Capítulo 1

Mar de los Sargazos,

887 millas al este de Miami Beach

El mar de los Sargazos es una extensión de agua cálida de dos millones de millas cuadradas, a la deriva en medio del océano Atlántico. Un oasis de calma que no bordea ninguna costa, el mar esta sembrado de sargazos, unas algas gruesas que en su día engañaron a Cristóbal Colón, cuando creyó que divisaba tierra firme.

Se halla en constante movimiento dado que su emplazamiento está determinado por la Corriente Ecuatorial del Norte y la del Golfo, así como por las de las Antillas, Canarias y el Caribe. Estas fuerzas entrelazadas convierten el mar en el ojo de un gran huracán, y al mismo tiempo provocan que sus aguas giren en el sentido de las manecillas del reloj. Como resultado, todo cuanto entra en él es arrastrado poco a poco hasta su centro, como el desagüe de una ducha gigantesca, y se hunde hasta su fondo, o en el caso del petróleo, forma bolas gruesas flotantes de alquitrán. Hay mucho petróleo en los Sargazos, un problema que empeora con cada nuevo derrame, de forma que todos los seres marinos de la zona se ven afectados.

El mar de los Sargazos marca el principio y el final de mi narración, y tal vez deba ser así, pues todas las cosas que nacieron en este misterioso cuerpo de agua vuelven a la larga para morir, al menos eso he descubierto yo.

Si cada uno de nosotros tiene su propio mar de los Sargazos, el mío son las Highlands, las Tierras Altas de Escocia. Nací en el pueblo de Drumnadrochit, hace veinticinco años y siete meses, día más día menos. Mi madre, Andrea, era estadounidense, un alma plácida que llegó al Reino Unido de vacaciones, donde vivió nueve años mal casada. Mi padre, Angus Wallace, la causa de la separación, era un bruto de pelo negro como el azabache y los ojos azules penetrantes de un celta, la astucia de un escocés y el temperamento de un vikingo. Hijo único, heredé las facciones de mi padre y, por suerte, el carácter de mi madre.

Angus afirmaba que sus antepasados paternos eran descendientes del gran William Wallace, un nombre que la inmensa mayoría de no británicos desconocían hasta que Mel Gibson lo retrató en la película Braveheart. De niño, pedía con frecuencia a Angus una prueba de que éramos descendientes del gran William Wallace, pero se limitaba a darse unos golpecitos en el pecho y decía: «Escucha, alfeñique, algunas cosas se sienten dentro. Cuando te conviertas en un hombre de verdad, sabrás a qué me refiero».

Crecí llamando a mi padre Angus, y él me llamaba su «alfeñique»; ninguno de ambos términos era cariñoso. Nací con una leve hipotonía: mis músculos eran demasiado débiles para permitir un desarrollo normal, y tuvieron que pasar dos años (para vergüenza de mi padre) hasta que comencé a andar. A los cinco años corría como un venado, pero como era más menudo que mis corpulentos compañeros de las Tierras Altas, siempre me pillaban. Los partidos semanales entre aldeas en el campo de rugby eran una pesadilla. Ser veloz significaba que debía cargar con la pelota, y a menudo acababa en una melé debajo de chicos que me doblaban en tamaño. Mientras yacía ensangrentado y destrozado sobre el campo, mi padre, embriagado, se paseaba por las bandas, aullando junto con el resto de sus amigotes borrachos, y se preguntaba por qué los dioses le habían maldecido con aquel alfeñique de hijo.

Según la filosofía pedagógica de Angus Wallace, para educar a un niño no había nada mejor que la mano dura. La vida era dura, por lo tanto la infancia tenía que ser dura, de lo contrario la planta se pudriría antes de crecer. Así había educado a Angus su padre, y el padre de su padre antes de él. Y si la planta era un alfeñique, entonces el suelo tenía que ser dos veces duro.

Pero la línea entre la mano dura y los malos tratos suele ser borrosa debido al alcohol, y nunca temía más a Angus que cuando estaba borracho.

La última lección de mi infancia me dejó una huella imborrable.

Sucedió una semana antes de que cumpliera nueve años. Angus, bien cocido de whisky, me condujo a las proximidades del castillo de Aldourie, un castillo de trescientos años de antigüedad que se erguía sobre las aguas negras y brumosas del lago Ness.

—Presta atención, alfeñique, porque es la última vez que voy a contarte la maldición de los Wallace. Tu abuelo, Logan Wallace, murió en estas mismas aguas cuando yo tenía tu edad. Un violento vendaval se abatió sobre el valle, y su barco volcó. Todo el mundo dice que se ahogó, pero a mí no me engañan. El monstruo se lo llevó, y date por advertido, porque…

—¿El monstruo? ¿Estás hablando de Nessie? —pregunté, con los ojos abiertos de par en par.

—¿Nessie? Nessie es folclore. Estoy hablando de una maldición de la naturaleza, una maldición que ha atormentado a los Wallace desde la muerte de Roberto I Bruce.

