Senadora

La constelación de ojos refulgió, reflejando la luz del sol que penetraba por las puertas corredizas de diamantes que se cerraron detrás de la senadora Nara Oxham. El destello ocular le puso los pelos de punta, como si fuesen los ojos de un depredador nocturno. En el planeta materno de Oxham, Vastedad, había osos cazadores de humanos, coyotes y perros nocturnos salvajes. En algún tipo de nivel profundo e instintivo, Nara Oxham sabía que esos ojos eran una advertencia.

Las criaturas se extendían (unas quince o veinte) a lo largo de una cama invisible de gravedad adorable. Flotaban como nubes policromas a lo largo de los amplios y aireados corredores del palacio interior del Emperador, transportadas por el movimiento ambiente del aire. Su brazalete de apatía estaba en el nivel máximo, como siempre que se encontraba en la tumultuosa capital, pero le quedaba la suficiente sensitividad como para sentir una pequeña medida de sus pensamientos inhumanos. La observaron fríamente cuando pasó a su lado, seguros en su privilegio, en su condición de semidioses y en su sabiduría muda, acumulada a lo largo de mil seiscientos años de languidez. Por supuesto, su especie nunca había dudado de su superioridad innata, ni siquiera en los milenios anteriores al decreto imperial que las había elevado a su estado semidivino.

Eran consortes imperiales, familiares personales de Su Elevada Majestad. Eran felis domesticus immortalis.

Eran, en una palabra, gatos.

Y en unas pocas palabras más, gatos que nunca morirían.

La senadora Nara Oxham odiaba a los gatos.

Se detuvo mientras pasaba la cama invisible, ansiosa por no interferir en las corrientes de aire que informaban de su lente y digno paso. Las cabezas de los animales se giraron a una, con sus iris extraños fijándose en ella con lánguida malevolencia, y tuvo que hacerse fuerte para devolverles la mirada sin pestañear. Y luego hablaba de sus valerosas herejías antiimperiales. El distrito electoral de Nara Oxham abarcaba un planeta entero, pero aquí en el Palacio de Diamantes la poderosa senadora se veía intimidada por las mascotas de la casa.

La intranquilidad de la mañana había regresado en el momento en que salió de ámbito senatorial, la barrera protectora, electrónica y legal, que englobaba al Forum y aseguraba la independencia del Senado. El vehículo aéreo que la estaba esperando en el brillante extremo del ámbito había sido tan elegante, tan delicado como un objeto de cuerdas y papel. Pero dentro del coche la fragilidad se había convertido en poder: los zarcillos de gravedad adorable de la máquina se extendieron para hacer girar la ciudad bajo ella como los dedos de un malabarista haciendo girar brillantes conos; entre chapiteles de edificios, sobre parques y jardines, a través de las neblinas de las cascadas de agua. Perezoso e indirecto al principio, el vehículo soberano se había vuelto repentinamente urgente a medida que se acercaba al Palacio de Diamantes, la hoja afilada de un alfarero marcando un camino recto, como si el mundo fuese barro girando sobre una rápida rueda. Este despilfarro de energía para transportarla unos pocos kilómetros era una demostración del poder del Emperador: increíblemente caro, exquisitamente refinado.

Ahora solo había pasado unos momentos en el palacio y los casos también estaban volando.

Oxham sintió un escalofrío y respiró hondo cuando los animales desaparecieron por el recibidor en curva, intentando recordar si alguno de ellos era negro. Entonces se dejó de supersticiones y cruzó el recibidor, haciendo frente a sus miedos, hacia su entrevista con el Emperador Elevado.

Otro juego de puertas de diamantes se abrió ante ella, y Nara Oxham se preguntó de qué iba todo esto. La respuesta obvia era que Su Majestad se oponía a la legislación que ella había propuesto, su contramedida a las preparaciones del Partido Lealista para la guerra en la frontera con los rix. Pero la llamada había sido tan instantánea, apenas unos minutos después de que se hubiera registrado la legislación. El personal de Oxham había seguido bien sus órdenes, creando un tejido sutil y laberíntico de leyes y tarifas, no un ataque directo. ¿Cómo podía haber reconocido el aparato su propósito tan rápidamente?

