Capítulo 34
Acuífero del lago Ness
El agua fría me despertó. Noté que se filtraba dentro de mi Newt Suit y empapaba mi ropa.
Abrí los ojos.
Estaba en posición horizontal, suspendido del costado izquierdo, con los brazos mecánicos sujetos a mi espalda de cualquier manera. Me dolía la cabeza, mi mente seguía confusa, pero daba la impresión de que me estaba moviendo…, de izquierda a derecha, de derecha a izquierda, surcando a gran velocidad la oscuridad.
Era una sensación peculiar.
¡Solo entonces me di cuenta de que estaba en las fauces del monstruo!
El animal debía haberse apoderado de mí cuando caía en la grieta, asiéndome de costado para evitar las luces.
Una oleada de miedo recorrió mi cuerpo como una corriente eléctrica. Intenté moverme, pero enseguida paré cuando noté que el animal compensaba mis esfuerzos cerrando más las mandíbulas sobre mi traje de buceo, ya bastante maltrecho.
Si quería, la drakonta me despedazaría en cuestión de segundos.
—¿True? —susurré en mis auriculares—. ¡True!
No hubo respuesta.
Extraje con sumo cuidado mis brazos de las mangas de aluminio y palpé con las manos el interior del traje. Noté que entraba agua por debajo de mi cuádriceps derecho… ¡por culpa de un diente afilado como un cuchillo que lo perforaba! Otro colmillo había agujereado una de las cápsulas de articulación de encima del hombro, y de ahí manaba sangre, y dos más habían perforado mi pierna izquierda y estaban apretando la carne.
Miré hacia atrás y vi el techo de la boca de la bestia. Una sola hilera de dientes curvos y afilados descendía hacia el centro de la garganta y llegaba al hueso mandibular de la anguila. Eran los «ganchos» de la naturaleza, que impedían escapar a la presa de la anguila.
Un escalofrío recorrió mi espina dorsal cuando eché un vistazo a mi medidor de profundidad: doscientos cuarenta y cuatro metros. Puesto que la profundidad del lago en las cercanías del castillo de Aldourie era tan solo de doscientos diecisiete, teníamos que estar en la grieta. Antes de haber podido asimilar la gravedad de mi situación, caí en la cuenta de otra circunstancia desastrosa.
Cuando el monstruo me había mordido, había perdido la conciencia al instante, debido al repentino cambio de presión experimentado cuando los dientes perforaron el traje. Los dientes de la drakonta estaban ahora cerrando herméticamente los agujeros. Cuando abriera la boca y sacara los dientes, ¡el súbito aumento de presión me aplastaría antes de poder ahogarme!
Mi cuerpo se puso rígido. Empecé a hiperventilar.
«¡Cálmate, Zachary, todavía no estás muerto! Respira».
Abrí los ojos, miré por la burbuja transparente del casco y me di cuenta de que las luces no funcionaban. Palpé dentro del guante izquierdo y comprobé que el interruptor estaba desconectado, tal vez un acto reflejo antes de desmayarme.
Sopesé la posibilidad de activarlo, pero tuve miedo de asustar al monstruo. No podía hacerlo, y menos a esas profundidades.
Miré hacia abajo y me concentré en mis instrumentos.
El curso era cero-seis-cero. Nos estábamos moviendo en dirección este nordeste…, solo que ahora la profundidad iba en descenso.
Doscientos diecisiete metros… Doscientos cuatro metros… Ciento ochenta y nueve…
¿Dónde estábamos? ¿En el lago Ness, o en el pasaje submarino, en dirección al mar del Norte?
Tenía que averiguarlo.
Introduje la mano derecha dentro de mi manga y busqué las pinzas, sin dejar de sujetar la luz manual. Contuve el aliento, apreté el aparato como el gatillo de un revólver y activé el pequeño faro.
—Oh, Dios…
El vello de la nuca se me erizó, y nuevas oleadas de miedo inundaron mi mente.
Mi rayo estaba iluminando el interior de la cabeza del monstruo, un horrendo orificio erizado de filas de dientes afilados como estiletes. Los colmillos superiores e inferiores medirían fácilmente veinte centímetros, y los incisivos más pequeños eran más chatos, y anchos como mi mano.
Parecía un milagro que hubiera sobrevivido al ataque inicial del monstruo. Ahora, la pregunta era: ¿adónde me estaba llevando?
Giré un poco el antebrazo y ajusté la luz del foco para que saliera por el lado de la boca abierta del monstruo.
El círculo de luz perforó la negrura y reveló empinadas paredes de roca.
¡Estaba en lo cierto! Habíamos dejado atrás la pared oriental del lago Ness, y ahora estábamos recorriendo un pasaje subterráneo que nos conduciría al mar del Norte.