—No entiendo.

Cada vez más furioso, me arrastró hasta el borde del muelle de Aldourie.

—Mira, muchacho. Mira el fondo del Ness y dime qué ves.

Me incliné con cuidado sobre el borde, mientras mi corazón martilleaba contra el pecho huesudo.

—No veo nada, el agua es demasiado negra.

—Sí, pero si tus ojos pudieran escudriñar las profundidades, verías la guarida del dragón. El diablo merodea por ahí abajo, pero puede detectar nuestra presencia, puede oler el miedo en nuestra sangre. De día el Ness es nuestro, porque la bestia prefiere las profundidades, pero Dios nos ayude de noche, cuando sale a comer.

—Si el monstruo es real, lo atraeré con un señuelo y lo sacaré.

—Ah, ¿sí? ¿Y quién eres tú? Hombres más sabios lo han intentado y fracasado, y sus esfuerzos parecieron ridículos, mientras otros, los que se ahogaron cuando se aventuraron de noche, pagaron un precio todavía más alto.

—Estás intentando asustarme. No tengo miedo de un mito.

—Así se habla. Muy bien, alfeñique, demuéstrame lo valiente que eres. Zambúllete. Ánimo, muchacho, ve a nadar para que te huela bien.

Me empujó hacia el borde; su aliento me provocó arcadas, pero me agarré a la hebilla de su cinturón.

—Justo lo que sospechaba.

Asustado, me solté y huí corriendo del muelle, mientras las lágrimas rodaban por mis mejillas.

—Crees que soy duro contigo, ¿eh? Bien, la vida es dura, y yo no soy nada comparado con ese monstruo. Será mejor que estés atento, porque la maldición se transmite de generación en generación, lo cual significa que estás marcado. Ese dragón merodea en la sombra de tu alma, y un día vuestros caminos se cruzarán. ¿Qué harás entonces? ¿Le plantarás cara y lucharás como un guerrero, como el valiente sir William y sus hijos, o te acobardarás y huirás, dejando que el dragón te atormente hasta el fin de tus días?

Acodado sobre la barandilla de estribor, busqué mi reflejo en la superficie vidriosa de los Sargazos.

Habían transcurrido diecisiete años desde el discurso de mi padre sobre el «dragón», diecisiete largos años desde que mi madre se había divorciado de él y nos habíamos trasladado a Nueva York. Durante ese tiempo había perdido mi acento y averiguado que mi padre tenía razón, que yo estaba atormentado por un dragón, solo que se llamaba Angus Wallace.

Llegar a un país extranjero nunca es fácil para un niño, y el bagaje físico y psicológico que cargaba desde mi infancia me convirtió en carne de cañón para los maltratadores de mi nuevo colegio. Al menos, en Drumnadrochit tenía aliados como mi amigo True MacDonald, pero aquí estaba solo, un pez fuera del agua, y hubo muchos días lúgubres en los que pensé seriamente en quitarme la vida.

Y entonces, conocí al señor Tkalec.

Joe Tkalec era nuestro profesor de ciencias, un amable croata de gafas rectangulares, ingenio agudo y amor por la poesía. Al ver que el «escocés rarito» siempre cobraba, el señor Tkalec me tomó bajo su protección, y me concedió privilegios especiales, como cuidar de los animales del laboratorio, pequeñas cosas que ayudaron a cultivar mi autoestima. Después del colegio, iba en bicicleta a casa del señor Tkalec, que albergaba una inmensa colección de libros.

—Zachary, la mente humana es el instrumento que determina hasta dónde llegaremos en la vida. Solo hay una forma de desarrollar la mente, y consiste en leer. Mi biblioteca es tuya, elige el libro que quieras y llévatelo a casa, pero no lo devuelvas hasta haberlo terminado.

El primer volumen que escogí era el libro más antiguo de su colección, The Origins of an Evolutionist, pues mis ojos se sintieron atraídos por el nombre del autor, Alfred Russel Wallace.

Nacido en 1823, Alfred Wallace fue un brillante evolucionista británico, geógrafo, antropólogo y teórico, del que solía decirse que era la mano derecha de Darwin, aunque sus ideas no siempre coincidían. En su biografía, Alfred afirmaba que era descendiente directo de William Wallace, lo cual nos convertía en parientes, y que él también había sufrido cicatrices infantiles producidas por un padre autoritario.

La posibilidad de estar emparentado con Alfred Wallace cambió al instante la idea que me había hecho de mí, y sus palabras relativas a la adaptación y la supervivencia arrojaron viento sobre mis velas desfallecidas:

… tenemos aquí una causa activa que explica el equilibrio observado tan a menudo en la naturaleza: una deficiencia en un grupo de órganos siempre queda compensada por el desarrollo superior de otros.

Mi obstinado padre, un hombre que nunca había terminado la secundaria, me había tachado de débil, y sus incesantes acosos («he de convertirte en un hombre, Zachary») forjaron una imagen de mí negativa. No obstante ahí estaba mi tío abuelo Alfred, un brillante hombre de ciencia, diciéndome que si mi físico me convertía en una persona vulnerable, podía desarrollar otros atributos para compensarlo.

