Cabo

La cabo de la Armada Mírame Lao fue la primera en salir de su vehículo.

Una veterana con veintiséis inserciones de combate, había configurado su vehículo de entrada a la mayor velocidad de salida y la menor seguridad. Con estos ajustes, la nave vomitó su contenido en el momento del impacto, lanzando a la cabo Lao sobre el suelo en una cascada de gel gravitatorio repentinamente licuado, a través del que rodó como un paracaidista que cae sobre barro duro. Cayó de pie. El sello que protegía el cañón de su arma para evitar que se atascara con gel saltó como un corcho de champaña, y su casco vació su aislamiento de entrada en el suelo que la rodeaba. En el interior de su visor, diagnósticos parpadeantes elevaban el precio de su pronta salida: su pierna izquierda estaba rota, y el hombro del mismo lado, dislocado. No estaba mal para un derrame a la mayor velocidad.

La pierna ya empezaba a adormecerse gracias a la anestesia que se inyectaba automáticamente; los servomotores de su traje de combate tomaron el relevo de su movimiento. Lao se dio cuenta de que la rotura debía de ser grave, podía sentir esta fría sensación de hueso entablillado cortando tejidos carentes de nervios. Apretó los dientes e ignoró la sensación. Una vez, durante un tiroteo en Dhantu, Lao había funcionado durante seis horas con la pelvis rota. Esta misión (victoria, derrota o empate) no duraría más de seis minutos. Confirmó una cifra amarilla parpadeante con su ratón ocular y se reafirmó. Su traje de combate resoplaba a medida que se contraía de forma implosiva, empujando su hombro dislocado hacia su situación original. Eso sí que dolía.

En ese momento, unos catorce segundos después del impacto, la cabo estaba orientada según el mapa de su visión secundaria. A su derecha, el médico de la armada estaba levantándose cautelosamente del gel vomitado por su propia nave de despliegue, desorientado pero intacto. El vehículo que había transportado al iniciado del Aparato aún no se había derramado. Tenía mala pinta, como si la puerta se hubiera doblado en el tránsito.

Mala suerte.

La cabo Lao corrió a grandes zancadas hacia las pesadas puertas que la separaban de la cámara del consejo, ganando velocidad a pesar de su paso asimétrico. Era diestra, pero golpeó las puertas con su ya herido hombro izquierdo; no tenía sentido hacerse daño en el hombro bueno. Sintió otra punzada de dolor, pero las puertas se abrieron de par en par.

Avanzó a trompicones por la cámara del consejo con el arma preparada, explorando la habitación en busca de soldados rix.

Fue fácil encontrarlos. Habían caído los cuatro, y cada uno de ellos era el origen de una larga elipse de órganos internos esparcidos por paredes y suelo. Una capa de sangre humana, más ligera y de color rosa, cubría todos los objetos de la habitación, desde los objetos decorativos de la mesa hasta los asustados rehenes.

Estos cuatro rix estaban definitivamente muertos. Lao hizo chascar la lengua para transmitir una señal preconfigurada a la Lynx: cámara del consejo asegurada.

—¡Aquí! —Oyó una voz.

La palabra salió de la boca de un anciano que llevaba lo que parecía ser un traje de almirante para la pátina de sangre. Estaba arrodillado ante dos figuras, una contorsionándose, la otra quieta.

La Emperatriz Infante y una rix muerta.

La cabo de la armada Lao corrió hacia la pareja, buscando un dispositivo en su espalda. Este movimiento hizo que su hombro herido gritara de dolor, y su visión enrojeció en los extremos. Lao ignoró la sugerencia del traje de anestesia; necesitaba los dos brazos funcionando al máximo rendimiento. Quedaban tres rix vivos en el edificio, esto podía convertirse en un tiroteo todavía.

Los diagnósticos del generador parpadeaban en verde. Había sobrevivido al salto perfectamente. Buscó los controles, pero un movimiento a su espalda (su casco extendió su visión periférica a 360 grados) capturó su atención. Lao se giró con el arma alzada, con el hombro ardiendo por el dolor.

Era el médico de la armada.

—¡Venga! —ordenó con una de las palabras preprogramadas del casco a las que podía acceder con un chasquido de la lengua. Sus pulmones seguían llenos de masa, cuyos seudoalveolos seguían bombeando oxígeno a su sistema—. ¡Señor! —añadió.

El hombre avanzó a trompicones, desorientado como un recluta después de su primera prueba de aceleración. La cabo agarró al médico por el hombro y tiró de él hasta que estuvo dentro del radio del generador. No había tiempo que perder. Las señales computarizadas del resto del escuadrón le llegaban a través del audio secundario, brusca palabrería de combate mientras sus compañeros se enfrentaban al resto de los rix.

La cabo Lao activó su máquina y un campo de estática de nivel uno saltó a la vida alrededor de ellos cinco: Emperatriz, rix sin vida, almirante, médico y cabo. El resto de la cámara del congreso se atenuó. Desde fuera, el campo aparecería como una esfera negra suave y reflectante, invulnerable a disparos estándar. El silbido de un reciclador de oxígeno venía de la máquina; el campo también era hermético.

Señor —ordenó Lao—, curar.

El médico de la armada la miró con una horrible expresión visible a través del grueso visor de su casco. Estaba intentando hablar; una pero que muy mala idea.

A pesar del aullido de dolor de su hombro, el peligro inminente de un ataque de los rix y la necesidad general de su atención de centrarse en todas las direcciones a la vez, Lao tuvo que cerrar los ojos cuando el médico vomitó todo el oxicompuesto verde de sus pulmones en el interior de su casco.

Se acercó a él para desbloquear el casco. El médico no se ahogaría en la materia, naturalmente, pero era mucho peor cuando lo inhalabas por segunda vez.