Iniciada

El cuerpo, ennegrecido y descarnándose, estaba tendido sobre la mesa, reconocible como humano solo por el burdo aspecto de sus miembros, tronco y cabeza. Pero la iniciada Viran Farre permaneció alejada, recelosa, del cuerpo carbonizado como si fuera capaz de un movimiento repentino, una rápida represalia contra aquellos que habían fallado en su deber de protegerlo. Tres humanos más y la soldado rix estaban tendidos, igualmente quemados, sobre las otras mesas de la sala. Estos eran los cinco que habían muerto en la cámara del consejo.

Oficialmente, la iniciada Farre y la adepta Trevim habían reclamado la posesión de sus restos en caso de que pudieran elevar a alguno de ellos. Pero estaba claro que tal reanimación estaba más allá del Milagro del Simbionte; estos seres habían sido destruidos. El auténtico propósito de las políticas era abrir en canal el cuerpo de la Emperatriz Infante y asegurarse de que se eliminaban todas las pruebas del Secreto del Emperador.

Farre sintió un vacío extraño en su estómago, un vacío únicamente llenado con una agitación ominosa, como la ligereza ansiosa de una caída libre repentina. Había administrado el simbionte muchas veces, y los cadáveres no le eran extraños. Pero esta presencia palpable del Secreto del Emperador luchaba contra su condicionamiento. Quería borrar la visión del cuerpo caído de la Emperatriz, salir corriendo de la habitación y ordenar que se quemara el edificio. Sin embargo, la adepta Trevim había ordenado a Farre que aguantara; necesitaban de sus conocimientos médicos. Y Farre también estaba condicionada para obedecer a sus superiores.

—¿Cuál de estas sierras, Farre?

Farre respiró hondo y se obligó a mirar el despliegue de herramientas de incisión de monofilamento, vibrasierras y cortadoras de haces situados sobre la mesa de autopsias. Las herramientas estaban ordenadas por tipo y tamaño, con las últimas alzadas en la mesa inclinada como un jurado, o como los dientes extraídos de algún tipo de depredador antiguo, expuestos según su forma y función: aquí los colmillos, aquí los incisivos, aquí los molares.

—Yo no utilizaría las cortadoras de haces, adepta. Y no tenemos la capacidad suficiente para los monofilamentos.

El confidente estaba hecho de tejido nervioso y sería una extracción delicada. Tenían que abrir el cuerpo de la forma menos destructiva posible.

—¿Una vibrasierra, entonces? —sugirió Trevim.

—Sí —acertó a decir Farre.

Eligió una pequeña y la fijó en su capacidad de corte más limitada, la suficiente como para atravesar la caja torácica. Farre se la pasó a la adepta y respingó ante el torpe manejo del instrumento por parte de la mujer muerta. Farre, que había sido médico antes de su inducción al servicio del Emperador, debería llevar a cabo la autopsia por derecho propio. Pero el condicionamiento era demasiado profundo. Era todo lo que podía hacer para ayudar; cortar de facto el cadáver que albergaba el Secreto provocaría una reacción fatal en sus controles internos.

La vibrasierra cobró vida en manos de Trevim; su chirrido era como el de un mosquito atrapado en su tímpano. El sonido pareció poner los pelos de punta incluso a la adepta muerta durante cincuenta años cuando presionó la sierra contra el cadáver ennegrecido. Pero sus incisiones fueron suaves y limpias, cortando la carne chamuscada como si fuese agua.

Una neblina se elevó del cadáver, una leve mancha gris en el aire. Farre se estremeció y buscó una máscara médica. La neblina parecía fino polvo de cenizas saliendo de un fuego apagado; de hecho, químicamente era lo mismo (carbón destilado por el fuego) pero su origen era carne humana en lugar de madera. Farre cubrió cuidadosamente su boca, intentando no pensar en las pequeñas motas de la Emperatriz Infante muerta que quedarían atrapadas entre las fibras de la máscara, o que se estaban acomodando ahora en los poros de su piel expuesta.

La adepta terminó, habiendo llevado un trabajo casi demasiado exhaustivo. Había configurado la vibrasierra para que debilitara los tejidos conectivos, y la caja torácica de la Emperatriz se levantó fácilmente en finas tiras cuando Trevim tiró de ella. Farre se inclinó cuidadosamente hacia delante, intentando reprimir las imperiosas inhibiciones de su condicionamiento. El pecho expuesto era casi abstracto, como las esculturas plásticas de la escuela de médicos; el calor titánico del arma rix había quemado cartílagos y tejidos hasta convertirlos en una masa reseca y oscura.

—¿Y ahora un localizador de nervios?

Farre negó con la cabeza.

—Solo funcionan en sujetos vivos. O los que han muerto hace muy poco. Necesitará un juego de nanosondas buscadoras de tejido nervioso y un visualizador remoto, al igual que una varilla de pala. —Volvió a respirar hondo—. Se lo enseñaré.

La adepta se hizo a un lado mientras Farre extendía las nanosondas por la brillante cavidad del pecho. Farre dejó que se propagaran y luego insertó cuidadosamente la varilla, observando su lectura para asegurarse de no dañar los delicados hilos de la madeja del confidente. Los ágiles dedos de la varilla de pala, finos como cuerdas de piano, empezaron a trabajar en la carne, apartando el tejido del cuerpo de la Emperatriz.

Pero Farre solo había avanzado unos pocos centímetros cuando se dio cuenta de lo que estaba haciendo, y una oleada de náusea la golpeó.

—Adepta… —consiguió decir.

Trevim agarró delicadamente el instrumento de los dedos de Farre mientras esta retrocedía tambaleante de la mesa.

—Con esto bastará, iniciada —oyó que Trevim decía—. Creo que ya sé cómo funciona. Gracias.

Las imágenes permanecieron fijas en la retina de su ojo mental a medida que se hundía pesadamente en el suelo. La hermana del Emperador, la emperatriz infante Anastasia, Razón del simbionte, abierta en canal como un cerdo asado.

Vulnerable. Herida. ¡El Secreto expuesto!

Y ella, Viran Farre, había participado de ello. Le dio un vuelco el estómago y una bilis acida inundó su garganta. El sabor destruyó toda voluntad y sintió las arcadas mientras la adepta seguía recuperando el confidente de la Emperatriz caída.