Ese atributo sería mi intelecto.

Mi apetito de conocimientos se hizo voraz. Al cabo de unos meses llegué a ser el mejor estudiante de mi clase, y al final del año escolar me ofrecieron la oportunidad de saltarme un curso. El señor Tkalec me seguía proporcionando información, mientras su compañero de cuarto, un jugador de rugby semiprofesional retirado llamado Troy, me enseñó a transformar mi cuerpo en algo más formidable para mi creciente lista de opresores.

Por primera vez en mi vida, experimenté una sensación de orgullo. A instancias de Troy, me presenté como aspirante al equipo de rugby de primer año. Gracias al entrenamiento de mi protector y cierto talento para esquivar a los defensores (adquirido, sin la menor duda, en el campo de Drumnadrochit), ascendí con celeridad, y al final del segundo año era el defensa ofensivo de nuestro equipo de rugby universitario.

Nacido bajo la sombra de un neandertal, había evolucionado hasta transformarme en Homo sapiens, y me negaba a mirar atrás.

El señor Tkalec siguió siendo mi tutor hasta que me gradué, y me ayudó a conseguir una beca en Princeton. Como respetaba mi intimidad, raras veces abordaba temas relacionados con mi padre, aunque en una ocasión me dijo que la historia del dragón de Angus era una metáfora de los desafíos que todos hemos de afrontar en la vida.

—Deshazte de tu ira, Zack, solo te haces daño a ti mismo.

Poco a poco se fue desvaneciendo mi desprecio por Angus, pero sin que lo supiera el señor Tkalec, ni yo, todavía quedaba una parte de mi infancia sepultada en las sombras de mi alma, algo que mi inconsciente se negaba a reconocer.

Angus lo había llamado dragón.

De ser así, el mar de los Sargazos estaba a punto de liberarlo.

La niebla de la tarde parecía eterna; el aire, sin vida; el mar de los Sargazos, tan en calma como el mar Muerto. Era mi tercer día a bordo del Manhattanville, un buque de investigación de casi cincuenta metros de eslora, diseñado para operaciones de buceo a grandes profundidades. La mitad delantera del barco, de cuatro cubiertas de altura, albergaba laboratorios de trabajo y alojamientos para una docena de tripulantes, seis técnicos y veinticuatro científicos. La cubierta de popa, plana y al aire libre, estaba equipada con un sistema de grúa PVS de veintiuna toneladas, capaz de lanzar y recuperar la pequeña flota de vehículos teledirigidos del barco, así como su principal elemento de exploración, el Massett-6, un barco diseñado específicamente para trazar perfiles batimétricos y de fondo marino.

Era a bordo del Massett-6, y en este espantoso mar, donde confiaba en establecer mi reputación junto a la de mi gran tío Alfred.

Nuestro viaje de tres días nos había conducido hasta el centro aproximado del mar de los Sargazos. Mientras esperábamos el ocaso, la hora de nuestra primera inmersión programada, masas de algas de un pardo dorado, mezcladas con bolas de alquitrán negro, se mecían contra nuestro barco y manchaban su reluciente casco blanco de un marrón que recordaba el tabaco masticado.

¿Me estarían esperando dragones en las profundidades? En tiempos lejanos, los viejos marineros así lo juraban. El de los Sargazos era un mar considerado traicionero, plagado de serpientes y malas hierbas asesinas capaces de rodear la quilla de un barco y arrastrarlo a las profundidades. ¿Supersticiones? Sin duda, pero como en todas las leyendas, había un fondo de verdad. El embellecimiento de los relatos de los testigos se convirtió en tradición popular en su tiempo, y el mito que rodeaba el mar de los Sargazos no fue una excepción.

El verdadero peligro reside en el tiempo inusual del mar. En la zona no sopla viento, y muchos marineros que entraron en esta agua a bordo de sus altos veleros jamás encontraron el camino de salida.

Como nuestro barco era de acero, impulsado por dos motores diesel y mi motor de proa de cuatrocientos sesenta y cinco caballos de vapor, no tenía motivos para preocuparme.

¡Ay, cómo florecen las semillas de la altanería cuando se plantan en el suelo de la ignorancia!

Mientras las nubes del destino se amontonaban ominosamente en mi horizonte, todo cuanto percibían mis ojos azul metálico eran cielos despejados. Todavía joven a los veinticinco años, ya había obtenido un máster y una licenciatura en Princeton, así como un doctorado en la Universidad de California en San Diego, y tres de mis trabajos sobre la comunicación entre los cetáceos habían sido publicados hacía poco en Nature y Science. Me habían invitado a unirme a las juntas directivas de varios consejos oceanográficos importantes, y mientras daba clases en la Florida Atlantic University (FAU), había inventado un aparato acústico submarino, responsable de este viaje de descubrimiento en el que nos acompañaba un equipo de filmación que rodaría un documental patrocinado nada más y nada menos que por el National Geographic Explorer.