Sabía que nunca llegaríamos, pues el túnel estaba cortado en algún punto.
Mis músculos temblaban, y tuve la impresión de que mi vida estaba llegando a sus últimos y preciosos momentos.
El indicador de profundidad continuaba subiendo. Ciento setenta y un metros… Ciento sesenta y tres… Ciento cincuenta y seis…
Y de pronto, nos estabilizamos y mis oídos se destaparon, y cerré los ojos a la espera de morir.
Y esperé…
Y esperé…
Volví a abrir los ojos, y salí volando de la boca del monstruo, arrojado a la oscuridad.
Una repentina y dolorosa sacudida me dejó sin aliento cuando aterricé sobre la mochila contra lo que tenía que ser roca sólida.
Me desplomé dentro de mi traje roto, incapaz de respirar, mientras mi mente me chillaba que encendiera las luces.
Jadeante, conseguí activar el interruptor de mi guante izquierdo, y encendí las tres luces.
El rayo de delante alcanzó al monstruo en sus horrendos ojos amarillentos, y retrocedió a toda prisa hacia el río subterráneo desde el cual habíamos llegado.
Mi mente pugnó por recordar la espantosa imagen, mientras mi pecho se esforzaba por inhalar aire.
La cabeza del monstruo era colosal, y su cara, una combinación de anguila gigante y murciélago. Las ventanas de la nariz achatada eran pronunciadas, y revelaban una boca erizada de una serie de dientes alargados que avergonzarían a un tiranosaurio. La mayoría estaban encajados dentro de la mandíbula, pero varios de los colmillos más largos sobresalían de la boca en ángulos caprichosos, como en el caso de un rape, y me pregunté si el animal podía cerrar las mandíbulas sin empalarse. Una espesa crin comenzaba en lo alto del cráneo, que estaba cubierto de lesiones purulentas, y sus ojos eran una versión amarillenta de aquellos que me habían mirado hacía una eternidad en el mar de los Sargazos.
Contemplé el rayo de luz, que terminaba en el estanque de aguas oscuras y estancadas, consciente de que el monstruo estaba esperando bajo su superficie gorgoteante.
Todo me dolía, cada vez que respiraba me acordaba del momento en que había aterrizado en el suelo. ¿Dónde me hallaba? Ya no estaba bajo el agua, de eso no cabía duda. No obstante, mis indicadores me informaron de que me encontraba a ciento cincuenta y cuatro metros bajo la superficie.
Intenté cambiar de posición dentro del enorme peso del traje de buceo, pero solo conseguí sentarme de una forma incómoda. Con el foco delantero apuntado a la superficie del agua, moví el brazo derecho y apunté la luz que sostenían las pinzas a mi nuevo entorno.
Me hallaba en una inmensa caverna subterránea, sin duda tallada en la geología del Great Glen durante el último período glaciar. Sobre mi cabeza, las estalactitas rezumaban gotas de humedad desde un techo arqueado que se extendía doce metros sobre el estanque de aguas oscuras. El acuífero mediría unos dieciocho metros de anchura, y corría de oeste a este a través de la cámara de roca, similar a un túnel, para morir en un muro derrumbado a mi izquierda. Al otro lado de la vía fluvial había una orilla dentada más ancha que daba la impresión de correr paralela al río, siguiendo la longitud del pasaje, hasta donde llegaba mi haz de luz.
Yo estaba en la orilla norte, que parecía más un pequeño afloramiento rocoso. Hice girar las pinzas de mi manopla derecha y dirigí la luz manual hacia el lugar donde me hallaba sentado.
—Oh, Dios…
¡Estaba tendido sobre pilas de escombros compuestos de carne y huesos podridos! Algunos eran restos de animales, pero otros eran humanos.
«La guarida del dragón. ¡La visión de mis terrores nocturnos!».
Oleadas de terror amenazaron con arrojarme a un mar de locura.
«¡Esto no está pasando! ¡Hace seis meses estaba en el soleado sur de Florida, trabajando en la universidad! ¡Hace seis horas estaba haciendo el amor con Brandy MacDonald en la habitación de mi hotel!».
—¡No… no… no! —me sobresaltó oír mi propia voz apagada—. No estoy aquí… Estoy dormido. ¡Despierta, Zachary! ¡Despierta de una puta vez!
Pero sí estaba allí, rodeado de los peores horrores que había imaginado, y ahora necesitaba que el hemisferio izquierdo de mi cerebro tomara el control, antes de que el derecho me enviara al fondo de un abismo mental.
—¡Basta! ¡Mantén la calma! Escúchame, Wallace, estás vivo. Estás vivo dentro de una caverna, dentro de un acuífero. Has salido del agua, y estás tendido sobre un afloramiento rocoso. Estás rodeado de aire, lo cual significa que la presión es correcta. Utiliza tus luces, utiliza tu inteligencia, ¡y encuentra una puta forma de salir de aquí!