A lo mejor había habido una fuga, un topo dentro de su personal o de la jerarquía del Partido Secularista, y habían prevenido al palacio. Rechazó esta idea como producto de su paranoia. Solo un grupo de confianza había ayudado a escribir la legislación. Era más probable que el Emperador hubiera estado esperando, atento a cualquier respuesta. Habría sabido que las preparaciones para la guerra de sus lealistas acabarían siendo detectadas y había estado preparado. Preparado con esta demostración de alerta e increíble poder: una llamada imperial, el vuelo extraordinario, este palacio de diamantes. Se dio cuenta de que esa era la advertencia en los ojos refulgentes de los gatos: un recordatorio de que no Le subestimara.

Oxham se dio cuenta de que su desdén por los grises, los seres humanos vivos que votaban a los lealistas, que idolatraban a los muertos y al Emperador como a dioses, habían hecho que olvidara que el Emperador Elevado era un hombre muy inteligente.

Después de todo, había inventado la inmortalidad. No era moco de pavo. Y durante los últimos mil seiscientos años había hecho corretaje de ese único descubrimiento en más o menos el poder absoluto sobre ochenta mundos.

Cruzando las puertas, Oxham se encontró en un jardín, un vasto espacio sobre el que se reflejaba un cielo brillante gracias a una bóveda de diamantes.

El camino bajo sus pies estaba hecho de piedras rotas, con sus formas puntiagudas clavadas en el suelo terroso para formar un camino preciso y curvado, un mosaico creado de los restos de alguna estatua antigua y destrozada. «Observa mis obras, las poderosas», pensó ella. Una hierba corta y roja crecía entre las piedras, delimitándolas con el color de la sangre seca. Pequeñas vides ondulaban a través de la hierba a ambos lados del camino, una cobertura de tierra sinuosa y vagamente amenazadora, quizás para evitar que los visitantes se perdieran. La ruta hacía una espiral hacia adentro, llevando a Oxham más allá de un huerto de manzanos minúsculos que no medían más de un metro, una duna serpentina de arena blanca cubierta con un confuso grupo de escorpiones azules, bandadas de colibríes esculpidos en formas geométricas por campos invisibles y, a medida que llegaba al centro de la espiral, una serie de fuentes cuyas cascadas nebulosas y arcos de agua desobedecían claramente las leyes de la gravedad.

Oxham supo que estaba cerca del poderoso cuando se topó con el gato pardo. Estaba tendido en mitad del camino, extendido para atrapar el calor de una piedra particularmente grande y plana. No era de ninguna raza concreta, y su piel estaba moteada con los colores de la leche, el albaricoque y negro. La protuberancia vertebral de su simbionte Lázarus se extendía hasta la cola, que se movía agitadamente aunque el resto del cuerpo del animal permanecía en calma. Las rendijas verticales de los iris del gato crecieron un poco de tamaño por la curiosidad cuando vio a Nara; entonces el interés remitió, terminando en un lento y lánguido parpadeo de desdén.

Ella consiguió aguantar su mirada firmemente.

Un hombre joven se dirigió hacia ella por el camino desde la otra dirección, y elevó al gato hasta su hombro con un movimiento estudiado. El animal emitió un sonido de vaga protesta, entonces se acomodó en el hueco de su codo, con una garra extendida sobre su pecho para asegurarse en los negros ropajes imperiales.

Su primer pensamiento no fue original: era más atractivo en persona.

—Mi señor —dio Oxham, orgullosa de no haber tenido que arrodillarse de forma reflexiva. El oficio senatorial tenía sus privilegios.

—Senadora —respondió él, asintiendo, y luego se giró para besar la frente del gato cautivo. Este se estiró para lamer su barbilla.

Aparte de las víctimas militares, la mayoría de los elevados eran, por supuesto, bastante ancianos. La medicina tradicional mantenía vivos a los ricos y poderosos durante casi dos siglos; apenas se conocían la enfermedad o los accidentes. Todos los muertos que Nara Oxham había conocido eran ancianos sabios y arrugados oligarcas, varias reliquias de la historia, o algún peregrino ocasional que había llegado al Hogar tras siglos de viaje subluz. Llevaban su muerte con gracia, con modales calmados. Pero el Emperador había cometido el Sagrado Suicidio en la treintena (cuando la exobiología estructural estaba en su apogeo) como prueba final de su gran invención. La edad no había llegado a tocar sus rasgos. Parecía tan presente, su sonrisa era tan encantadora (¿astuta?), su mirada tan penetrantemente consciente del nerviosismo de Oxham.

