Soldado
El soldado Bassiritz, que venía de una gris aldea en la que un solo nombre bastaba, se encontró observando las diminutas grietas del suelo de piedra del palacio de la emperatriz infante Anastasia Vista Khaman.
Un momento antes, un grupo de balas de rastreo habían doblado la esquina ante él, una bandada de pájaros de fuego que llenaron el vestíbulo de luz y agudos chillidos, obligándole a tirarse al suelo. Por suerte, los reflejos de Bassiritz se encontraban entre los mil mejores del percentil superior de la humanidad regida por el Imperio, en el área de los atletas profesionales, los corredores de bolsa y los domadores de cobras. Esta característica singular le había facilitado el paso por las clases de la academia, en las que normalmente se las veía y deseaba, no porque no fuese inteligente, sino por su subsocialización. Había sido criado en un sector provincial de un planeta gris en el que se trataba a la tecnología con el debido respeto, pero en el que se ridiculizaba la ciencia fundamental por sus extrañas palabras y suposiciones. Los profesores de la academia le enseñaron lo que pudieron, y le promocionaron silenciosamente, sabedores de que sería un buen recurso en una situación de combate repentino y explosivo, como la situación en la que se encontraba ahora.
Era un hombre joven muy rápido. Ninguno de los pequeños y silbantes proyectiles rix había alcanzado a Bassiritz, ni siquiera se habían acercado pese a la alta velocidad del evento.
Su vista también era increíblemente buena. Podías lanzar una moneda a diez metros y Bassiritz podía correr y atraparla, con el lado relevante hacia arriba en su pequeña palma amarillenta. El resto de la humanidad pasaba ante la realidad de Bassiritz con la gracia tardía de los glaciares, criaturas vastas y dignas que evidentemente sabían muchas cosas, pero cuyos movimientos y reacciones parecían deliberada y exasperadamente lentos. Parecían sorprendidos ante las situaciones más sencillas: un vaso que caía de una mesa, un coche de tierra que se lanzaba súbitamente hacia ellos, la hoja de noticias arrancada de su mano por un golpe de viento… y agitaban los brazos como niños retrasados. ¿Por qué no reaccionar?
Pero esta mujer rix era muy rápida.
Bassiritz casi la había matado hacía un momento. Con los servomotores de su armadura en condición de sigilo y su arma precargada para no hacer ningún ruido, había reptado hasta una astuta posición tras la rix, separado de ella únicamente por los ladrillos translúcidos que formaban la muralla en esta parte del jardín. La soldado enemiga estaba inmovilizada por los disparos de sus compañeros de escuadrón Astra y Saman, que eran lo suficientemente inteligentes como para dejar que Bassiritz la matara. Sus armas maltrataban la zona con proyectiles de fragmentación, provocando un remolino de cristales voladores y metralla que obligaban a la rix a mantenerse abajo, abajo, abajo. Se arrodilló y gateó, y su sombra era deforme y torcida contra las formas crudas de la muralla de ladrillos, pero desde este ángulo Bassiritz veía para disparar.
Configuró su vari-rifle (un arma complicada que obligaba a Bassiritz a elegir cómo matar a alguien) para que utilizara el tipo de munición más precisa y penetrante, un solo cartucho de ferrocarbono magnéticamente asistido. Y disparó.
Sin embargo, esa configuración fue un error. Al igual que Bassiritz nunca entendió las ecuaciones relativistas que hacían que sus padres y hermanas envejecieran tan rápidamente, marchitándose visiblemente con cada visita a casa, y que habían robado a su prometida con el engaño del tiempo, nunca podía recordar que algunos misiles del vari-rifle eran más lentos que el sonido. Bassiritz no podía entender cómo podía el sonido tener velocidad, a diferencia de sus compañeros de escuadrón.
Pero el crujido de su arma llegó a la rix antes que la letal esfera de ferrocarbono, y se agachó con una velocidad digna de él mismo. El cartucho destrozó tres capas de la pared ornamental del jardín, pero falló su objetivo.
¡Y ahora la rix sabía dónde estaba Bassiritz! La andanada de balas de rastreo lo demostraba, aunque ella había desaparecido. Todo tipo de mierda estaba a punto de venir en su dirección. Mierda rápida, quizás mucho más rápida que él.
Bassiritz decidió tragarse su orgullo y solicitar ayuda de la nave nodriza.
Con su mano derecha extrajo un disco negro del bolsillo de su hombro. Arrancó una pestaña de plástico rojo de la parte superior y esperó unos segundos a que el disco confirmara que realmente se había despertado. La luz roja indicaba que ahora había un hombre en su interior, un hombre diminuto que no podías ver. Bassiritz se levantó y adoptó la posición del que lanza una piedra plana sobre el agua, lanzando el disco negro a lo largo del recibidor. Rebotó una vez contra el suelo de mármol, reproduciendo el afilado sonido de un martillo sobre piedra, y entonces se elevó como una hoja capturada en una repentina corriente de aire…