Las palabras de ánimo devolvieron la lucidez a mis pensamientos.
—Muy bien, Zack, iremos paso a paso. Paso uno, has de salir de este Newt Suit, porque solo así conseguirás moverte. Paso dos, has de llegar a ese dique. Paso tres, vas a colocar los explosivos en los escombros y…
Mis luces parpadearon y disminuyeron de intensidad.
Mi corazón se aceleró.
Y entonces, los oí…, susurros en la oscuridad, que avanzaban hacia mí desde las sombras.
«Paso cuatro, vas a ser presa del pánico…».
Castillo de Aldourie
La luz grisácea del día se filtraba a través de los antiguos cristales manchados, y arrojaba sombras góticas sobre los pasillos de la mansión desierta.
True y su padre se abrieron paso a través de décadas de telarañas y polvo, hasta llegar al estudio, sorprendidos al ver la puerta entreabierta.
True hizo una seña a su padre, para después abrir de un tirón la puerta y precipitarse al interior, donde descubrió asombrado a su hermana, parada junto a una inmensa chimenea de piedra y mortero.
—¿Brandy?
—¿Qué está haciendo aquí? —preguntó Alban.
Antes de que True pudiera responder, una voz gritó desde dentro de la chimenea:
—¡Está atascada!
Angus pasó por debajo de la repisa y salió de las sombras, con la cara y las manos cubiertas de hollín.
—Vaya, vaya, parece una reunión de familia disfuncional.
—No tenías que haber traído a Brandy aquí, Wallace —dijo Alban—. ¡Hiciste un juramento!
—Que les den por el culo a los Caballeros Negros, y que te den por el culo a ti también, Cascarrabias. La vida de mi hijo es más valiosa que cualquier juramento. —Se volvió hacia True—. Me alegro de verte, grandullón. Sé amable y préstanos tu corpachón, el pasadizo está atascado.
True miró a su padre, y después se reunió con Angus dentro de la chimenea. Los dos empujaron la pared del fondo, hasta que la mampostería giró sobre su pivote y dejó al descubierto un hueco oscuro, que recordaba el pozo vertical de una mina.
El pozo se hundía en la tierra, al igual que una gruesa cuerda enlazada alrededor de una polea, sujeta a una viga de acero que corría sobre sus cabezas.
Angus tiró de un extremo de la cuerda y levantó una pequeña plataforma de madera.
—¿Traes cargas, True? Tal vez las necesite para volar los escombros que bloquean el túnel.
—Solo tengo dos, pero deberían bastar. En cualquier caso, te voy a acompañar.
—Yo también —dijo Brandy, y se apretó entre ambos.
—Ella no irá a ninguna parte —gruñó Alban—. No es un Caballero Negro…
—Ni soy una MacDonald —replicó la joven—, ¡ya no! Es posible que tu sangre corra por mis venas, pero has tratado al monstruo mejor que a tu propia hija.
—Soy tu padre, y me harás caso…
—¿Padre? No has sido mi padre desde…, desde que mi madre murió, así que no intentes hacer valer tu autoridad sobre mí.
Alban empezó a decir algo, después calló, al ver la ira en el rostro de Brandy, como si fuera la primera vez que la veía.
—Dios mío, ahora que te veo…, es como verla a ella. Te has convertido en una mujer hermosa. Tienes los ojos y los pómulos de tu madre, pero también mi carácter, Dios se apiade de ti.
—Que Dios se apiade de todos nosotros —murmuró True.
—Tienes razón, Brandy. No merezco ser llamado padre. —Se secó las lágrimas—. Lamento lo que te hice. No espero que me perdones, pero nunca me perdonaría si te dejara exponerte al peligro.
La ira de Brandy se calmó, y sintió un nudo en la garganta.
—¿Por qué lo dices ahora, viejo idiota?
—Tu madre… solía hacerme entrar en razón. Soy un viejo testarudo, pero tal vez pueda cambiar. Si me dejas, quizá pueda enmendar algunos yerros antes de que me entierres, ¿eh?
Angus asintió.
—Bien dicho, hermano caballero.
Brandy avanzó hacia su padre, pero Alban, sin saber cómo reaccionar, la paró con algo a medio camino entre un abrazo y una palmada en la cabeza.
—Muy bien, escuchadme ahora, los dos os vais a quedar aquí, solo yo acompañaré a Angus abajo.
True empezó a protestar, pero la expresión ceñuda de su padre zanjó la discusión.
Alban entró en la chimenea y rebuscó en el pozo. Sujetó los dos extremos de la cuerda y pisó con cuidado la plataforma.
—Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que lo hice. Vamos, hermano Wallace, tu chico necesita nuestra ayuda.