Parecía terriblemente… vivo.

—Gracias por venir —dijo el Emperador Elevado de los Ochenta Mundos, reconociendo el privilegio del ámbito senatorial.

—A su servicio, mi señor.

El gato bostezó y la miró como si dijera: Y al mío.

—Por favor, siéntese con nosotros, senadora.

Siguió al hombre muerto y se sentaron en el centro del camino en espiral, en cojines flotantes que tomaron posiciones contra la parte inferior de su espalda, sus codos, su cuello, no sosteniendo simplemente el peso de Oxham, sino moviéndose suavemente para estirar sus músculos, ondulando para mantener la circulación. Había un bloque cuadrado y bajo de mármol rojo entre ellos, y el Emperador depositó al gato sobre su superficie bañada por el sol, donde la bestia no tardó en rodar sobre su espalda, ofreciéndole su vientre lechoso a los largos dedos del soberano.

—¿Está sorprendida, senadora? —preguntó repentinamente.

La propia pregunta la sorprendió. Oxham ordenó sus pensamientos, preguntándose qué había revelado su expresión.

—No esperaba haberme encontrado con Su Majestad a solas.

—Mire a sus brazos —dijo él.

Oxham parpadeó, y obedeció. Espolvoreadas sobre su piel oscura había motas plateadas que brillaban en el sol, pequeños flecos de mica de algún tipo de roca.

—Nuestra seguridad —dijo él—. Y unos cuantos cortesanos, senadora. Sabremos si suda.

Nanomáquinas, pensó. Unas para registrar la respuesta galvánica de su piel, el pulso, las secreciones, para registrar mentiras y evasivas; otras para matarla instantáneamente si amenazaba a la personalidad imperial con violencia.

—Intentaré por todos los medios no sudar, mi señor.

Él se rió, un sonido que Oxham no había oído nunca antes de una persona muerta, se reclinó. Los cojines de gravedad adorable se ajustaron indulgentemente.

—¿Sabe por qué nos gustan los gatos, senadora?

Nara Oxham se tomó unos instantes para humedecer sus labios. Se preguntó si las diminutas máquinas sobre sus brazos (¿estarían también en su rostro? ¿Bajo sus ropas?), detectarían su odio por los animales.

—Fueron los gatos los que sufrieron el primer sacrificio, mi señor.

Oxham oyó la cadencia diligente de su propia voz, como un niño repitiendo el catecismo; su sonido untuoso la molestó.

Observó a la perezosa criatura extendida sobre la mesa de mármol. Esta la miró sospechosamente, como si percibiera sus pensamientos. Miles de su especie se habían retorcido en agonía post-muerte mientras los primeros simbiontes de los Experimentos Sagrados intentaban infructuosamente reparar las células nerviosas muertas. Miles habían renqueado a través de la macabra existencia de la reanimación incompleta. Decenas de miles murieron totalmente (nunca volverían a moverse) a medida que se probaban una y otra vez los distintos parámetros de recuperación de daños cerebrales, fallos de sistema y decadencia telómera. Todos los experimentos satisfactorios habían sido llevados a cabo sobre gatos. Por algún motivo, las especies simias y caninas habían resultado ser bastante problemáticas; se volvían locos o morían de ataques, como si no pudieran tratar con un regreso inesperado tras la extinción de la vida. No como los confiados y engreídos gatos, quienes, al igual que los humanos, por lo visto, creían que merecían la vida después de la muerte.

Oxham estrechó los ojos ante la pequeña bestia. «Millones como tú retorciéndose de dolor», pensó.

El gato bostezó y empezó a lamerse una pata.

—Eso es lo que se cree, senadora —respondió el Emperador—. Eso es lo que se cree a menudo. Pero nuestra apreciación por el felino es anterior a su contribución a las investigaciones sagradas. Estas sutiles criaturas siempre han sido semidioses, nuestros guías a nuevos reinos, los familiares silenciosos del progreso. ¿Sabía que los gatos fueron una pieza clave en todas las fases de la evolución humana?

Los ojos de Oxham se abrieron de par en par. Seguro que era un chiste rebuscado, el equivalente verbal a las fuentes modificadas gravitatoriamente del jardín que les rodeaba. Esta conversación era como el agua corriendo hacia arriba, una muestra de los excesos imperiales. Decidió no dejar que la pillara desprevenida.