Según la definición de la sociedad, yo había triunfado, siempre planificaba mi trabajo, me ceñía a mis planes y mi carrera era la única vida que deseaba. ¿Era feliz? Debo admitir que mi barómetro emocional tal vez estuviera algo descentrado. Estaba llevando a la práctica mis sueños, lo cual me hacía feliz, pero siempre tenía la impresión de que una nube oscura colgaba sobre mi cabeza. Mi novia, Lisa, una «risueña» estudiante de la FAU, afirmaba que yo era un «alma inquieta», y atribuía mi comportamiento a que era demasiado introvertido.

—Relájate, Zack. Piensas demasiado, por eso tienes tantas migrañas. Relájate de vez en cuando, vive la vida en lugar de analizarla siempre. Tanto pensar con el hemisferio izquierdo es un mal rollo.

Intenté acabar con el «mal rollo», pero descubrí que me controlaba demasiado para relajarme.

Una persona cuyo hemisferio izquierdo había dejado de funcionar hacía mucho tiempo era David James Caldwell II. Como descubrí pronto, el director del departamento de oceanografía de la FAU era un listillo que había ido ascendiendo debido únicamente a su talento para promocionar los logros de su equipo. Seis años mayor que yo, con cuatro menos de universidad, David se presentaba a nuestros patrocinadores como si fuera mi mentor, y yo, su protegido.

—Caballeros, miembros de la junta, con mi ayuda, Zachary Wallace podría convertirse en el Jacques Cousteau de esta generación.

David había organizado nuestro viaje, pero mi invento lo hizo posible: un señuelo para cefalópodos, diseñado para atraer al más escurridizo depredador de los océanos, el Architeuthis dux, el calamar gigante.

Nuestra primera inmersión estaba programada para las nueve de aquella noche, y aún faltaban tres horas. El sol estaba empezando a ponerse mientras yo estaba solo en la proa contemplando el inmenso mar; mi soledad fue interrumpida por David; Cody Saults, el director del documental; el cámara y su mujer, y el técnico de sonido del equipo.

—Aquí está mi chico —anunció David—. Oye, Zack, te hemos estado buscando por todo el barco. Como todavía hay luz, Cody y yo hemos pensado que podríamos rodar material complementario. ¿Te va bien?

«¿Cody y yo? ¿Ahora era productor ejecutivo?».

El cámara, un hombre afable llamado Hank Griffeth, montó el trípode, mientras su esposa, Cindy, me colocaba el micro. Cindy llevaba un biquini de leopardo que realzaba su escote, así que me esforcé al máximo por no echarle un vistazo.

Utilizando el hemisferio derecho de mi cerebro, Lisa…

Cody no paraba de hablar, así que tuve que volver a concentrarme.

—… en cualquier caso, os haré unas preguntas a ti y a David fuera de cámara. En el estudio, nuestros montadores me doblarán con la voz de Patrick Stewart. ¿Captas?

—Me gusta Patrick Stewart. ¿Le conoceré?

—No. Bien, presta atención: los espectadores quieren saber qué mola a jóvenes Einsteins como tú y David, de modo que cuando te pregunto…

—Haz el favor de no llamarme eso.

Cody me dedicó una sonrisa de Hollywood.

—Escucha, muchacho, la humildad es fantástica, pero el doctor Caldwell y tú sois el motivo de que estemos flotando en este apestoso pantano dejado de la mano de Dios. De modo que, si digo que eres un joven Einstein, eres un joven Einstein, ¿entendido?

David, un hombre con un coeficiente intelectual setenta puntos inferior al fallecido profesor de Princeton, me dio una palmadita entre los omóplatos.

—Enróllate, muchacho.

—Estamos preparados —anunció Hank, mirando a través de su ocular de goma—. Te quedan unos quince minutos de buena luz.

—Muy bien, chicos, continuad mirando hacia el mar, con espontaneidad… y estamos rodando. Empezaremos contigo, Zack. Dinos qué te impulsó a inventar este trasto acústico.

Miré hacia el horizonte tal como me habían indicado. El sol teñía de oro mi tez bronceada.

—Bien, he dedicado la mayor parte de los dos últimos años a estudiar la ecolocación de los cetáceos. Un órgano acústico, exclusivo de delfines y ballenas, crea la ecolocación, y les facilita una visión ultrasónica de su entorno. Por ejemplo, cuando un cachalote chasquea, o ecoloca, las ondas de sonido rebotan en los objetos y envían imágenes de frecuencia auditiva de la zona que rodea a los mamíferos.

—¿Como un sónar?

—Sí, pero mucho más avanzado. Por ejemplo, cuando un delfín ecoloca a un tiburón, no solo ve su entorno, sino que puede escudriñar el estómago del tiburón para determinar si está hambriento. Es como llevar incorporado un ultrasonido. Estos chasquidos también funcionan como forma de comunicación entre otros miembros de la especie de los cetáceos, capaces de acceder al espectro de las transmisiones auditivas, y los utilizan como una especie de lenguaje.