—Espera, Angus, coge esto.
True le dio los dos G-SHOK, y le enseñó a toda prisa a armar las espoletas.
Angus se guardó los explosivos en el bolsillo, comprobó las linternas, se puso al lado de Alban y agarró el lado derecho de la cuerda.
Los dos Caballeros Negros de la Orden del Temple soltaron el cable y dejaron que el contrapeso hiciera descender lentamente el montacargas hacia la oscuridad.
En la guarida de la drakonta
Estaban por todas partes, daban vueltas en las aguas estancadas del acuífero, reptaban tras de mí sobre las rocas, surgían de las sombras. Anguilas… Docenas, tal vez centenares. La saliva gorgoteaba en el fondo de sus gargantas, y los sonidos agudos llegaban a mis oídos como si fueran susurros.
Grité a pleno pulmón con la esperanza de asustarlas, pero el casco apagó el sonido, y sus lesiones cerebrales las inmunizaban.
Necesitaba hacer algo, y deprisa.
Mis luces parpadearon de nuevo y saltaron chispas a mi espalda. ¡Las anguilas estaban mordiendo los cables conectores de mi mochila!
Lancé contra ellas mi brazo mecánico con un gruñido, pero el alcance limitado del movimiento lo convirtió en inútil.
«Tendría que haber hecho caso a Brandy… Tendría que haber hecho caso a True. Pero nooooo, tenías que hacerte el tío duro, tenías que hacer frente a tus miedos como el jodido de sir William. ¡Idiota! ¿Se te ocurrió en algún momento que tal vez los sueños te estaban advirtiendo de que no bajaras aquí?».
Mis ojos captaron un movimiento. Ajusté el ángulo de mi rayo.
A la tenue luz vi la lechosa superficie gris del río y un par de ojos amarillentos, cuando se zambullían de nuevo en el agua como los de un cocodrilo al acecho.
La drakonta no tenía prisa, esperaba a que mis luces fallaran.
«¡Muy bien, Wallace, piensa! Es probable que las anguilas se hayan zampado el cordón umbilical, de modo que dentro de pocos minutos toda la mochila fallará».
La idea de quedarme en una oscuridad absoluta con aquellos depredadores era incluso más aterradora que morir. Aún tenía los explosivos, pero el peso del Newt Suit me imposibilitaba arrojar las minibombas.
Tenía que desprenderme de mi armadura protectora.
Solté la luz manual y tanteé la pretina de mi piel de aluminio con ambas pinzas, y luego me quité el cinturón polivalente que contenía las cargas. Después de grandes esfuerzos, conseguí quitarme las correas de la mochila.
El pesado ensamblaje de la hélice resbaló de mis hombros y cayó detrás de mí. El ruido provocó que varias anguilas huyeran entre las rocas.
Ahora solo me quedaba una luz de baja intensidad.
Con manos temblorosas, abrí los cierres de los pestillos que mantenían sujetas las dos secciones del Newt Suit.
Extraje los brazos de las mangas metálicas y empujé hacia arriba la parte interior de mi casco. El torso del traje de buzo cedió con un silbido y se separó de la mitad inferior.
Respiré hondo varias veces, me quité el peso del torso del ADS, y después lo dejé en el suelo con cuidado, por si me decantaba por una rápida huida.
Inhalé una húmeda bocanada de aire, salí de la mitad interior del ADS, y empuñé la luz manual, con la cual escudriñé el perímetro.
Las anguilas emitieron gorgoteos desde las sombras, con sus ojos iluminados por mi haz.
Estaba aterrorizado e indefenso por completo. La atmósfera de la cámara era rancia y acre, y era casi imposible respirar sin toser.
La luz parpadeó y su potencia se redujo a la mitad.
Tuve la impresión de que la sangre se helaba en mis venas.
Las anguilas se arrastraron hacia mí desde las sombras.
Empecé a toser de forma incontrolable, y la cámara dio vueltas a mi alrededor. Apunté la luz a la mochila rota, desprendí una bombona de aire y me la llevé a la cara para respirar.
Las anguilas cercanas al agua se alejaron a toda prisa cuando la drakonta salió del agua. De su espantosa colección de dientes goteaba abundante saliva.
Una gruesa capa de lodo cubría su cabeza, crin y cuello de serpiente, y en el tenue círculo de luz vi brillar un momento los colores del espectro.
¿Colores?
¡Era petróleo! Y estaba por todas partes, goteaba del techo, impregnaba el río.
Busqué en el suelo el cinturón polivalente… ¿Dónde coño estaba? «¡Allí, debajo de la parte superior del Newt Suit!».
Mi luz se apagó, le di varios golpes, desesperado, y resucité de momento el rayo.