—¿Clave, mi señor?

Intentó sonar seria.

—¿Conoce la Historia Terrestre, senadora?

—¿De la Primera Tierra? —A menudo se usaba este planeta lejano del extremo de la galaxia para argumentos políticos—. Sí, señor. Pero quizás mi educación es deficiente en la materia de… los gatos.

Su Majestad asintió, frunciendo el ceño como si este descuido fuese común.

—Tomemos como ejemplo el origen de la civilización. Una de las muchas veces en la que los gatos fueron matronas del progreso humano.

Aclaró su garganta, como si fuese a dar una conferencia.

—En esa época los humanos formaban pequeños grupos, grupos tribales unidos para su protección, moviéndose constantemente para seguir a su presa. No tenían raíces, apenas subsistían. No era una especie particularmente exitosa, su número era inferior a la población de un edificio residencial de tamaño medio de la capital.

»Entonces estos humanos hicieron un gran descubrimiento. Hallaron la forma de cultivar comida en el suelo, en lugar de tener que cazarla siguiendo las estaciones del año.

—La revolución agrícola —completó la senadora Oxham.

El Emperador asintió alegremente.

—Exacto. Y con ese descubrimiento vino todo lo demás. Con una producción eficiente de comida, cada familia produjo más grano del que necesitaba para sobrevivir. Este exceso de grano fue la base de la especialización; cuando algunos humanos dejaron de trabajar por comida, se convirtieron en herreros, armadores, soldados o filósofos.

—¿Y emperadores? —sugirió Oxham.

Su Majestad se rió de buena gana, inclinándose hacia delante en su séquito de cojines flotantes.

—Cierto. Y también senadores. Ahora era posible la administración, la riqueza pública controlada por los sacerdotes, que también eran matemáticos, astrónomos y escribas. De exceso de grano a la civilización. Pero había un problema.

«¿Megalomanía?», se preguntó Oxham. La tendencia del sacerdote con más grano a tomarse por un dios, incluso a pretender la inmortalidad. Pero se mordió la lengua y esperó silenciosamente durante la dramática pausa del Emperador.

—Imagine el templo en el centro de la proto-ciudad, senadora. En el antiguo Egipto, quizás. Es una casa de los dioses, pero también una academia. Aquí los sacerdotes estudian los cielos, aprenden el movimiento de las estrellas y crean las matemáticas. El templo también es un edificio gubernamental: los sacerdotes documentan la productividad y aplican impuestos, inventando los símbolos que finalmente se convertirían en el lenguaje escrito, la literatura, el software y la inteligencia artificial. Pero en el fondo, el templo tenía que hacer una cosa con éxito, realizar una tarea sin la que no era nada.

Sus ojos casi brillaban, toda la calma mortal había sido eliminada por la pasión. Se inclinó para tocarla, con los dedos agarrando el aire en su necesidad de ser comprendido.

Entonces, de repente, la empatía de Nara estalló y vio a dónde quería llegar.

—Un granero —dijo—. Los templos eran graneros, ¿no es así?

Él sonrió, hundiéndose de nuevo en los cojines con satisfacción.

—Esa era la fuente de todo su poder —dijo—. La capacidad de crear el arte y la ciencia, de reclutar soldados, de mantener a la población en épocas de sequías e inundaciones. El exceso de riqueza de la revolución agrícola. Pero una gran pila de grano es un objetivo muy tentador.

—Para las ratas —dijo Oxham.

—Ejércitos de ellas, reproduciéndose inexorablemente, como lo haría cualquier parásito cuando se presenta una gran cantidad de comida. Es casi una ley biológica, la Ley de los Parásitos: la biomasa acumulada atrae a las alimañas. Los desiertos de Egipto estaban plagados de ratas, una sangría inexorable para los recursos de la proto-ciudad, una presa en el vivo arroyo de la civilización.

—Pero una gran población de ratas también es un objetivo tentador, señor —dijo Oxham—. Para el depredador adecuado.

—Es usted una mujer muy astuta, senadora Nara Oxham.

Percatándose de que le había caído en gracia, Oxham continuó su historia.

—Y así, emergió una bestia de la que poco se conocía en el desierto, señor. Un cazador pequeño y solitario que hasta entonces había evitado a la humanidad. Y se asentó en los templos, donde cazaba ratas con gran eficacia, preservando el precioso exceso de grano.