»Mediante la utilización de micrófonos submarinos, he conseguido crear una biblioteca de chasquidos de ecolocación. Por casualidad, descubrí que ciertas grabaciones de cachalotes, tomadas durante inmersiones a gran profundidad, estimulaban a la población local de calamares a alimentarse.

—Exacto —interrumpió David—. Los calamares, seres inteligentes por derecho propio, suelen alimentarse de los restos abandonados por los cachalotes. Al utilizar la frecuencia de alimentación de estos, pudimos atraer a los calamares hacia el micrófono, creando, en esencia, un señuelo para cefalópodos.

—Asombroso —contestó Cody—, pero tíos, atraer la atención de un calamar de un metro es otra cosa. ¿Creéis que este aparato logrará atraer a un calamar gigante? Estáis hablando de un ser de las profundidades, de dieciocho metros de longitud, que nunca ha sido visto vivo.

—Siguen siendo cefalópodos —contestó David, empeñado en arrogarse el protagonismo de la entrevista—. Si bien es cierto que nunca hemos visto un espécimen vivo, sabemos por los cadáveres arrastrados hasta las costas, y por restos encontrados en los estómagos de cachalotes, que la anatomía de esos animales es similar a la de sus primos más pequeños.

—Fantástico. David, háblanos de esta primera inmersión.

Me mordí la lengua, con mi ego sometido a una dura prueba.

—Nuestro señuelo para cefalópodos está sujeto al brazo retráctil del sumergible. Nuestro objetivo es descender hasta unos mil metros de profundidad, atraer a un calamar gigante hasta que salga del abismo y captarlo en película. Como el Architeuthis prefiere las aguas muy profundas, a las que nuestro sumergible no puede descender, esperaremos a que oscurezca para iniciar la expedición, con la esperanza de que los animales asciendan al caer la noche, siguiendo la migración nocturna de la cadena alimentaria a aguas menos profundas.

—Explica eso último. ¿Qué quiere decir migración nocturna?

—Vamos a dejar que el doctor Wallace continúe —ofreció David, retirándose antes de verse obligado a poner a prueba su hemisferio izquierdo.

Respiré hondo varias veces para calmar mis nervios.

—Los calamares gigantes habitan en una zona conocida como el reino de las aguas intermedias, por definición el espacio de vida continuo más grande de la tierra. Mientras la fotosíntesis inicia cadenas alimentarias entre las superficiales del océano, en el reino de las aguas intermedias la fuente primordial de nutrientes procede del fitoplancton, plantas microscópicas. Los seres de las aguas intermedias viven en una oscuridad absoluta, pero en cuanto se pone el sol, suben en masa para alimentarse del fitoplancton, un acontecimiento nocturno que ha sido descrito como la migración de organismos vivos más grande del planeta.

—Estupendo, estupendo. Hank, ¿cómo estamos de luz?

—Quince minutos, más o menos.

—Vamos a adentrarnos en temas más personales. Habla de ti, Zack. El doctor Caldwell me ha dicho que eres ciudadano estadounidense, pero que naciste en Escocia.

—Sí. Me crie en las Tierras Altas de Escocia, en un pequeño pueblo llamado Drumnadrochit.

—Está en la cabecera de la bahía de Urquhart, en el lago Ness —intervino David.

—¿De veras?

—Mi madre es estadounidense —dije, mientras banderas rojas ondeaban en mi cerebro—. Mis padres se conocieron cuando ella estaba de vacaciones. Nos trasladamos a Nueva York cuando yo tenía nueve años.

David se inclinó hacia delante con una sonrisa maliciosa e imitó el acento escocés.

—El doctor Wallace no concede importancia al tiempo que compartió de pequeño con grupos de cazadores de Nessie, ¿verdad, doctor Wallace?

Dirigí a David una mirada que habría podido vaporizarle.

El director, por supuesto, le siguió la corriente.

—De modo que fue la leyenda del monstruo del lago Ness lo que alimentó su amor por la ciencia. Fascinante.

Ya la habían dejado caer, la temible letra «M». El lago Ness era sinónimo de Monstruo, y Monstruo significaba Nessie, el sueño de todo criptozoólogo, la pesadilla de todo biólogo marino. Nessie era ciencia «marginal», una industria de folclore, creada por el turismo y charlatanes como mi padre.

El hecho de relacionarlos con Nessie había destruido la carrera de muchos científicos, en especial la del doctor Denys Tucker, del Museo Británico de Historia Natural. El doctor Tucker había ocupado su puesto durante once años, y en un tiempo había sido considerado la mayor autoridad sobre anguilas…, hasta que insinuó a la prensa que estaba interesado en lanzar una investigación sobre el monstruo del lago Ness.

Poco tiempo después, fue despedido, y su carrera de científico se fue al traste.

