Capítulo 8
Inverness, Tierras Altas de Escocia
Max me dejó en el vestíbulo del hotel después del primer día del juicio de Angus, pero yo estaba nervioso y no podía quedarme en mi habitación. Pese a estar convencido de la culpabilidad de Angus, era la primera vez que mi padre me había recibido de una manera positiva, disolviendo años de ira. Un pozo de emociones llenaba mi alma, sosegadas tan solo por el hemisferio izquierdo, escéptico y analítico, quien me seguía pidiendo a gritos que abandonara Escocia de inmediato, y me advertía de que permitir que Angus entrara de nuevo en mi corazón era como intentar apagar un incendio con gasolina.
«Deja de pensar con el hemisferio izquierdo. Concede a ese hombre una oportunidad de redimirse».
Tendría que haberlo sospechado.
Con un fin de semana por delante, decidí alquilar un coche y reanudar mi relación con las Tierras Altas, con la esperanza de localizar a Finlay «True» MacDonald, mi amigo de la infancia de Drumnadrochit. El plan de transporte se alteró un poco cuando pasé junto a la tienda de alquiler de motos.
Yo no era motero, pues había ido en moto menos de una docena de veces, pero la idea de recorrer las Tierras Altas por carretera me atraía. Veinte minutos después, estaba saliendo de Inverness, y los motores gemelos de una Harley-Davidson Softail rugían entre mis piernas, mientras avanzaba hacia el sur entre un tráfico abundante por el canal de Caledonia, en dirección al lago Ness.
Hay dos carreteras que rodean el lago. General Wade’s Military Road es la menos transitada, un único carril asfaltado que sigue las orillas este del Ness. Cuando llega a Fort Augustus, en el extremo sur del lago, empalma con la A82, una transitada autopista de dos carriles que completa el círculo por las orillas oeste.
Como Drumnadrochit se halla en la ribera oeste, a una tercera parte del camino, elegí la A82.
El tráfico de la hora punta se despejó cuando crucé el puente giratorio del canal y aceleré colina de asfalto arriba, en dirección a las tierras montañosas. Un viento frío soplaba a través de mi casco, y Lord Burton’s Estate no era más que una mancha a mi izquierda cuando me acerqué a Loch Dochfour, una vía fluvial artificial que había elevado el nivel del lago Ness casi tres metros cuando habían construido el canal.
Disminuí la velocidad y cambié de marcha cuando atravesé los pueblos dormidos de Dochgarroch y Kirkton, y después aceleré cuando dejé atrás una granja situada junto a la carretera. El tronar del motor de la Harley espantó a gansos y pollos, y resonó en la cara rocosa grisácea que se elevaba majestuosamente a la derecha. Al pie de estas montañas se encontraba el bosque caledonio, que a mí se me antojó una muralla continua de verdor. Más abajo y a la izquierda brillaban las aguas grises de Loch Dochfour.
Al cabo de unos minutos, la vía fluvial artificial casi desapareció del todo cuando se alejó de la A82 hacia el este, hasta estrecharse y desembocar en el río Ness.
Pasé junto a un aparcamiento del coto de pesca de Abban, un pequeño canal donde True MacDonald y yo habíamos pescado. Se me hizo la boca agua al pensar en una buena trucha a la parrilla, pero mi recuerdo se desvaneció al instante cuando tuve que maniobrar para adelantar a un camión que transportaba grava.
La Harley escupió humo azulado cuando adelanté al sobrecargado vehículo y me dirigí hacia las afueras de Lochend, el inicio del lago Ness situado más al norte.
Acechando delante, extendido ante mí como una serpiente oscura, se hallaba el tristemente célebre canal. Tuve que aminorar la velocidad, pues la oscura belleza del lago y las altas murallas montañosas eran demasiado fascinantes para no admirarlas.
¡Bip! ¡Biiip!… ¡Bip!
El camión estaba justo detrás de mí, y su calandra amenazaba con arrojar mi moto a la cuneta.
Cambié de marcha y me alejé de la amenaza, y después salí de la A82 y entré en un aparcamiento de la carretera.
Apagué el motor y escuché la respiración del Great Glen entre los coches que pasaban. Aspiré la humedad de un bosque de píceas sobre el que había llovido hacía poco y percibí el olor de la presencia de las aguas ácidas del lago Ness en el valle.
Los fantasmas de mi infancia susurraban en mi cabeza, me llamaban a la antigua orilla.
Dejé la moto y bajé por un sendero sembrado de piedras hasta que llegué a una playa de guijarros.
El lago estaba en calma, y su superficie negra reflejaba el cielo nublado. A un kilómetro de distancia, a través de hilillos de niebla, vi el castillo de Aldourie posado sobre la orilla opuesta, el mismo lugar donde Angus me había sermoneado tanto tiempo atrás.
«Cálmate, Zack. No hay dragones ni monstruos en el lago Ness, solo Angus, que aún te sigue jodiendo».
Contemplé el castillo de trescientos años de antigüedad. Emplazado sobre dieciséis hectáreas de bosque y montículos herbosos, el castillo de Aldourie era como una visión salida de Camelot. Abandonado desde hacía mucho tiempo, corrían rumores de que estaba en venta, y la mansión baronial era conocida por sus numerosos avistamientos de Nessie, y en una ocasión había albergado la fiesta de presentación de Loch Ness, una película protagonizada por Ted Danson y Joely Richardson. Me había gustado la película, incluso su final de cuento de hadas, que presentaba a Nessie como un par de entrañables plesiosauros, justo el tipo de basura que mantenía alejados del lago a los científicos de mayor reputación.
Aguas color té, manchadas de marrón por la sobreabundancia de materia vegetal en descomposición, lamían la grava bajo mis botas de excursión. Un gajo de sol asomaba entre el techo de nubes. La vista era impresionante, las montañas se alejaban ondulando hacia el sudoeste…
… mientras imágenes submarinas, oscuras, subliminales, destellaban en mi cabeza, sustituidas por una nauseabunda oleada de miedo que revolvió mi estómago.
Eran los mismos destellos mentales que había experimentado en South Beach, de modo que retrocedí nervioso y subí corriendo por el sendero hasta el aparcamiento. Fue lo único que pude hacer para mantener a raya las arcadas.
«Tranquilo, Zack. Solo es un lago. No podrá hacerte daño si no entras».
Mi hidrofobia afirmaba lo contrario.
Respiré hondo varias veces, y después me acerqué tambaleante a la Harley. Monté, puse en marcha el motor y continué hacia el sur por la concurrida autopista de dos carriles, en dirección a Drumnadrochit.
La fría brisa de las montañas se filtraba a través de mi ropa, y no contribuía a calmar mis exaltados nervios. Puede que hubieran transcurrido diecisiete años, pero el incidente de mi niñez todavía me atormentaba.
Recorrí otros cinco kilómetros, y después me obligué a dirigir una veloz mirada hacia el lago cuando dejé atrás Tor Point. Era aquí donde la costa este se retiraba y la anchura del Ness se multiplicaba por dos, hasta alcanzar un kilómetro y medio. Conservaba dicha anchura hasta que el canal llegaba a Fort Augustus, treinta kilómetros más al sur.
Eran casi las ocho, pero el sol veraniego del atardecer todavía brillaba cuando atravesé la aldea de Abriachan.
Quince minutos después, la A82 se curvaba hacia el oeste, cuando la costa del lago se abría en la bahía de Urquhart. Otros dos kilómetros y el canal desaparecía, sustituido por un pequeño cementerio y el río Enrick.
Crucé el puente de Telford y seguí la carretera hasta el parque municipal de Drumnadrochit.
Había llegado a casa.