El Emperador asintió alegremente y prosiguió la fábula:

—Y los obispos adoraron diligentemente a este animal, que parecía extrañamente aclimatado a la vida del templo, como si su lugar siempre hubiese estado entre los dioses por derecho propio.

Oxham sonrió. Era una historia agradable. Posiblemente contenía algo de verdad, o quizás era un extraño brote de culpabilidad de un hombre que había torturado hasta la muerte a tantas de esas criaturas hacía mil seiscientos años.

—¿Ha visto las estatuas, senadora?

—¿Estatuas, mi señor?

Una orden subvocalizada tembló en la mandíbula soberana, y el cielo se hizo oscuro. El aire se enfrió y aparecieron formas a su alrededor. Por supuesto, pensó Oxham, la cúpula de diamantes no era meramente decorativa; contenía un denso entramado de proyectores de sinestesia. El jardín era, de hecho, una enorme pantalla de aire.

La senadora y el Emperador estaban en un gran espacio de piedra ahora. Unos pocos rayos de luz solar iluminaban una suspensión de materia particulada: polvo de las colinas de grano que les rodeaban. En la tenue penumbra las estatuas, que estaban hechas de algún tipo de piedra suave y azabache, brillaban, con sus pieles tan reflexivas como aceite negro. Estaban en posición vertical, con las patas delanteras pulcramente juntas y las colas enrolladas. Sus rostros angulados estaban extremadamente serenos, su postura informada por la geometría de alguna fórmula matemática básica. Eran claramente dioses; arcanos y básicos tótems de la protección.

—Estos fueron los salvadores de la civilización —dijo él—. Se puede ver en sus ojos.

A la senadora Oxham los ojos le parecían orbes negros vacíos y sin rasgos en los que uno podía escribir su propia locura.

El Emperador alzó un dedo; otra señal.

Algunas de las motas de polvo granoso crecieron en tamaño, adquiriendo sustancia y estructura, titilando con su propio fuego. Empezaron a moverse, arremolinándose en una forma que por algún motivo le resultó familiar a Oxham. La brillante constelación formó una gran rueda, girando lentamente alrededor del soberano y la senadora. Tras un momento, Oxham reconoció la forma. La había visto toda su vida, en pantallas de aire, en colgantes de joyas y en representaciones bidimensionales, desde la bandera senatorial al escudo de armas imperial. Pero nunca había visto dentro de la forma, o, mejor dicho, siempre había estado dentro de ella: eran las treinta y cuatro estrellas de los Ochenta Mundos.

—Este es nuestro nuevo exceso de grano, senadora. La riqueza material y la población de casi cincuenta sistemas solares, las tecnologías para someter estos recursos a nuestro placer, y vidas infinitamente largas, el tiempo suficiente para descubrir las nuevas filosofías que serán las próximas astronomías, matemáticas y lenguas escritas de la humanidad. Pero una vez más este botín se ve amenazado desde el exterior.

Nara Oxham observó al Emperador en la oscuridad. De repente, sus obsesiones no parecían tan inofensivas.

—¿Los rix, Su Majestad?

—Esos rix, esos rix adoradores de alimañas —siseó—. Obligados por una religión loca a infectar a toda la humanidad con sus mentes compuestas. Una vez más, la Ley del Parásito: nuestra riqueza, nuestras vastas reservas de energía e información sirven de reclamo a una plaga de alimañas del desierto, que buscan destruir nuestra civilización antes de que alcance su verdadera promesa.

A pesar de los efectos atenuantes del brazalete de apatía, Oxham sintió la pasión del Emperador, las olas de paranoia que sacudían su poderosa mente. A pesar de todo, la había pillado con la guardia baja tras llegar tan tortuosamente a este punto.

—Señor —dijo Oxham con cautela, preguntándose hasta dónde la protegería realmente el privilegio de su oficio frente a la manía del hombre—, no era consciente de que el fenómeno de la mente compuesta fuese tan destructivo. Los mundos que las albergan no sufren materialmente. De hecho, algunos presentan una mayor eficacia en las comunicaciones, un mantenimiento de los sistemas de aguas más sencillo y tráfico aéreo más fluido.

El Emperador negó con la cabeza.