Verme relacionado con el lago Ness en un especial de National Geographic podía destruir mi reputación de científico serio, pero ya era demasiado tarde. David me había conducido hasta la cagada de perro y, como diría mi madre, yo la había «pisado». Ahora, el objetivo consistía en no irla arrastrando sobre la alfombra.

—Lo diré con claridad —proclamé, y mi voz atronadora amenazó el micro de la esposa de Hank—. Jamás fui uno de esos cazadores de Nessie.

—Ah, pero siempre has estado interesado en el lago Ness, ¿verdad? —graznó David, abundando en el tema.

Era como un estudiante de instituto salido, que se negaba a rendirse incluso después de que su ligue le dijera que no estaba por la labor. Me volví hacia él, y los rayos del sol me alcanzaron de lleno en los ojos, una equivocación fatal para alguien que padece migrañas.

—El lago Ness es un lugar único, doctor Caldwell —repliqué—, pero no todos los visitantes van en busca de monstruos. De niño conocí a muchos ecologistas serios que iban estrictamente para investigar el contenido de algas del lago, su turba o sus increíbles profundidades. Eran naturalistas, como mi gran antepasado Alfred Kussel Wallace. Pese a todas esas tonterías sobre animales acuáticos legendarios, el lago constituye una extensión de agua única por su…

—Pero la mayoría de esos grupos iban en busca de Nessie ¿verdad?

Miré en dirección al rostro juvenil de David, con su bigote casi albino, el flequillo del mismo color a lo Moe Howard[1], pero solo conseguí ver puntos, demonios púrpura que cegaban mi visión.

«Migraña…».

Se me puso la piel de gallina al pensarlo. Sabía que debía atizarme un Zomig antes de que la tormenta cerebral avanzara hacia sus fases más dolorosas, pero seguí parloteando, con la desesperada intención de salvar la entrevista y, tal vez, mi carrera.

—Bien, David, no nos engañemos. Han convertido a Nessie en una industria, ¿no?

—¿Viste alguna vez el monstruo?

Tuve ganas de estrangularle delante de la cámara. Tuve ganas de rasgarle el cuello de su estúpida camisa hawaiana y estrujar su endeble garganta entre las manos, pero mi hemisferio izquierdo, testarudo como siempre, se negó a entregar el control.

—Perdone, doctor Caldwell, pero pensaba que habíamos venido a hablar de calamares gigantes.

David insistió.

—No te hagas el escurridizo, muchacho, mis preguntas tienen un objetivo concreto. ¿Viste alguna vez al monstruo?

Forcé una carcajada, y empezó a dolerme el ojo derecho.

—Escuche, doctor Caldwell, no sé usted, pero yo soy un biólogo marino. En teoría, lo de perseguir al mito hemos de dejarlo a los cazadores de misterios.

—Ah, por ahí voy yo. No hace tanto tiempo que esos calamares gigantes eran considerados más mito que ciencia. La leyenda de la Escila en la Odisea, el monstruo del poema de Tennyson «El kraken». Al ser un niño que se crio muy cerca del lago Ness, debió de sentirse influido por la leyenda más grande de todas, ¿verdad?

A Cody Saults le estaba encantando la escena, mientras la tormenta tropical David, situada en la latitud de mi ojo derecho, se iba convirtiendo en un huracán.

—… tal vez perseguir a Nessie de pequeño fue la base de tu investigación encaminada a descubrir al calamar gigante. No intento hablar por ti, pero…

—¡El culo es para cagar, doctor Caldwell, y todo lo que sigue! Nessie también es una mierda. No es nada más que una leyenda absurda embellecida para aumentar el turismo en las Tierras Altas. Yo no soy un agente de viajes, sino un científico en busca de una bestia marina real, y no de un invento escocés. Ahora, si los dos me perdonan, he de utilizar la cabeza.

Sin esperar, empujé a un lado a David y al director, y entré en la infraestructura del buque, con la intención desesperada de llegar al cuarto de baño más próximo. Los puntos púrpura habían desaparecido, pero el dolor en el ojo se estaba intensificando. La siguiente fase serían los vómitos, vómitos que resonarían en mi cerebro y resaltarían las venas. A continuación, llegarían la debilidad, el dolor y más vómitos, y por fin, si no me metía una bala en la cabeza, perdería el conocimiento misericordiosamente.

Era una desgracia, y por eso, como todos quienes padecen migrañas, intentaba evitar cosas que las provocaran: la luz directa, el exceso de cafeína y la tensión que, para mí, giraba en torno al tema tabú de mi infancia.

Ya tenía el estómago revuelto, y el dolor laceraba mi ojo, mientras pasaba corriendo ante laboratorios y camarotes. Me metí en el primer cuarto de baño que encontré, cerré la puerta, me arrodillé al lado del retrete, me introduje el dedo del sacrificio en la boca y vomité.

Los temblores intestinales liberaron mi desayuno y amenazaron con implosionar los vasos sanguíneos que conducían a mi cerebro. Continuaron hasta que mi estómago se vació por completo y minaron mi voluntad de vivir.

