Senadora
—Aprobamos el ataque sin ninguna objeción.
La senadora Nara Oxham pronunció las palabras quedamente, casi como si hablara para sí.
Roger Niles frunció las cejas y dijo:
—La Lynx habría estado igual de condenada si hubiera forzado una votación. Perder ocho contra uno no es una gran victoria moral.
—¿Una victoria moral, Niles? —preguntó Oxham, con una breve sonrisa suavizando la amargura de su rostro—. Nunca te había oído usar ese término.
—No volverá a oírlo. Es una contradicción en términos. Hizo lo correcto.
Nara Oxham negó lentamente con la cabeza. Había firmado la pena de muerte para su amante y para otros trescientos hombres y mujeres, todo por la ventaja política de un déspota. Con toda seguridad esto no podía ser lo correcto.
—Senadora, estas no serán las últimas vidas que el Consejo de Guerra decidirá sacrificar —dijo Niles—. Es la guerra. La gente muere. Existen argumentos estratégicos reales para enviar a la Lynx contra la nave de combate. Sencillamente, el Imperio no tiene ni idea de lo que planean los rix. No sabemos por qué quieren contactar con la mente compuesta de Legis. Podría valer el sacrificio de una fragata para mantener a la bestia incomunicada.
—¿Podría, Niles?
—La naturaleza de la guerra es frustrar al enemigo, incluso si no estás exactamente seguro de lo que están haciendo.
—¿Realmente lo piensas? —preguntó Nara.
El hombre asintió.
—El Emperador y sus almirantes no están a punto de sacrificar una nave para vengar un desaire. Puede que la Lynx sea pequeña, pero es la nave más avanzada de las cuencas del Distrito Fronterizo. Incluso un insulto de un héroe gris como Laurent Zai no evitaría su sacrificio.
—Deberías haberlos oído, Niles. Rieron con placer ante la idea de hacerle un mártir. Le llamaron tullido.
Nara ocultó su rostro entre las manos y se echó hacia atrás, permitiendo que el lujoso sofá de las visitas adoptara su forma. Niles y ella estaban en uno de los chapiteles de carga que se erguían sobre el Forum, largos husos de cristal que brotaban de los terrenos senatoriales para alzarse sobre la capital.
Las salas de los chapiteles se usaban principalmente para impresionar a los embajadores y para divertir a algún poderoso elector ocasional. Eran íntimas a pesar de sus vistas impresionantes, la sutil respuesta del Senado a las glorias imperiales del Palacio de Diamantes y los Orbitales Sagrados. Sus muebles levemente rancios hablaban de cooperación y camaradería, de política en venta y tratos sellados con apretones de manos.
Oxham y Niles habían desalojado a los anteriores ocupantes de la sala del capitel (el rango del Consejo tenía sus privilegios) para celebrar una apresurada reunión antes de que tuviera que regresar al Palacio de Diamantes. El vehículo de transporte de la senadora esperaba fuera, meciéndose suavemente en la fría brisa mañanera. Nara no sabía que el término «capitel de carga» era literal, pero la inteligencia artificial del vehículo había elegido el capitel, consciente de que Oxham disponía de poco tiempo para un aterrizaje.
El Consejo volvería a reunirse en veinte minutos.
—No sé qué es peor —admitió Oxham—. El Emperador asesinando a Zai como venganza o yo votando para condenar a la Lynx por motivos puramente tácticos; estando de acuerdo con la aplastante mayoría para que me escuchen cuando haya una votación reñida.
—Es una buena forma de pensar, senadora. No es aconsejable que la tachen de débil y reacia a derramar sangre.
—Pero estar realmente de acuerdo con ellos —continuó ella—. Sacrificar trescientas vidas con la simple asunción de que molestar a los rix merece la pena el coste. Eso es más difícil de tragar que una concesión táctica, Niles.
Su viejo consejero la miró fijamente. Parecía diminuto en el diván extramullido, un elfo de rasgos afilados en el salón de un sátrapa corpulento. Sus ojos, de color azul brillante y excepcionalmente enfocados, se estrecharon. No había visión secundaria aquí, a diez kilómetros por encima de los proyectores de sinestesia concentrada de las cámaras del Forum.
—Ya ha llegado a compromisos desagradables antes, Nara —dijo.
—Sí, he vendido mi voto antes —respondió ella cansinamente.
Era la forma de Niles de argumentar cuando dudaba de sí misma, de acosarla para que entendiera sus propios motivos.
—¿Qué cambia esta vez? —preguntó él.
Ella suspiró, sintiéndose como una escolar recitando la lección.
—En el pasado he negociado con la riqueza del Emperador. He cambiado menos impuestos por ejecuciones de patentes, protecciones de ejes por derechos de comercio. El noventa por ciento de la política del Senado es económica pura, una cuestión de propiedad. Nunca había negociado con vidas antes.
Niles miró por la ventana, con su vista dirigida a las colinas Endeudadas, sobre las que empezaba a amanecer a través de distantes nubes negras.
—Senadora, ¿sabía que la tasa de suicidios del Imperio ha sido consistente desde la Primera Incursión Rix?