La cabeza del monstruo se elevó, y el animal utilizó sus aletas pectorales delanteras para extraer su torso de serpiente de las aguas estancadas, mientras las anguilas surgían de las grietas de las rocas y avanzaban en mi dirección.
Lancé de una patada huesos y piedras contra una anguila, mientras sacaba el cilindro y la cápsula de un G-SHOK del cinturón. Los encajé, arrojé el explosivo armado hacia el agua estancada y me agaché.
¡Bum!
Un destello de luz blanca, y después una oleada de calor infernal que chamuscó mi cara y me arrojó de espaldas contra la pared de roca.
Durante un largo momento me quedé aovillado. La cabeza me zumbaba.
«¡Arriba, saco de mierda! ¡Abre los ojos!».
Me sacudí las telarañas del cerebro y me senté, mientras tosía a causa del aire cargado. Las anguilas iban de un lado a otro, y a través de mi visión borrosa vi algunas en llamas. Ardía el estanque de agua, al igual que el techo, y la fisura que corría sobre la sección derrumbada del túnel a mi izquierda escupía llamas azules.
La drakonta se había ido, pero vi sus burbujas de aire reveladoras y la corriente que desplazaba bajo el agua, en dirección a la orilla opuesta.
Las llamas empezaron a extinguirse, excepto la preciada llama azul que ardía en el techo sobre el montón de escombros. Sobre aquella geología fracturada, había un oleoducto roto en algún lugar, y estaba vertiendo crudo en el acuífero, envenenando el alma del Great Glen y de su habitante más grande.
Se había vertido mucho petróleo en el acuífero, y ahora se estaba filtrando en el pasaje y en el lago Ness. Era preciso extraerlo.
Sabía lo que debía hacer.
Ceñí el cinturón de explosivos alrededor de mi cintura y empecé a trepar a toda prisa sobre los montones de rocas, en dirección al extremo este de la cámara. Había huesos de animales por todas partes, algunos fosilizados, otros todavía cubiertos de pedazos de carne y pellejo. Tropecé con una pila podrida de harapos y carne, encajada entre dos piedras grandes, y su hedor me provocó náuseas.
—Oh, Jesús…
El rostro de la víctima estaba ceniciento y púrpura; los restos del cuerpo, retorcidos y rotos. Enormes marcas de dientes recorrían el cadáver, parecidas a agujeros de alquitrán del tamaño de mi puño. Faltaban los dos brazos, devorados hasta el hueso, y le habían mutilado las piernas justo por encima de las rodillas. Las vértebras inferiores de la columna vertebral sobresalían espantosamente de la espalda de la camisa de seda italiana color caoba y la chaqueta deportiva Armani a juego, con la corbata de color crema todavía anudada.
El monograma rojo cosido se veía con claridad en la manga izquierda: J. S. C.
John Cialino.
Los restos de la carne de Johnny C. no estaban hinchados como las víctimas de un ahogamiento. Había muerto como resultado del ataque.
La revelación de que Angus había dicho la verdad dio la impresión de asquearme y dotarme de nuevas fuerzas a la vez. Yo era el culpable, no él. Si existía una salida de este agujero infernal, tenía que encontrarla, aunque solo fuera para demostrar la inocencia de mi padre.
Respiré hondo, tosí y saqué a rastras el cadáver de Cialino de las rocas.
El hedor era abrumador.
Corrí sobre el afloramiento en dirección al dique, con el cuerpo tembloroso a causa de la adrenalina y el miedo. Con el cadáver de Cialino encajado bajo el brazo izquierdo, extendí el derecho, busqué un apoyo seguro, y después recorrí con cuidado la pila de rocas y cascotes que bloqueaban el río subterráneo.
El camino era traicionero; la roca, resbaladiza a causa del petróleo. Paso a paso fui avanzando, rezando para que las llamas agonizantes del techo que ardían sobre mi cabeza aguantaran un poco más. Agarré una roca, rodeé unos cascotes con la pierna derecha, en busca de un punto de apoyo, y entonces resbalé, lancé la mano derecha hacia arriba instintivamente y encontré una pieza de metal lisa y fría.
Me así, y después adopté una postura más segura. Me había sujetado a una barra de hierro, oxidada y antigua, parte de lo que parecía un inmenso portal sepultado bajo los escombros.
¿Qué hacía allí?
La caverna se oscureció. Miré hacia atrás y vi los últimos focos de fuego, que se convertían en humo junto al agua.
Solo la llama azul que había sobre mi cabeza iluminaba la cámara.
«Vamos, Wallace, termina la faena antes de que acabes como Johnny C.»
Llegué a la mitad del dique, preparé a toda prisa los restantes once explosivos con espoletas de tres minutos, y después dejé caer cada uno de los cilindros entre las grietas de cascotes y rocas.
Con las prisas, me olvidé de que tendría que haber guardado algunos.