—¿Pero qué se pierde? Las colisiones aleatorias de datos que informan una mente compuesta es la misma cultura humana. El caos no es un producto periférico, es la esencia de la humanidad. Nunca sabremos qué cambios evolutivos nunca tendrán lugar si nos convertimos en simples vasos sanguíneos de este software mutante que los rix se atreven a llamar mente.

Oxham estuvo a punto de decir lo obvio, que el Emperador estaba utilizando los mismos argumentos contra los rix que los que usaban los secularistas contra su propio gobierno inmortal: los dioses vivos nunca eran beneficiosos para la sociedad humana. Pero se controló. Incluso a través de su apatía podía saborear la convicción del hombre, la extraña fijación de su pensamiento, y supo que no tendría sentido llamar su atención sobre este sutil punto ahora. Los rix y sus mentes compuestas eran la pesadilla personal de este Emperador. Adoptó una táctica menos argumentativa.

—Señor, el Partido Secularista nunca ha puesto en duda su política de bloquear la propagación de las mentes compuestas. Y permanecimos firmes en el gobierno de unidad durante la Incursión Rix. Pero los límites del Distrito Fronterizo han estado tranquilos durante al menos un siglo, ¿no es cierto?

—Ha sido un secreto, aunque sin duda habrá oído rumores durante la última década o así. Pero los rix han avanzado hacia nosotros una vez más.

El Emperador se levantó y apuntó a la oscuridad, y la masa rodante de estrellas se detuvo, y entonces comenzaron a deslizarse para mostrar las cuencas del Distrito Fronterizo avanzando hacia él. Una de las estrellas se posó en su dedo extendido.

—Esto, senadora, es Legis XV. Hace unas cinco horas los rix atacaron aquí con una pequeña pero determinada fuerza. Una misión suicida. Su objetivo era mantener prisionera a nuestra hermana la Emperatriz Infante mientras propagaban una mente compuesta por el planeta.

Durante unos momentos, la mente de Oxham se bloqueó. «Guerra» era la única palabra que venía a su mente. La Emperatriz Infante en manos extrañas. Si algo le pasara, los grises cosecharían una gran ganancia política, y el avance hacia un conflicto armado sería inevitable.

—Entonces, mi señor, ese es el motivo por el que los lealistas se han inclinado por una economía de guerra —dijo por fin.

—Sí. No podemos asumir que este sea un ataque aislado.

Su empatía captó una brizna de preocupación del Emperador.

—¿Se encuentra bien vuestra hermana, señor?

—Hay una fragata en el lugar, lista para intentar un rescate —dijo el Emperador—. El capitán ya ha lanzado la misión de rescate. Conoceremos el resultado en la próxima hora.

Acarició al gato. Ella sintió su resignación, y se preguntó si ya sabía el resultado del intento de rescate y estaba reteniendo la información.

Entonces Oxham se dio cuenta de que su partido estaba en peligro. Tenía que retirar la legislación antes de que se extendiera la noticia de la incursión rix. Una vez se hiciera pública esta atrocidad, su contraataque a los grises parecería traicionero. El Emperador le había hecho un favor (a ella y al Partido Secularista) con esta advertencia.

—Gracias, señor, por decirme esto.

Él puso una mano en su hombro. Incluso a través del espesor de sus ropas senatoriales, podía sentir el frío de su mano, su falta de vida.

—Este no es momento de trabajar unos contra otros, senadora. Debe entender que no tenemos nada en contra de su partido. Los muertos y los vivos se necesitan mutuamente, en la paz y en la guerra. El futuro que buscamos no es un lugar frío.

—Por supuesto que no, señor. Retiraré la legislación de inmediato.

Después de hablar, se dio cuenta de que el Emperador ni siquiera se lo había pedido. Supuso que eso era el auténtico poder, que se cumplieran los deseos de uno sin tener que dar órdenes.

—Gracias, Nara —dijo, con la fiera manía que había inundado su mente hacía unos momentos deslizándose de su conciencia a medida que regresaba a su anterior calma imperial—. Tenemos grandes esperanzas puestas en usted, senadora Oxham. Sabemos que su partido estará con nosotros en la batalla contra los rix.

—Sí, señor.

Realmente no podía decir otra cosa.

—Y esperamos que nos ayuden a combatir la mente compuesta, que podría haber tenido éxito en su intento de adueñarse de Legis XV.