Me quedé inmóvil unos momentos, con la cabeza apoyada contra el frío borde del váter, infestado de bacterias.

Tal vez Lisa tenía razón. Tal vez necesitaba relajarme.

Ya había oscurecido cuando salí a cubierta, con mi largo pelo castaño enmarañado sobre la frente, los ojos azules vidriosos e inyectados en sangre. La migraña me había dejado débil y tembloroso, y habría preferido quedarme en la cama, pero era casi la hora de descender, y sabía que David se apoderaría de mi sitio en el submarino en un abrir y cerrar de ojos si esperaba un segundo más.

Una franja rojo sangre de luz revelaba lo poco que quedaba del horizonte oriental, y el intenso calor del día estaba dando paso a una agradable brisa. Aspiré varias bocanadas de aire fresco y me encaminé hacia la popa, convertida ahora en un centro de actividad. Las luces del barco estaban encendidas, y creaban así un teatro en el que cuatro técnicos y media docena de científicos concluían su examen final del Massett-6, el sumergible de ocho metros de longitud suspendido ahora a metro y medio de la cubierta, como un gigantesco insecto alienígena.

Capaz de explorar profundidades de hasta mil metros, el Massett-6 era un submarino con capacidad para tres personas que consistía en una burbuja de observación acrílica transparente, montada sobre una cámara de aluminio rectangular, con paredes de doce centímetros y medio de grosor. Bajo el sumergible corría una plataforma y un patín exteriores que sostenían depósitos de flotación, mangueras, aparatos de grabación, cilindros de gas que contenían oxígeno y aire, baterías primarias y secundarias, una serie de cestas para recoger muestras, luces de arco, un brazo manipulador hidráulico y nueve propulsores de cuarenta kilos.

Me encontré con David, quien apoyado contra el submarino se estaba poniendo a toda prisa un traje de buceo dorado (mi traje de buceo). Vio que me acercaba.

—¿Dónde has estado, Zack? Nosotros, hum, pensamos que no te ibas a recuperar.

—Mala suerte. Quítate mi traje de buceo, me encuentro bien.

—Estás pálido.

—He dicho que me encuentro bien, y no gracias a ti. ¿Qué era toda esa mierda sobre el lago Ness? ¿Intentabas desacreditarme ante las cámaras de una televisión nacional?

—Claro que no. Formamos un equipo, ¿recuerdas? Pensé que era un enfoque estupendo. A Discovery Channel le encantan los misterios.

—Olvídalo. He trabajado demasiado para destruir mi reputación con estas chorradas. Bien, por última vez, saca tu culo esquelético de mi traje de buceo.

—Estamos preparados —anunció Ace Futrell, el coordinador de nuestra misión—. Señor Wallace, si hace el favor de distinguirnos con su presencia…

Las cámaras rodaron. David, de vuelta a su papel de sumiso mentor, me dio unas instrucciones de última hora mientras me ponía el traje de buceo.

—Recuerda, muchacho, que esta es nuestra gran oportunidad, nuestro espectáculo. Trabájate al público. Comunícate con él. Ponlos de tu lado.

—Relájate, David. No estamos rodando un anuncio.

La escotilla del Massett-6 se hallaba bajo el compartimiento de observación de popa del sumergible, detrás del ensamblaje de baterías principal. Me arrodillé debajo del sumergible, introduje la cabeza y los hombros en la abertura y subí.

El interior del vehículo era un cruce entre la cabina de un helicóptero y una camioneta de vigilancia del FBI. La claustrofóbica cámara de aluminio estaba abarrotada de monitores de vídeo, aparatos de respiración artificial, absorbedores de dióxido de carbono y analizadores de gases, junto con miríadas de tubos y mangueras presurizadas. En cambio, el compartimiento delantero era una burbuja acrílica de dos asientos que ofrecía vistas panorámicas del entorno del sumergible.

Ocupé el asiento que me habían asignado, el del copiloto, me puse el cinturón de seguridad e inspeccioné los controles de mi señuelo sónico, que estaba sujeto a la consola de mi derecha. Todo parecía en orden. Asomé la cabeza fuera de la burbuja y vi que un técnico examinaba el altavoz submarino del señuelo, sujeto ahora al gancho de remolque exterior del barco.

Donald Lacombe, el piloto del sumergible, se reunió conmigo en la cabina, y no perdió mucho tiempo en dejar bien claro que él era el jefe.

—Muy bien, genio, las instrucciones son como siguen: mantén pegado el culo al asiento y no toques nada sin que te lo diga. ¿Capische?

—Sí, sí, señor.

—Y a nadie le gustan los listillos. Ahora estás en mi barco, y bla bla bla bla bla…

Dejé de prestarle atención y vi que Hank Griffeth subía con movimientos torpes al compartimiento de popa. Un tripulante le dio la cámara, y después cerró la escotilla posterior.

La radio chirrió.

—Control a Seis, preparado para el lanzamiento.