«¿Tasa de suicidios?», pensó Oxham. ¿De qué estaba hablando?
Se encogió de hombros.
—La población es tan grande, su poder económico tan disperso. Ese tipo de consistencia es solo el resultado del manejo de grandes cifras. Cualquier pico local se incluye dentro del número total.
—¿Y qué es lo que provoca esos picos locales, senadora?
—Ya lo sabes, Niles. El dinero es la clave para todo. Las depresiones económicas provocan mayores tasas de suicidio, asesinatos y mortalidad infantil, incluso en los mundos más prósperos. La sociedad humana es un tejido frágil; si el número de recursos disminuye, nos lanzamos al cuello de los demás.
Él asintió, con su rostro iluminándose por el sol naciente.
—Así que, cuando intercambia menos impuestos y protecciones de ejes, administrando la riqueza según el gran plan secularista, ¿qué está intercambiando realmente?
El sol brillante había alcanzado su rostro, y Nara Oxham cerró los ojos. Como ocurría a menudo cuando estaba fuera del alcance de la sinestesia aparecieron imágenes fantasma de datos antiguos. Podía visualizar de forma refleja lo que Niles decía. En un mundo de mil millones de personas, un descenso de un uno por ciento en la producción planetaria provocaría cambios estadísticos bien documentados: unos diez mil asesinatos adicionales, cinco mil suicidios, otro millón en la próxima generación que nunca abandonaría el planeta. Las explicaciones para cada tragedia eran terriblemente específicas (un hogar destrozado, un fracaso económico, conflictos étnicos), pero el dios de la estadística se tragaba las historias individuales, reduciendo los números a leyes.
—Por supuesto —dijo Niles interrumpiendo sus pensamientos— el proceso al que está acostumbrada es mucho más indirecto que ordenar a soldados que vayan a su muerte.
Oxham asintió. Ya no tenía voluntad para discutir.
—Esperaba que me animaras, Roger —dijo.
Él se inclinó hacia delante.
—Como ya he dicho, ha hecho lo correcto, Nara. Su instinto político ha sido correcto, como siempre. Y es posible que el consejo realmente tomara la decisión militar adecuada.
Ella negó con la cabeza. Habían condenado a la Lynx sin un motivo claro.
—Pero eso es lo que estoy intentando decir —continuó Niles—. Ya ha tratado asuntos de esta importancia antes.
—Ya he negociado con vidas antes, quieres decir.
La mirada de Niles pasó del cielo despejado a la enorme ciudad.
—Nuestro negocio es el poder, senadora. Y el poder a esta escala es una cuestión de vida y muerte.
Ella suspiró.
—¿Crees que morirán todos, Roger?
—¿La tripulación de la Lynx? —preguntó él.
El viejo consejero la miraba fijamente. La luz del sol había encontrado sus cabellos canos, que centelleaban como mechones de rojo infantil. Sabía que su angustia estaba reflejada en su rostro.
—Es Laurent Zai, ¿verdad?
Oxham bajó la mirada, lo que era suficiente respuesta. Sabía que Niles lo descubriría tarde o temprano. Sabía que el amante de Oxham era un soldado, y había un número limitado de ocasiones en las que una senadora secularista estableciera contacto con personal militar. Se llevaba un registro de las fiestas del Emperador, y eran supervisadas por un sistema informal de rumores, cotilleos y mensajes anónimos, que se filtraban a los canales de noticias de famosos. Una intensa y privada conversación entre una senadora electa y un héroe elevado no podía haber pasado desapercibida, no importaba cuán breve hubiera sido.
Cualquier duda que Niles pudiera haber albergado se habría esfumado cuando hubiera descubierto esa conversación de hacía diez años. Debía de habérsele hecho obvio la razón por la que Nara estaba obsesionada con el destino de la Lynx.
Oxham suspiró, aún más triste. Su consejero más cercano sabía que había votado por la muerte de su amante.
Él se acercó.
—Escuche: será más seguro para usted que mueran limpiamente.
Le picaban los ojos. Intentó leer a Niles, pero había tenido que subir la dosis de apatía en sangre para cruzar la ciudad, que brillaba y refulgía con ansias de guerra.
—¿Más seguro? —consiguió decir al cabo.
—Si el Emperador Elevado descubriera que uno de sus consejeros de guerra se comunicó de forma privada con un oficial en el campo, uno que a continuación rechazó la daga de error —explicó Niles—, tendría su cabeza a su disposición.
Ella tragó saliva.
—Estoy protegida por privilegio, Niles.
—Como cualquier construcción legal, el ámbito senatorial es una ficción, Nara. Dichas ficciones tienen sus límites.
Oxham observó horrorizada a su viejo amigo. El ámbito senatorial era la base de la división de poder fundamental del Imperio Elevado. Era sagrado.
Pero Niles continuó.
—Está jugando en ambos bandos, senadora. Y ese es un juego peligroso.
Iba a responder cuando la llamada del consejo resonó en su cabeza.
—Tengo que irme, Niles. La guerra me reclama.
Él asintió.
—En efecto. Pero no se convierta en una baja, Nara.
Ella sonrió tristemente.
—Esto es la guerra —dijo—. La gente muere.