Almirante
Para los rehenes, el tránsito de fatiga y aburrimiento expectantes al caos fue instantáneo. Los proyectiles de aleación inteligente alcanzaron sus objetivos mucho antes de que ningún sonido o conmoción llegara a la cámara del consejo. El salvaje torbellino pareció venir de la nada. Sangre y cartílago licuado explotó del interior de los cuatro secuestradores. Los rehenes empezaron a ahogarse en la peste de los rix destripados, con la boca y los ojos rociados súbitamente. Unos momentos más tarde llegaron los ruidos de las paredes exteriores del palacio derrumbándose con la impuntual velocidad del sonido, tapando el vano chillido del transmisor de la mesa.
Sin embargo, el almirante Fenton Pry había estado esperando algo así. Había escrito su tesis de graduación de la Academia de la Guerra sobre rescate de rehenes, y durante las últimas cuatro horas había estado rumiando silenciosamente acerca de la ironía de la situación. Tras una carrera de setenta años subjetivos, por fin se encontraba en una situación con rehenes, pero en el lado equivocado. Es más, los últimos artículos publicados sobre la infrecuente materia del rescate de rehenes estaban en su mesita de noche, imprimidos y cuidadosamente ordenados por su ayudante, pero sin leer. Últimamente no había estado muy informado. Pero sabía cómo sería el ataque aproximadamente, y desde hacía unas horas sostenía en su mano un pañuelo de seda. Lo colocó sobre su boca y se levantó.
Un terrible calambre le azotó una pierna. El almirante había intentado diligentemente realizar estiramientos para la escapada, pero había estado sentado durante cuatro horas. Cojeó hasta donde debía estar la Emperatriz Infante, apartando la sangre de sus ojos y respirando pesadamente. El suelo tembló cuando un pesado trozo de la antigua mampostería del palacio se derrumbó.
¿Tropas de asalto?
«Están demasiado cerca», pensó el almirante. Este era un edificio de piedra natural, por Su Majestad. El almirante Pry podía haberle enseñado un par de cosas sobre inserciones en estructuras preferroplásticas a quienquiera que estuviese al mando.
La sala empezó a despejarse a medida que el icor comenzó a asentarse en una patina uniforme sobre las superficies expuestas de la sala. La Emperatriz aún estaba sentada. El almirante Pry avistó una soldado rix en el suelo. Había caído de lado, doblada como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago. La herida de entrada era invisible, pero dos trozos de la columna vertebral de la soldado asomaban por el hueco de salida formando un ángulo de cuarenta y cinco grados.
Pry advirtió con agrado profesional que el proyectil había impactado en el centro mortal del pecho de la soldado. Asintió secamente con la cabeza, el mismo gesto que usaba para sustituir las palabras «bien hecho» con su personal. El arma, extendida hacia la Emperatriz Infante, permanecía intacta.
El almirante apartó la mano de la secuestradora de ella, teniendo cuidado para que los rígidos dedos no apretaran el gatillo, y se volvió a la figura inmóvil de la Emperatriz.
—¿Mi señora? —preguntó.
El rostro de la Emperatriz estaba deformado por el dolor. Tenía agarrado su hombro izquierdo, luchando por respirar con bocanadas irregulares.
¿Habría alcanzado un proyectil a la Razón? Por supuesto que la Emperatriz estaba cubierta de sangre rix, pero bajo ella sus ropas parecían intactas. Desde luego no había sido alcanzada por algo tan brutal como un láser o una ronda exsanguinadora.
El almirante Pry tuvo unos segundos para preguntarse qué es lo que iba mal antes de que las pesadas puertas se abrieran de par en par.