Oficial ejecutiva

Katherie Hobbes hizo una pausa para recomponerse antes de entrar en la cubierta de observación. Su informe era esencial para la supervivencia del capitán. No era momento para sentirse amedrentada por miedos de infancia.

Recordó su entrenamiento de gravedad en la nave orbital de la academia Phoenix. La nave, situada a baja altura sobre Hogar, era reorientada cada día de forma aleatoria. A través de los techos y suelos exteriores transparentes, el planeta podía estar colgado sobre sus cabezas, acechando vertiginosamente desde abajo o girado en cualquier ángulo imaginable. La gravedad artificial de la nave, ya de por sí comprometida por la proximidad con Hogar, también se reconfiguraba a intervalos de una hora. Las rutas entre las estaciones (que tenían que ser atravesadas rápidamente en los cortos intervalos entre clases) podían requerir una decena de cambios de orientación; la dirección de gravedad de cada pasillo cambiaba sin patrón. Solo unas pocas y precipitadas marcas pintadas con spray en las barras protectoras mostraban lo que venía cuando cambiabas de vestíbulo a vestíbulo.

El objetivo de todo este caos era romper el pensamiento bidimensional de un humano nacido en la gravedad. La Phoenix no tenía arriba o abajo, solo la geografía arbitraria de los números de las aulas, las coordenadas y los cuadros de asignación de los alumnos.

Por supuesto, en la carrera de un oficial de la armada la gravedad era una de las crisis de subjetividad más fáciles de sobrellevar. Para la mayoría de los reclutas, el Ladrón Tiempo, que robaba a tus amigos y tu familia, era más devastador que una pared que pasaba a ser el suelo durante la noche. Pero para Hobbes la pérdida de un abajo absoluto siempre había sido la mayor perversión de los viajes espaciales.

A pesar de su gran experiencia con la gravedad arbitraria, Hobbes seguía albergando un saludable miedo a caerse.

Así que, como era habitual, entrar en la cubierta de observación del capitán traía de vuelta el viejo vértigo. Era como que te pasaran por la quilla, supuso Hobbes. Pero al menos una quilla era visible. Sabía que no debía mirar a sus botas a medida que pasaban del suelo de hipercarbono a la superficie transparente de la cubierta. En lugar de eso, Hobbes mantuvo la mirada fija en el capitán Zai, encontrando seguridad en su forma familiar. De pie en una elegante posición con la espalda hacia ella, parecía estar suspendido en el espacio. La lana negra de su uniforme se fundía con el vacío, los ribetes de sus prendas, su cabeza y los típicos guantes grises flotando desmembrados hasta que los ojos de Hobbes se adaptaron a la oscuridad. La única luz venía de Legis XV, un adorno de color verde brillando sobre el hombro izquierdo de Zai. Con su distancia de 60 000 kilómetros de órbita geosincrónica (ese mundo tenía un día muy largo), no era el disco hinchado e iracundo que había sido durante el intento de rescate. Ahora era simplemente un ojo decorativo.

Hobbes miró al planeta con odio. Había matado a su capitán.

—Oficial ejecutiva informando, señor.

—Informe —dijo Zai, todavía mirando al vacío.

—Al realizar el postmortem…

La palabra se congeló en su boca. No había considerado su significado original en este contexto.

—Elección de términos adecuada, oficial ejecutiva. Continúe.

—Al realizar el PM, señor, hemos descubierto algunas anomalías.

—¿Anomalías?

Hobbes miró a la inútil llave codificada que tenía en la mano. Había preparado cuidadosamente archivos de presentación de los descubrimientos, pero no había ninguna pantalla en la cubierta de observación. Ninguna disposición de visualización en alta resolución, a excepción del espectáculo del universo mismo. Las imágenes que quería mostrar no revelarían nada en sinestesia de baja resolución. Tendría que usar únicamente las palabras.

—Hemos determinado que el soldado Ernesto murió por fuego amigo.

—¿El bombardeo desde la nave? —preguntó Zai tristemente, dispuesto a añadir otro saco de culpa a su fracaso.

—No, señor. El arma del iniciado.

Sus manos se crisparon.

—Idiotas —dijo en voz baja.

—Se lanzó una orden de invalidez sobre el arma del iniciado, señor. Intenté advertirle de que no disparara.

Zai negó con la cabeza, con su voz cada vez más hundida en la melancolía:

—Imagino que Barris no sabía lo que significaba la alarma. No debimos haberle dado un arma en absoluto. La estupidez no es una anomalía en el Aparato Político, Hobbes.

Hobbes tragó saliva ante una aseveración tan categórica, especialmente cuando aún había dos políticos a bordo. Por supuesto la cubierta del capitán, sin rasgos y temporal, era la estación más segura de la nave. Y, en cualquier caso, Zai estaba más allá de todo castigo. La muerte de la Emperatriz Infante (su cerebro había sido dañado más allá de la reanimación por el arma rix, como había confirmado la propia adepta Trevim) constituía un Error de Sangre.

Pero esta pasividad no era propia del capitán. Había estado más callado desde su promoción, pensó Hobbes, o quizás desde su cautiverio en Dhantu. Cuando Zai se giró, Hobbes se dio cuenta de las pequeñas arrugas en la línea de su mandíbula que marcaban la reconstrucción física. Menuda carrera más desventurada, pensó. Primero un cautiverio inconmensurablemente horrible, luego una situación con rehenes imposible.

—Esa no es la anomalía, señor —dijo, hablando cautelosamente—. También hemos echado un vistazo a las visualizaciones del casco de la cabo Lao.

