Miliciana
Rana Harter era feliz en la tundra.
Le había costado unos cuantos días de estancia en la casa prefabricada para reconocer e identificar la sensación. Antes de conocer a la mujer rix, la felicidad solo le había llegado en breves y evanescentes estallidos: unos pocos segundos cuando la puesta de sol inundaba el cielo con el olor de camomila; el toque de un hombre en los leves momentos anteriores a que se hiciera brutal; esos breves fogonazos de trompeta y sabor metálico cuando la peculiaridad cerebral de Rana se adueñaba de ella y el mundo emergía exacto y claro. Pero la felicidad que sentía ahora estaba sostenida de alguna forma, levantándose con ella cada mañana, extendiéndose a lo largo de las prolongadas y apáticas noches que pasaba con Herd, sorprendiendo constantemente a Rana con su persistencia.
Como los espirales de las yemas de sus dedos en un microscopio, la alegría le resultó totalmente desconocida cuando la veía a esta nueva y mayor escala. Rana entendía ahora que los momentos felices de su vida anterior habían sido furtivos, truncados. Como una liebre salvaje de la tundra, la felicidad siempre había salido corriendo cuando intentaba retenerla, escurriéndose por su descolorido pasado, un simple mechón eternamente en visión periférica. Se había sentido avergonzada de sus habilidades mentales, intimidada por el hermoso pero brutal mundo natural de su fría provincia de origen, abochornada por los placeres de los que disfrutaba con los hombres. Pero ahora Rana podía ser testigo directo de su felicidad, magnificada por la lente de las noches de once horas de Legis cuando Herd terminaba sus obligaciones.
Rana Harter había descubierto nuevas e inimaginables texturas de contento. Podía contar los granos de una cucharilla de azúcar derramada, escuchar durante horas la canción plañidera del incesante viento polar poniendo a prueba las paredes de su barata casa prefabricada en alquiler. Incluso los intensos oficios diarios de Herd (afeitar todo su cuerpo, cortar el pelo y las uñas, limpiar saliva, erosionar piel) se convirtieron en rudos placeres. Las manos competentes de la mujer rix, su frágil conversación y sus movimientos gráciles y extraños constituían una fascinación inagotable.
Rana sabía que Herd le había administrado una droga y que la felicidad que sentía le había sido impuesta, causada por la química en lugar de por los eventos. Sabía objetivamente que debería estar aterrada: sufriendo cautiverio y aislamiento forzados con una extraterrestre letal. Rana incluso consideró la posibilidad de escapar una vez, promovida por un abstracto sentido del deber a la milicia y a su planeta, y preocupada de que la mujer rix acabara deshaciéndose de ella. Rana había conseguido vestirse, sintiendo cómo le rozaba la tela de sus viejas ropas contra su piel desnuda. Había necesitado capas y capas para calentarse; Herd siempre se llevaba el único abrigo de invierno que tenían a su trabajo en la instalación. Pero cuando Rana abrió la puerta de la casa el frío se coló dentro con el resplandor cegador de la blanca tundra. La visión congelada de los residuos polares eliminó todo deseo de libertad. Solo le recordó a Rana cuán sombría había sido su vida antes. Cerró la puerta, subió la calefacción para compensar la irrupción de aire congelado y se quitó las irritantes ropas. No podía irse.
Pero Rana nunca se sentía derrotada en este compartimiento. De alguna forma su mente parecía liberada por su cautividad. Era como si, ahora que ya no la sometía la vergüenza, su particularidad cerebral tuviera la oportunidad de desarrollarse según su verdadera capacidad.
A Rana le encantaba enseñar el dialecto del norte de Legis XV a Herd. Mientras su secuestradora estaba fuera haciéndose pasar por ella, Rana pasaba las horas formando diagramas de la estructura de la gramática imperial básica, llenando la barata pantalla de aire de la casa prefabricada con redes de conjugaciones rodeadas de archipiélagos de argot, dialectos y formas irregulares. Su alumna aprendía increíblemente rápido. El conocimiento de la soldado avanzaba cada noche; el acento plano y neutro de Herd se iba viendo sustituido por las vocales redondeadas de las provincias de la tundra.
Rana exigía aprender algo a cambio, insistiendo en que su conocimiento de la lengua rix mejoraría su capacidad de enseñanza. Rana también aprendía rápidamente y pronto empezaron a conversar hasta bien avanzada la noche, cuando Rana disparaba sus preguntas sobre la educación de Herd, sus creencias y la vida en el Culto Rix. Al principio la soldado se resistía a estos intentos de camaradería, pero las noches frías y aburridas de Legis parecieron diluir su resolución. Pronto la conversación entre la rehén y su secuestradora se hizo constante y bilingüe, cada una de ellas hablando el idioma de la otra.
Al principio el idioma rix fue fácil de aprender. La gramática básica era artificial, creada por mentes compuestas para facilitar la comunicación entre las inteligencias planetarias y sus sirvientes. Pero la lengua estaba diseñada para evolucionar rápidamente con el uso humano, con su estilizada fonología de kilómetros y pops infinitamente maleable, capaz de abarcar los poco manejables tiempos de la relatividad o las matrices de oportunidades del quantum.
