Médico
El doctor Vechner sintió sus manos limpiando sus ojos de gel.
Volvió a toser al notar cómo inundaba su boca otro residuo de materia salado del tamaño de una ostra. Lo escupió y pasó la lengua por los dientes. Fétidas astillas se retorcieron en la masa verde que cubría el suelo a sus pies.
Miró hacia arriba, jadeando, a quienquiera que estuviese sujetando su cabeza.
Una soldado le miraba a través de su visor abierto. Su rostro aguileño parecía demasiado viejo para saltar, compuesto y hermoso en la semioscuridad. Estaba dentro del hemisferio de un pequeño campo estático.
La soldado (una cabo, según pudo apreciar) chasqueó la lengua y una voz sintetizada dijo:
—Señor, curar.
Apuntó a una forma tendida en el suelo.
—Ah —dijo Vechner con su mente intentando abarcar las dimensiones de la situación, ahora que había cumplido con el imperativo de vaciar sus pulmones.
Ante él, en brazos de un oficial imperial cubierto de sangre, estaba la Emperatriz Infante. Estaba poseída por algún tipo de espasmo. La saliva resbalaba por su barbilla, y sus ojos estaban abiertos de par en par y vidriosos. Su piel parecía pálida, incluso para un elevado. La forma en que el brazo derecho de la Emperatriz aferraba su caja torácica hizo pensar a Vechner: «infarto».
No tenía sentido. El simbionte no permitiría algo tan peligroso como un evento cardíaco.
Vechner buscó en su mochila y extrajo sus herramientas de médico. Enroscó un polígrafo en la muñeca de la Emperatriz y lo conectó, preparando una dermis adrenalógica mientras el pequeño dispositivo se iniciaba. Tras un momento, el polígrafo se tensó, enrollándose como una pequeña cobra metálica, y dos agujas se insertaron en las venas de la Emperatriz. Las cifras sinestésicas indicaron la presión sanguínea y el pulso, y el polígrafo realizó una serie de pruebas sanguíneas en busca de venenos, nanocomprobaciones y análisis de anticuerpos. El ritmo cardiaco era extrañamente alto; no era un paro. Surgieron los resultados de las pruebas de sangre; todas negativas.
Vechner hizo una pausa con la jeringuilla en la mano, sin saber qué hacer. ¿Qué era lo que estaba provocando esto? Estiró con un pulgar los párpados de la Emperatriz. Un vaso sanguíneo se había roto en uno de sus ojos, provocando una mancha roja. La Emperatriz Infante gorgoteó, produciendo burbujas en sus labios.
«Ante la duda, tratamiento de choque», decidió Vechner. Extrajo un cóctel de choque de su maletín, apretándolo contra el brazo de su paciente. La dermo siseó, y la tensión de los músculos de la Emperatriz pareció relajarse.
—Está funcionando —dijo el oficial imperial esperanzado.
Vechner se dio cuenta de que era un almirante. Un almirante, pero tan solo un observador en esta horrible situación.
—Eso no era nada más que un estabilizador general —respondió Vechner—. No tengo ni idea que lo que está ocurriendo.
El médico extrajo una envoltura de ultrasonido del maletín. El almirante le ayudó a extender la fina manta metálica alrededor de la Emperatriz. La envoltura emitió un murmullo, y una imagen empezó a formarse en su superficie. Vagas formas, los órganos de la Emperatriz, se fueron haciendo más nítidas. Vechner vio el corazón latente, los segmentos del simbionte a lo largo de la columna vertebral, el tenue resplandor del sistema nervioso y… algo más, justo bajo el corazón. Algo fuera de lugar.
Activó el vínculo con la inteligencia artificial médica de la Lynx, pero tras unos segundos de intentarlo la conexión resultó fallida. Por supuesto; el campo estático bloqueaba la transmisión.
—Necesito ayuda en el diagnóstico —explicó a la cabo—. Baje el campo.
La soldado miró al almirante, la cadena de mando reafirmándose. El anciano asintió. La cabo se echó el arma al hombro y escaneó la cámara del consejo; a continuación extendió un brazo hacia los controles del generador del campo.
Antes de que sus dedos los alcanzaran, un estruendo horrible hizo temblar la habitación. La cabo cayó sobre una rodilla, buscando un posible objetivo entre la nube de polvo. Sonó otra explosión, esta vez más cerca. El suelo saltó bajo los pies del médico, haciéndole caer. La cabeza de Vechner golpeó el borde del campo estático y, mirando hacia abajo, vio que el suelo de mármol se había agrietado a lo largo de la circunferencia del campo. El doctor Vechner cayó en la cuenta: el campo era una esfera, que atravesaba el suelo en un círculo a su alrededor. La última sacudida había sido lo suficientemente fuerte como para erosionar el mármol en el punto en el que quedaba separado por el campo.
Otro par de explosiones sacudieron el palacio. Vechner esperó que el suelo estuviera soportado por algo más elástico que la piedra. De lo contrario, era muy posible que su pequeña circunferencia de suelo de mármol cayera hasta el siguiente nivel, y no tenía ni idea de a cuánta distancia quedaba este nivel.
A través del campo escuchó débilmente los gritos del resto de rehenes; unos cuantos elementos decorativos del recargado techo habían caído entre ellos. Un pedazo de piedra rebotó en el negro hemisferio justo encima de la cabeza de Vechner.
—¡Serán idiotas! —gritó el almirante—. ¿Por qué siguen bombardeándonos?
La cabo de la Armada permaneció abúlica, golpeando con la punta de la bota el mármol agrietado del límite del campo. Miró al techo.
Se quitó el casco y vomitó profesionalmente, tan limpiamente como el alcohólico más experimentado, expulsando la pasta verde de sus pulmones sobre el suelo.
—Lo siento, doctor —dijo—. No puedo bajar el campo. El techo podría derrumbarse en cualquier momento. Tendrá que hacerlo sin ayuda.
Vechner se levantó temblando y asintió. Un regusto metálico había reemplazado a la fresa del oxicompuesto. Escupió en sus manos y vio sangre. Se había mordido la lengua.
—Perfecto —murmuró, y se giró hacia su paciente.
La envoltura de ultrasonido iba componiendo lentamente la distribución de los órganos de la Emperatriz Infante, moviéndose como un ser vivo, ajustándose a ella. La forma bajo el corazón de la Emperatriz estaba clara ahora. Vechner la observó con horror.
—Maldición —maldijo—. Es…
—¿Qué? —preguntó el almirante.
La cabo apartó la vista de la puerta abierta de la cámara del consejo un momento para mirar por encima del hombro.
—Parte del simbionte, creo.
El palacio volvió a temblar. Cuatro sacudidas casi seguidas provocaron una lluvia de polvo y fragmentos de piedra sobre el campo que les cubría.
Vechner seguía mirando fijamente.
—Pero no debería estar ahí… —dijo.