«Demasiado tarde. ¡Sigue moviéndote!».
Proseguí la marcha, y medio resbalé medio trepé sobre los restantes peñascos con los restos de Johnny C, hasta que me descubrí mirando hacia la orilla opuesta.
—Joder…
A la luz parpadeante del techo vi dos inmensas sombras. Congrios, el pariente de las aguas saladas de las anguilas. Las enloquecidas bestias, cada una de las cuales debía de pesar más de ochenta kilos, me silbaron como cobras.
«Queda otro medio minuto, tal vez menos. ¡Lárgate del dique!».
—¡Eh! ¡Fuera de aquí!
Agarré algunas piedras y las arrojé contra los depredadores, consiguiendo que retrocedieran unos metros.
«¡Idos!».
Tiré los restos de Cialino a la orilla y salté de los escombros, desesperado por alejarme del dique.
Demasiado tarde.
Mi cerebro pareció dar vueltas dentro de mi cráneo cuando múltiples explosiones se sucedieron detrás de mí como piezas de dominó, y alumbraron la oscuridad con brillantes llamas anaranjadas. Recibí metralla en la cabeza y la espalda, y la onda expansiva me arrojó al río negro.
Los bums sonaban apagados bajo el agua. Por un momento me quedé en aquel entorno casi helado, para permitir que el dolor se calmara; después me acordé de la drakonta, pataleé hacia la superficie, jadeando en busca de aire dentro de la cámara invadida de humo, desesperado por llegar a tierra.
Cuando intentaba salir del agua, el infierno se desató.
Un gran estruendo resonó en la caverna cuando setenta años y doscientas toneladas de escombros se derrumbaron en una avalancha de roca, agua y llamas. Las aguas estancadas del acuífero se convirtieron en un río lento, y después los restos del dique se abrieron y una corriente tremenda se apoderó de mí, arrastrándome hacia el abismo.
Fui propulsado hacia la oscuridad, indefenso, mientras agitaba los brazos en busca de algo a lo que aferrarme…, cuando algo me agarró a mí, empaló el lado izquierdo de mi cuerpo y colgué de sus dientes como un gatito asido por la nuca.
«¡La drakonta!».
Me revolví en la oscuridad y golpeé a la bestia, y mi mano derecha se deslizó entre los barrotes de hierro del antiguo portal.
La corriente me había aplastado contra la reja, y una de sus púas inclinadas se me había clavado en la cadera y el muslo izquierdos. Aunque mi brazo derecho estaba libre del agua, la rodilla y el brazo izquierdos estaban atrapados entre dos listones de hierro. Por más que me esforzaba, no conseguía mantenerme a flote con la mano libre y elevar la cabeza sobre la corriente.
El metal chirrió bajo el agua. Noté que la fuerza de la corriente combaba el portal, pero aun así no podía liberarme de su abrazo.
«Aguanta, Zachary».
Tenía el pecho en llamas, mis pulmones inflamados exigían alivio. La experiencia me instaba a conservar la calma, mientras mi pie y rodilla derechos luchaban contra la corriente, en busca de un punto de apoyo…, algo…, cualquier cosa sobre la que izarme.
Pero el río era eterno, y mis músculos, de plomo.
Me estaba ahogando.
¡Otra vez!
La misma idea en sí ya era tan humillante… tan exasperante, pero me embargó un extraño alivio, porque sabía que el monstruo podía olerme y se estaba acercando, y ahogarse era una forma de morir mucho mejor…, mejor que la de sir William Wallace, que había sido ahorcado y descuartizado, y mejor que la de Johnny C.
De modo que abrí la boca e inhalé las aguas amargas y ácidas del lago Ness, y dejé que me tomara.
Mi cuerpo sufrió convulsiones mientras mi mente se partía en pedazos, mis pensamientos emponzoñados con imágenes oscuras y desesperadas de la primera vez que me ahogué, entrelazadas con destellos subliminales de mi segunda muerte en el mar de los Sargazos.
Mi vida era una tragedia griega, y me reí de la Parca mientras daba vueltas a mi alrededor, porque ¿de qué iba a estar asustado?
Y entonces, el dolor y el frío se alejaron, y las visiones se desvanecieron, sustituidas por mi cuerpo sin vida, tendido sobre un saliente rocoso.
La imagen de mis sueños.
Aguanta, Zachary. Aguanta… Zachary.
Zachary. Zachary…
—¡Zachary!
Abrí los ojos. Escupí agua. Tuve náuseas. Después, exhalé un suspiro de vida.
Estaba mirando la cara de mi padre.
—¿Estás bien, hijo?
Intenté hablar, pero en cambio vomité agua helada teñida de petróleo. Rodé de costado y vomité más.
