en la boca del estómago. Un sabor fuerte, como una moneda de metal bajo la lengua, inundó su boca. Su estudio cuidadoso de la situación con rehenes, las horas sin dormir ocupadas en analizar cada fotograma de la contienda desde decenas de puntos de vista, no habían servido para nada. No había salvado a su capitán, solo había conseguido enfadarle.
No parecía que hubiera forma de doblar la rígida columna vertebral de la educación vadana de Zai. No había forma de convencerle de que habían sido los políticos y no el personal militar los que habían echado a perder el rescate. El iniciado había bajado a pesar de las protestas del capitán, esgrimiendo un mandato imperial. ¿Por qué no podía ver el capitán que él no tenía la culpa?
Al menos deberían llevar las pruebas ante un tribunal militar. Zai era un héroe, un oficial elevado. No podía tirar su vida a la basura por una absurda y brutal tradición.
La oficial ejecutiva Hobbes provenía de un mundo utópico, una anomalía entre las clases militares. Había rechazado la forma de vida hedonista de su mundo de origen, atraída por los rituales de los grises, sus tradiciones y su disciplina. Sus vidas de servicio convertían a los grises en seres de otro mundo para Katherie, desinteresados en los breves placeres de la carne. Para Hobbes, el capitán Zai personificaba este estoicismo gris, callado y fuerte en su frío puente de mando, con su rostro escarpado sin corregir por la cirugía plástica.
Pero en el fondo, Hobbes podía ver su humanidad herida: las marcas de su increíble sufrimiento en Dhantu, la dignidad melancólica con la que se conducía, la pena cada vez que perdía a un «hombre».
Y ahora el sentido del honor de su capitán exigía que se suicidara. De repente, la certeza religiosa y las tradiciones grises que a Hobbes le parecían tan convincentes se le antojaron simplemente bárbaras, una red brutal en la que su capitán había quedado atrapado, una ceguera deliberada y patética. El consentimiento de Zai era mucho más amargo que su ira.
Él se giró; había terminado con los controles.
—Agárrate —ordenó.
El suelo dio una sacudida, como si la nave hubiera acelerado. Hobbes apenas mantuvo el equilibrio, el universo se desencajó brevemente a su alrededor. Entonces la superficie transparente a sus pies se estabilizó y vio lo que había ocurrido. La sala de observación se había convertido en una auténtica burbuja, flotando libre en el espacio, sujeta únicamente por los generadores de gravedad de la nave, llena únicamente con el aire y calor atrapados entre sus paredes. La gravedad parecía extraña, el vacío eliminado por los generadores de la Lynx para crear un arriba tentativo en este pequeño bolsillo de aire.
El vértigo de Hobbes regresó con mayor intensidad.
—Ahora podemos hablar libremente, Hobbes.
Ella asintió lentamente, teniendo cuidado para no alterar su lastimero oído interno.
—No pareces entender qué es lo que se juega aquí —dijo Zai—. Por primera vez en dieciséis siglos, un miembro de la casa imperial ha muerto. Y no ha sido debido a un extraño accidente, sino a la acción enemiga.
—¿Acción enemiga, señor? —retó.
—Sí, maldita sea. ¡Los rix han provocado todo esto! —gritó él—. No importa quién apretara el gatillo de ese arma. Ya fuera una rix haciéndose la muerta o un político estúpido perturbado por una herida de inserción: no importa. La Emperatriz está muerta. Ellos han ganado, nosotros hemos perdido.
Hobbes se concentró en sus botas, deseando que hubiera un suelo visible bajo ellas.
—Estás a punto de asumir el mando de esta nave, Hobbes. Debes entender que el mando implica responsabilidad. Yo ordené ese rescate. Debo asumir el resultado, sea el que sea.
Ella observó el espacio que los separaba de la Lynx. Ninguna vibración de sonido podía cruzar ese hueco; el capitán se había asegurado de ello. Podía hablar libremente.
—Usted se opuso a que el iniciado bajara, señor.
—Tenía un mandato imperial, Hobbes. Mi objeción carecía de sentido.
—Su plan de rescate era sólido, señor. El Emperador cometió el error al darle a ese imbécil un mandato.
El capitán soltó el aliento entre sus dientes apretados. Con todo lo cuidadoso que estaba siendo Zai, Hobbes sabía que no esperaba oír palabras como estas.
—Eso es sedición, oficial ejecutiva.
—Es la verdad, señor.
Él dio dos pasos hacia ella, más cerca de lo que la quisquillosidad vadana le había permitido nunca. Habló claramente, en una voz apenas más alta que un susurro.
—Escucha, Hobbes. Estoy muerto. Soy un fantasma. No hay mañana para mí. Ninguna verdad puede salvarme. Creo que estás confundida en eso. Y también pareces pensar que la verdad te protegerá a ti y al resto de los oficiales de la Lynx. No lo hará.
Ella apenas podía mirarle a los ojos. Gotas de saliva producidas por sus duras palabras salpicaron su rostro. La aguijonearon; eran vergonzosas. El sol brillante estaba alzándose por detrás del bulto de la Lynx. La superficie estaba polarizada, pero podía sentir cómo subía la temperatura en la burbuja irregulada. Un reguero de sudor bajó por uno de sus brazos.
—Si vuelve a haber un informe como el de hace unos minutos, estarás matándote a ti misma y a mis otros oficiales. No lo permitiré.
Tragó saliva, parpadeando en la repentina y brillante luz del sol. Se sintió mareada. ¿Tan rápido se les estaba acabando el oxígeno?
—¡Deja de intentar salvarme, Hobbes! Es una orden. ¿Es lo suficientemente clara?
Quería que parara. Quería regresar a los sólidos confines de la nave. A la certeza y al orden. A salvo de este vacío.
—Sí, señor.
—Gracias.
El capitán Zai se giró y dio un paso alejándose, observando la masa de Legis XV flotando en la negrura. Murmuró una orden y ella sintió el tirón de la fragata reclamando su pequeño satélite.
No dijeron nada más mientras la burbuja se adhería de nuevo a la Lynx. Cuando la puerta se abrió, Zai la despidió con un gesto de la mano. Ella vio el mando a distancia negro en su mano. Su daga de error.
—Diríjase al puente, oficial ejecutiva. Pronto la necesitarán allí.
Para asumir el mando. Una promoción de campo, lo llamaban.
—No vuelva a molestarme.
La oficial ejecutiva obedeció, saliendo de la burbuja a la ráfaga de aire fresco que salía de la Lynx. Hobbes sintió que debía volver a mirar a su capitán, si acaso para crear un último recuerdo para sustituir el de su rostro iracundo escupiendo a centímetros del suyo. Pero no lo consiguió.
En su lugar, se secó la cara y corrió.