Médico
El doctor Vechner se reclinó pesadamente contra una mampara. La horrible sensación de estar ahogándose había empezado, por fin, a remitir, como si su médula hubiera decidido por fin rendirse. A lo mejor las zonas instintivas de su cerebro se habían dado cuenta de que, aunque Vechner no estaba respirando, no se estaba muriendo.
De momento.
Se suponía que tenía que estar en la entrada a su vehículo. Los otros veintitrés soldados ya habían sido empaquetados en sus naves de despliegue individuales, tan firmes y aceitosos como atún en conserva. Los torpedos, negros y aerodinámicos, estaban dispuestos en un círculo alrededor de la plataforma de lanzamiento; la sala parecía el cargador de un revólver gigante. Vechner se sentía pesado. El peso frío de sus pulmones llenos de líquido y la masa adicional de la armadura de combate inactiva le empujaban hacia la mampara, como si la plataforma de lanzamiento estuviera girando rápidamente, manteniéndole fijo en ese punto con fuerza centrífuga.
Sintió que se mareaba.
El sargento que en teoría debía estar empaquetando al doctor Vechner en su torpedo de entrada estaba trabajando frenéticamente para preparar al político alto y joven de expresión desdeñosa. Este iniciado había aparecido en el último momento con la orden de unirse a la inserción, por encima de las objeciones del comandante (y del capitán). Ahora estaban preparándole físicamente, a la vez que el maestro armero ajustaba un traje completo de armadura de combate en la figura larguirucha del iniciado. El propio interno de Vechner estaba inyectando la calavera del hombre, engrosando su materia para las altas presiones de la frenada. A la vez, el iniciado tenía los labios firmemente presionados alrededor de un tubo, forzándose a llenar sus pulmones con la masa verde.
El doctor Vercher apartó la mirada de la escena. Todavía podía saborear la brillante y alegre masa con sabor a fresa que amenazaba con llenar su boca si tosía o hablaba, aunque el sargento sostenía que no podías toser con la materia en tus pulmones. Hasta que se quedara sin oxígeno y su cruel inteligencia decidiera que era hora de autoexpulsarse de su cuerpo.
Vechner esperaba ansioso ese momento.
Por fin terminaron de preparar al iniciado y el sargento cruzó la lanzadera con apariencia asqueada. Abrió la entrada al vehículo de Vechner y le empujó hacia atrás.
—Si ese estúpido recibe un disparo ahí abajo —dijo el sargento— no se desvíe de su camino para curarle, doctor.
Vechner asintió con su pesada cabeza. El sargento empujó hacia abajo la barbilla de Vechner con el pulgar y le introdujo el protector bucal con su mano libre. Sabía a esterilidad, alcohol y algún tipo de gasa para absorber la saliva que inmediatamente empezó a fluir.
El visor de Vechner bajó con un chirrido, y se le destaparon los oídos cuando el sello se ajustó. La puerta del vehículo de entrada se cerró con un crujido a unos pocos centímetros de su rostro, dejando al médico militar en una oscuridad total excepto por una fila de luces que parpadeaban. Vechner movió los pies, intentando recordar qué venía después. Había saltado una vez en un entrenamiento básico, pero era un recuerdo que había estado reprimiendo conscientemente durante años.
Entonces sintió una humedad crecer en sus pies, incluso dentro de las botas del traje de campaña. Vercher recordó. El vehículo se estaba llenando de gel. Entraba en estado líquido, pero se asentaba rápidamente, como un molde de plástico capturando la forma del traje ceñido. Presionó incómodamente contra sus testículos, comprimiendo su cuello hasta aumentar el nivel de asfixia de Vechner, si es que era posible. Y lo peor de todo, se introdujo en su casco a través de dos válvulas situadas en la trasera del casco, enroscándose en la cara de Vechner como un frío espectro, sellando sus oídos y manteniendo firmemente apretados sus párpados.
No quedaba ninguna parte de su cuerpo que pudiera mover. Incluso tragar era imposible, pues la sustancia verde había suprimido el reflejo. Podía flexionar levemente los tendones de las manos, pero los guantes mantenían los dedos tan rígidos como los de una estatua.
Vechner dejó de intentarlo, dejó que el terrible y omnipresente peso le empujara a la inactividad. El tiempo pareció estirarse, transcurriendo pesadamente sin ningún tipo de cambio o marco de referencia. Con su respiración totalmente acallada, solo disponía del latido de su corazón para contar los segundos. Y con los oídos sellados, incluso ese ritmo estaba amortiguado y apenas se percibía a través de las pesadas inyecciones que reforzaban su caja torácica.
El doctor Vechner esperó al lanzamiento, deseando que pasara algo, cualquier cosa, y temiendo que su deseo se hiciera realidad.