Se preguntó qué había querido decir con eso exactamente el soberano. Pero continuó antes de que pudiera preguntarle.

—Nos gustaría invitarla a un consejo de guerra, senadora —dijo.

Oxham solo pudo parpadear. El Emperador apretó su hombro y dejó caer su brazo, girándose un poco. Se dio cuenta de que no era necesario aceptar. Si había otra incursión rix en curso, un consejo de guerra gozaría de un inmenso poder concedido por el Senado. Se sentaría con los humanos más poderosos de los Ochenta Mundos. Nara Oxham estaría entre ellos con su privilegio, con acceso a la información, con la capacidad de hacer historia. Con simple y puro poder.

—Gracias, mi señor —fue todo lo que pudo decir.

Él asintió levemente, con sus ojos centrados en la tripa blanca del gato. La bestia arqueó su espalda lánguidamente, hasta que el bulto del simbionte casi formó una omega sobre la cálida piedra roja.

Guerra.

Naves abalanzándose unas sobre otras en el tiempo comprimido de las velocidades relativistas, con sus tripulaciones esfumándose de la memoria de los familiares y amigos, sus vidas terminando en batallas de segundos cuyas tremendas energías liberaban breves nuevos soles. Asaltos mortales sobre poblaciones opositoras, cientos de miles de víctimas en unos minutos, continentes envenenados durante siglos. La investigación y la educación suspendidas mientras toda la economía del planeta se consumía en el hambre de la guerra por máquinas y soldados. Generaciones de historia humana despilfarradas en ambos bandos, heridos y exhaustos, en tablas. Y, por supuesto, la posibilidad real (la elevada probabilidad) de que su nuevo amante hubiera perecido antes de que todo acabara.

De repente Oxham se sintió horrorizada por su propia ambición, sus ansias de poder, la emoción que había sentido cuando le pidieron que ayudara a llevar a cabo esta guerra. Aún lo sentía dentro de ella: el placer resonante del estatus adquirido, nuevas cimas de poder escaladas.

—Mi señor, no estoy segura…

—El consejo se reunirá en cuatro horas —interrumpió el Emperador.

A lo mejor había previsto sus dudas y no quería escucharlas. Su cortesía reflexiva se afirmó, calmando la vorágine de motivaciones en conflicto. «No digas nada hasta que no estés segura», se ordenó. Se obligó a calmarse, centrándose en la lenta rueda sinestésica de los Ochenta Mundos que giraban alrededor del soberano y de ella misma.

El Emperador continuó:

—Para entonces ya tendremos noticias de la Lynx. Sabremos qué ha ocurrido en Legis XV.

Su mirada quedó capturada por una estrella roja fuera de la periferia del Imperio. La oscuridad se acumuló en los rabillos de sus ojos, como si estuviera a punto de desmayarse. Debía de haber entendido mal.

—¿La Lynx, señor?

—La nave de la Armada situada sobre Legis XV. Pronto intentarán el rescate.

—La Lynx —repitió—. ¿Una fragata, mi señor?

El Emperador la miró, observando su expresión.

—Sí, exacto.

Oxham se dio cuenta de que el Emperador había malinterpretado su conocimiento como pericia militar. Volvió a controlarse y continuó:

—Un golpe de suerte, señor, tener a un comandante tan distinguido en la escena.

—Ah, sí —susurró el Emperador—. Laurent Zai, el héroe de Dhantu. Sería una pena perderle. Pero una inspiración, quizás.

—Pero ha dicho que la fuerza rix era pequeña, mi señor. Seguro que en una operación de rescate el capitán…

—Perderle por un Error de Sangre, quería decir. En caso de que fracase.

El Emperador se irguió y Oxham se levantó con piernas temblorosas. El jardín volvió a iluminarse, borrando las falsas colinas de grano, las estatuas de los gatos, los Ochenta Mundos. El cielo sobre sus cabezas pareció frágil por un momento, un capricho ridículo, un castillo de naipes de cristal listo para ser derribado con un soplido.

Tan absurdo y frágil como el amor, pensó.

—Debo prepararme para la guerra, senadora Oxham.

—Le dejo, Su Majestad —consiguió decir.

Nara Oxham salió del jardín, ciega a sus distracciones, repitiendo las palabras del Emperador en su cabeza una y otra vez:

«Perderle, en caso de que fracase».