—Buen hombre, la cabo Lao —murmuró Zai. La construcción del género vadana sonó extraña a los oídos de Hobbes, como siempre. —Pero ¿visualizaciones? Estaba aislada por el campo.

—Sí, señor. Sin embargo, hubo unas pequeñas ventanas de transmisión. Lo suficientemente largas para el diagnóstico de la armadura e incluso para algunas visualizaciones.

Zai la observó con mirada penetrante, con la expresión perdida y filosófica abandonando por fin sus rasgos escarpados. Hobbes supo que había despertado su interés.

El capitán tenía que ver las visualizaciones del casco de Lao. Las armas y armaduras de los soldados orbitales comunicaban continuamente con la nave durante la acción, informando del estado del equipo, el estado de salud del soldado y proporcionando imágenes de la batalla. Las visualizaciones de los cascos eran monocromas de bajo grado y a solo nueve fotogramas por segundo, pero abarcaban 360 grados, y a veces revelaban más de lo que veían los propios soldados.

Sencillamente Zai tenía que verlas antes de que aplicara una hoja afilada de error sobre su vientre. Y dependía de la oficial ejecutiva Katherie Hobbes que lo hiciera.

—Señor, la herida de entrada de la soldado rix parece un golpe directo.

Ya estaba. Lo había dicho. Hobbes sintió una única gota de sudor descender a lo largo de su espalda en el punto en el que la posición de firmes dejaba un espacio entre la lana y la piel. Un cuidadoso análisis de esta conversación, como el que podía llevar a cabo algún día el Aparato, podía establecer la teoría que Hobbes y algunos de los otros oficiales habían empezado a considerar tácitamente.

—Oficial ejecutiva —dijo su capitán, extendiéndose hasta su máxima altura—, ¿está intentando por casualidad… salvarme?

Hobbes estaba lista para esto.

—Señor, «El estudio de una batalla ya luchada es tan esencial como la batalla que está por venir». Señor.

—«Combate» —corrigió Zai, prefiriendo evidentemente una traducción anterior.

Pero pareció complacido, al igual que otras veces que Hobbes citaba el viejo sabio de la guerra Anónimo 167. El capitán incluso esbozó una sonrisa, la primera que se había visto en su rostro desde la muerte de la Emperatriz. Pero entonces se volvió amarga.

—Hobbes, en mis manos hay una daga de error, si se le puede llamar así.

Abrió una mano para revelar un pequeño rectángulo negro. Era un mando a distancia programable de uso único.

—¿Capitán?

—Un hecho poco conocido: para los elevados, la daga de error puede adoptar prácticamente cualquier forma. Es una cuestión de elección. El general Richard Tash y su volcán, por ejemplo.

Hobbes frunció el ceño al recordar la vieja historia. Uno de los primeros Errores, una batalla perdida durante la Consolidación de Hogar. Nunca se le había ocurrido que el suicidio de Tash había supuesto algún tipo de trato especial. La perspectiva de magma ardiendo no parecía tan tentadora como para solicitarla.

—¿Señor? No estoy segura de…

—Este mando está programado para provocar un estado de guerra de alta emergencia en la Lynx, eliminando todo protocolo de seguridad —explicó él, girando el mando en su mano—. Una secuencia de órdenes estándar, en realidad, útil para las patrullas de bloqueo.

Hobbes se mordió el labio. No lo entendía.

—Por supuesto, la cubierta del capitán no es parte de la configuración de combate de la Lynx, ¿verdad, Hobbes?

Una oleada de vértigo se apoderó de Katherie Hobbes, como si la gravedad de la nave hubiera cambiado y se hubiera dado la vuelta sin previo aviso. Cerró los ojos, luchando por controlar las salvajes rotaciones de su equilibrio, enumerando los procedimientos de las estaciones en estado de batalla de emergencia: mamparas selladas, armas cargadas, plena extensión del colector del módulo de energía, y eliminando la atmósfera de cualquier construcción temporal sensitiva a la aceleración, como la cubierta en la que estaba ahora. Existían seguridades, por supuesto, pero podían ser contraordenadas.

Sintió como si estuviera cayendo, precipitándose en el vacío con este hombre.

Cuando abrió los ojos, él había dado un paso hacia delante con rostro preocupado.

—Lo siento, Katherie —dijo suavemente—. Pero tenía que saberlo. Usted asumirá el mando cuando ocurra. Ningún intento de rescate, ¿entendido? No quiero despertarme en una cama con los ojos fuera de sus cuencas.

—Por supuesto, señor —consiguió decir con una voz que sonó áspera, como si se acercara el frío.

Tragó saliva, una respuesta refleja ante el vértigo, e intentó no imaginar el rostro del capitán tras la descompresión. Esa horrible transformación era algo que no podía ocurrir. Simplemente tendría que salvarle.

Él pasó a su lado dirigiéndose hacia la puerta abierta de la cubierta, cambiando el campo negro de estrellas por metal sólido. Ella le siguió y cerró tras de sí la enorme puerta, sellándola para mayor protección.

—Ahora —dijo el capitán Zai mientras se abría la puerta interior— me gustaría ver esas visualizaciones. «Ninguna marca de la guerra es demasiado pequeña como para no merecer un estudio detallado», ¿verdad, Hobbes?

—Sí, señor. —Una vez más, Anónimo 167.

Mientras seguía a su capitán al puente de mando, agradecida por tener sus pies sobre denso hipercarbono, Katherie Hobbes se permitió albergar una incierta brizna de esperanza.