—Muy bien, hijo, sácalo todo. Saldrás de esta. Bien sabe Cristo que tienes más vidas que un gato. De todos modos, yo en tu lugar, me dedicaría a algo menos peligroso, como saltar en caída libre o domesticar caimanes.
Me senté, con el costado izquierdo ensangrentado y dolorido a causa de la púa de hierro que se me había clavado. Sobre nuestras cabezas, rodaban llamas por el techo como hilillos de niebla naranja, y arrojaban sobre la caverna un resplandor infernal y surrealista.
Tosí y escupí antes de poder hablar.
—¿Cómo? ¿Cómo me has encontrado? ¿Cómo has salido de la cárcel?
—Buenas preguntas todas, pero antes… ¿dónde está el monstruo?
Meneé la cabeza y señalé.
—El pasaje se abrió. Estaba en el agua. Es probable que ya esté en el mar del Norte a estas alturas.
—Este no. —Dirigió el potente rayo de su linterna hacia el río—. ¿Dónde estás, demonio? Sal y enséñame tus ojos amarillos. Quiero verlos una vez más antes de enviarte al infierno.
—¿Qué estás haciendo, papá?
Sonrió.
—¿Papá? Nunca me llamaste así.
—Nunca te gustó.
—Pues ahora sí. Veo que has encontrado los restos de Johnny.
—Tenías razón. Lo siento… Tendría que haberte creído.
—Olvídalo. —Se volvió y gritó—: ¡Alban MacDonald, ¿dónde estás, vejestorio?!
—¡Aquí!
Miré detrás de mi padre, sorprendido de ver al Cascarrabias, ocupado en cavar en las pilas de escombros amontonados en la pared sur.
—Alban, mi hijo está herido. Llévale por el túnel de acceso. Yo tengo trabajo que hacer.
—Y yo también. Llévatelo tú.
—Maldito seas, Cascarrabias… Vamos, muchacho. —Angus me ayudó a ponerme en pie, y después señaló un pequeño agujero practicado entre los escombros de la pared del fondo—. Arrástrate por ese túnel, te conducirá a una grieta y a un montacargas manual. Date prisa, el aire de aquí es irrespirable.
—No me iré sin ti.
El río oscuro eructó, con la drakonta de diez toneladas dando vueltas bajo la superficie, preparando su siguiente ataque.
—¡Ja! ¡Te he visto, demonio, sabía que no podrías irte!
—Es un animal, papá, déjalo en paz. Tiene el cerebro envenenado, ¿no hueles a petróleo? Está por todas partes, se escapa por un oleoducto agujereado, encima de nuestras cabezas.
—Sí. Sale de uno de los pozos viejos de Johnny.
—¿Lo sabías?
—Por supuesto. Esos hijos de puta han estado contaminando el Great Glen desde hace años. Han sobornado a funcionarios de Glasgow para mantener la boca cerrada.
—¿Por eso le pegaste?
—No. Le pegué porque abofeteó a Theresa, y eso no es aceptable, al menos para mí. No sabía que el dragón estaba tan cerca en aquel momento, pero tendría que haberlo sospechado, con las explosiones de dinamita de aquel día. En cualquier caso, Johnny se llevó su merecido, y ahora este engendro de la naturaleza se llevará el suyo.
—¿Por qué?
—Llámalo venganza. Vete ya, antes de que emerja.
Alban se acercó corriendo.
—¡Necesito ayuda, aún no lo he encontrado!
—Estará enterrado bajo los escombros —replicó Angus.
—Necesito tus ojos para encontrarlo.
—Llévate al chico, yo no pienso moverme.
Alban agarró mi brazo y me arrastró hacia la pared sur, mientras murmuraba incoherencias.
—Estaba aquí, muchacho, dentro de una grieta de esta pared. ¡Ayúdame a encontrarlo!
—Encontrar ¿qué? ¿Qué estamos buscando?
—Un estuche…, un estuche de plata, del tamaño de un pomelo. Estaba metido aquí, en esta pared.
—¿Qué tiene de especial ese estuche?
—No es el estuche, muchacho, sino lo que contiene…, nuestro pasado y nuestro futuro, un símbolo por el que muchos han muerto, un tesoro que algún día anunciará la libertad de Escocia.
Yo estaba débil y dolorido, y todavía muy asustado, pero aquel pedorro me estaba hablando en acertijos.
—¿Un símbolo? ¿Qué símbolo? ¿Qué hay aquí abajo tan valioso que tu sociedad secreta ha de protegerlo con un monstruo?
—Es el corazón, muchacho. El corazón de nuestro rey, Roberto I Bruce. ¡El Braveheart!
—¿El Braveheart? —Sacudí la cabeza, y después paré, pues el dolor me dio pie para sospechar que había sufrido una conmoción cerebral—. Douglas el Negro arrojó el corazón de Bruce en medio de la batalla hace mucho tiempo.