En la mente de Rana, ahora constantemente en una brillante fuga de su peculiaridad cerebral, la colectividad de las cosas rix empezó a adoptar forma/sabor/olor definitivos. Las líneas claras de las armas de Herd, el filo helado del idioma de la mujer, el zumbido de sus servomotores, solo audible cuando estaba desnuda, la forma en la que el hipercarbono se fundía con la piel en sus rodillas, codos y hombros: todo era una pieza. Esta forma rix creció en la cabeza de Rana Harter, avergonzando las misiones de su vida anterior, los trucos de salón matemáticos a los que el Imperio destinó su habilidad. Aquí tenía el sabor de una cultura entera, tan profundo y embriagador como whisky antiguo perpetuamente bajo su nariz.
Rana observaba a su secuestradora como si estuviera enamorada, con las pupilas dilatadas por la dopamina que fluía por sus venas y con revelaciones brillantes creciendo en su interior.
Después de tres días en el polo, Herd empezó a interrogar a Rana acerca de la tecnología de telecomunicaciones imperial. En el actual estado de emergencia la instalación polar al completo estaba aislada de la red de información de Legis; de ahí que la mente compuesta solo pudiera ayudar indirectamente con el sabotaje que estuviesen planeando. Herd, más soldado que ingeniero, era incapaz de llevar a cabo los cambios que la mente compuesta exigía. Rana intentó ayudar con el conocimiento limitado de los sistemas que utilizaban en microastronomía, pero sus respuestas a menudo confundían a Herd; los conceptos rix fundamentales de teoría de quantum diferían del modelo imperial. Los dos sistemas parecían fatalmente dispares. Para empezar, el modelo estándar rix interpretaba las curvas de diferencia discernible con un número de dimensiones distinto al imperial. Y su noción de no coherencia era totalmente ininteligible para Rana.
Así que dedicó sus horas de callada felicidad a trabajar, empezando un estudio de las comunicaciones transluz. La biblioteca de Legis le pareció inesperadamente útil. Casi inmediatamente Rana encontró un programa experto que la ayudó. El experto marcaba y señalaba los textos básicos, guiándola por la ciénaga de los textos para principiantes para aumentar su conocimiento elemental de despliegues de repetidores. El experto parecía entender a Rana, aprendiendo rápidamente a moldear la información según la forma que demandaba su peculiaridad cerebral, recogiendo los datos caóticos y esparcidos de los que se alimentaba su cerebro. Herd trajo a casa un periférico para la pantalla de aire, un proyector de visión secundaria que permitía a Rana acceder en sinestesia completa. Se hundió en las bobinas de datos, presa voluntaria. Herd nunca le había dicho a Rana exactamente cuál era su misión en el polo, pero su estudio parecía guiarse a sí mismo.
Quedó fascinada por los receptores de apoyo que reforzaban las instalaciones, recogiendo las transmisiones convencionales del planeta y reenviándolas a la red transluz. Había muchos sistemas en el lugar en caso de que se cortaran las líneas de suministro, pero Rana se vio especialmente atraída por una colonia de robustas máquinas pequeñas y autorreparadoras que vivían en los residuos polares alrededor de la instalación. Eran como los baratos dispositivos de conexión que había usado Rana en microastronomía, diseñados para sobrevivir inviernos árticos, terremotos y actos de terrorismo.
Tras unos cuantos días sin dormir, Rana se derrumbó en un sueño/fuga que duró un tiempo indefinido. Cuando despertó, Herd estaba a su lado, aplicando un harapo frío a su cabeza febril. La embargó la alegría habitual del despertar, reforzada ahora con la seguridad de un nuevo conocimiento. Estaba en el parpadeo de los ojos de Herd, la precisión de sus movimientos mientras escurría el exceso de agua del trapo, y animaba la forma de los estudios de Rana en la pantalla de aire de la casa: el sabor de su comprensión reflejado en toda la habitación.
—El programa experto —dijo Rana en el idioma rix—. Es la mente compuesta, ¿verdad?
Herd asintió y respondió suavemente:
—Siempre está con nosotros.
La frase era una única sílaba en rix.
La soldado sostenía la peluca roja en una mano. El pelo de Rana, cortado hacía tanto tiempo, le parecía ahora un artefacto extraño. La mujer rix colocó la peluca en la cabeza de Rana. Estaba cálido, como si acabara de sacarlo del horno. Parecía ajustar a la perfección.
—Mañana serás Rana Harter —dijo Herd.
La idea de abandonar la casa la horrorizó.
—Pero ni siquiera sé lo que quieres —dijo Rana cambiando al dialecto de Legis.
El idioma imperial le pareció crudo, como espesas gachas de avena en su boca.
—Sí lo sabes —respondió la mujer rix.
Rana negó con la cabeza. Pensó intensamente en su lengua materna: no sabía nada. Como había pasado toda su vida, la confianza se desmoronó en su interior.
—No lo entiendo. No soy lo suficientemente inteligente.
Herd sonrió y tocó el paño frío en la frente de Rana. Con ese contacto desapareció toda su ansiedad. Distintos hilos comenzaron a entretejerse: los datos de su exploración guiada de tecnologías de repetición, la forma y sabor emergentes de la cultura rix, Bach y la presencia poderosa y aviar de Herd.
Y de repente Rana Harter supo el deseo de la mente compuesta.
Los servomotores de Herd ronronearon a medida que sus manos se movieron por el cuerpo de Rana. Estaba aplicando algún tipo de crema sobre la bastillada piel de Rana. La sensación era deliciosa, un bálsamo contra la fiebre de la conciencia en su cabeza.
—No te preocupes, mi afortunado hallazgo —dijo la soldado—. Alexander está contigo ahora.
Alexander. La cosa incluso tenía nombre.
Rana se tocó la frente con los dedos.
—¿Dentro de mí?
—En todas partes.