—Leyendas —gritó Angus—. Douglas el Negro murió en la batalla, pero nuestro pariente sir Adam devolvió el Braveheart a las Tierras Altas. Los templarios lo trajeron aquí, para que cualquier inglés que buscara el más sagrado de los Griales de Escocia tuviera que enfrentarse a Satanás y a sus demonios para apoderarse de él.
MacDonald me entregó la linterna que le sobraba.
—¡Busca deprisa, antes de que la drakonta vuelva para comerse a tu padre!
—No volverá a comerse a nadie de mi clan —rugió Angus, al tiempo que se acercaba al borde del río. Introdujo la mano en su bolsillo y extrajo una astilla de cristal que había encontrado en el castillo de Aldourie. Sujetó la luz con su mano izquierda, se abrió la muñeca y dejó que la sangre cayera al agua.
»Puedo olerte, dragón. ¿Por qué no subes a echar un tiento, eh?».
Angus sacó de su bolsillo las dos cargas y las espoletas de G-SHOK, y las preparó en su mano libre.
—Sube, Nessie. Sube a probar esto.
El aire enrarecido y el espeso humo me estaban afectando, y sufrí un acceso de tos. Los fuegos se habían extinguido, la cámara estaba a oscuras, salvo por nuestras luces, y sabía que tenía que marcharme enseguida.
Algo surgió del río como una exhalación, y mi pulso se aceleró.
Angus giró en redondo y dirigió la luz de su linterna cien pasos hacia el oeste.
—¿Qué ha sido eso?
Me aparté de la pared, y retrocedí tambaleante hacia el río y el objeto grande que flotaba lentamente río abajo.
—No es nada —grité—, es el barril de respiración artificial de…
¡Angus!
El río estalló detrás de mi padre, y la ola le echó hacia atrás, al tiempo que las mandíbulas del monstruo se cerraban donde había estado un segundo antes.
A través del humo vi que Angus se arrastraba hacia su linterna caída, mientras toda la forma de anguila de la drakonta surgía del agua, y sus aletas pectorales delanteras impulsaban su cuerpo cubierto de lodo sobre la superficie rocosa, en pos de mi padre.
Angus lanzó los explosivos justo cuando la bestia se precipitaba sobre él como una pitón. Las dos explosiones fallaron su objetivo, pero volvieron a alimentar las llamas del techo, lo cual provocó que el animal huyera.
Pero solo de momento.
Angus intentó huir, pero la drakonta le cortó la retirada, le rodeó con sus enormes dieciséis metros de cuerpo de serpiente. Los ojos amarillos, cegados por mis detonaciones, reflejaron las llamas anaranjadas cuando el enloquecido animal olfateó el aire en busca de su presa.
Transcurrieron los segundos y yo no tenía nada, ni un arma, ni un…
¡Bum!
La pesada bombona de acero que contenía el generador ADS se estrelló contra la puerta de hierro, lo cual atrajo la atención de la bestia…
… y la mía.
Embutí la linterna en mi bolsillo trasero y me zambullí en el agua helada, dejando que la corriente me condujera hacia los restos del portal de hierro colgante y el barril. Pataleé con fuerza, me agarré a la barrera y utilicé sus barrotes metálicos oxidados como escalones para salir del río.
No vi la cabeza de la bestia cuando atravesó el humo y la oscuridad, pero sentí su impacto cuando rebotó en el portal y golpeó la roca.
El golpe pareció aturdir a la bestia, pero también liberó el barril, que se perdió en la oscuridad, seguido por seiscientos metros de cable umbilical.
Así el cable y empecé a tirar de él para sacarlo del agua como un demente, con la intención de localizar su extremo cortado antes de que el barril arrastrara el resto del cable.
Mis manos tomaron nota del menor peso del cable, y supe que me quedaba poco.
—¡Cuidado, hijo!
Levanté la vista cuando el monstruo saltó de nuevo ciegamente hacia mí, y recibió en su boca erizada de puñales el extremo chisporroteante del cable, acompañado de varios miles de voltios de electricidad.
Venas azules de corriente recorrieron la cabeza de serpiente y prendieron fuego a su cara cubierta de petróleo. Herida y rabiosa, retrocedió y sacudió su cabeza como un animal mojado, lanzando gotas de mocos pútridos.
El antiguo portal gimió y sentí que cedía bajo mi cuerpo. Cuando se liberó de su armazón oxidado, salté a la orilla rocosa, con el extremo del cable todavía aferrado en mi mano derecha.
—¡Zack!
El cordón umbilical se tensó de repente y su peso me arrastró otra vez hacia el río.
Solté el cable y alcé la vista, justo cuando la cola del monstruo me lanzaba por los aires hacia la inconsciencia.