Lacombe habló por los auriculares, como pez en el agua ahora que estaba en sus dominios.

—Recibido, Ace, preparado el lanzamiento.

Momentos después se activó la grúa, y el sumergible se alzó de la cubierta, seis metros al otro lado de la popa. Las luces de la quilla del Manhattanville se encendieron y crearon un sendero azul en la superficie oscura y cristalina, y nos hundimos en el mar.

Durante los siguientes diez minutos, varios buzos dieron vueltas alrededor del sumergible, con el fin de desprender el arnés y volver a comprobar las mangueras y los aparatos. Lacombe repasaba su lista de control con Ace Futrell, a bordo del buque de investigación, mientras Donald me enseñaba fotos de sus hijos.

—¿Cuándo empezaréis a tener hijos tú y esa novia tuya? Nada mejor que unos cuantos renacuajos para convertir una casa en un hogar.

«Tener hijos no representa ningún problema, alfeñique. La maldición de los Wallace se transmite cada dos generaciones».

—¿Zack?

—¿Eh? —Sacudí la cabeza, y el dolor persistente de la migraña dispersó las palabras de mi padre—. Lo siento. Nada de niños, al menos durante un tiempo. Demasiado trabajo.

Devolví mi atención al panel de control, y me concentré en nuestro viaje. Descender a cientos de metros en las profundidades del mar era parecido a volar. Siempre eres consciente del peligro, aunque te consuela saber que la mayoría de los aviones aterrizan sin problemas y la mayoría de los submarinos regresan a la superficie. Ya había estado en sumergibles, pero este viaje era diferente, pues su objetivo era atraer la atención de uno de los más peligrosos, aunque menos comprendidos, depredadores del mar.

Mi corazón latía emocionado, y la adrenalina expulsaba de mi cabeza las ideas relativas a los peligros.

Las órdenes de Ace Futrell llegaron por la radio.

—Control a Seis, permiso para inmersión. Bon voyage, y buena cacería.

—Recibido, Control. Hasta mañana.

Lacombe activo los controles de lastre y dejó que el agua del mar entrara en los depósitos presurizados situados bajo el sumergible. El Massett-6 empezó a hundirse, lanzando un chorro de burbujas de aire plateadas.

El piloto examinó sus instrumentos, activó el sónar, conectó los propulsores y se volvió hacia mí.

—Eh, novato, ¿has estado alguna vez en uno de estos sumergibles?

—Dos veces, pero las misiones solo duraron dos horas. Nada comparable a esto.

—En ese caso, te lo explicaré de una manera sencilla. Las baterías y los purificadores de aire nos permiten estar abajo un máximo de dieciocho horas, pero la maniobrabilidad es lo peor que hay. La velocidad máxima es un nudo, y la profundidad máxima mil cincuenta metros. Si bajamos más, el casco quedará aplastado como una lata de cerveza. La presión abrirá tu cabeza como una uva.

Me di cuenta de que el piloto estaba intentando bajarme los humos, de modo que contraataqué.

—¿Sabes mucho de calamares gigantes? Este vehículo mide siete metros de largo. El animal al que buscamos mide más del doble de su tamaño, entre doce y quince metros, y pesa más de una tonelada. En cuanto establezcamos contacto con uno de esos monstruos, procura seguir mis instrucciones al pie de la letra.

Cuando quieres intimidar, es conveniente utilizar la palabra «Monstruo».

Lacombe se encogió de hombros, pero adiviné que estaba sopesando mis palabras.

—Noventa metros —dijo a Hank, quien ya estaba rodando—. Activando luces exteriores.

Los focos gemelos perforaron el mar negro, y lo tiñeron del azul del Mediterráneo.

Y qué espectáculo era, como estar en una gigantesca pecera en medio del mayor acuario de la tierra. Me quedé embobado durante diez minutos enteros antes de volverme hacia la cámara, en el mejor estilo de Carl Sagan.

—Estamos abandonando las aguas superficiales, y nos acercamos a lo que muchos biólogos llaman la «zona crepuscular». A medida que vayamos descendiendo, veremos cómo los seres que habitan estas zonas de aguas intermedias se han adaptado a una vida de oscuridad constante.

Lacombe señaló, decidido a no permitir que le eclipsaran.

—Parece que llega nuestro primer visitante.

Un curioso gigante que parecía de gelatina, con una cabeza vibrátil en forma de campana, pasó ante la cabina, con su cuerpo transparente de trece metros y medio iluminado por las luces artificiales.

—Eso es una carabela portuguesa —anuncié, pasando al modo conferencia—. Su cuerpo está compuesto de millones de células urticantes que cuelgan en el mar como una red cuando busca comida.

A continuación, llegaron media docena de peces parecidos a pirañas, de ojos protuberantes y colmillos aterradores. Cuando dieron la vuelta, sus cuerpos planos desprendieron reflejos azules plateados a la luz de los focos.

—Eso son peces hacha —continué—. Sus cuerpos contienen fotóforos productores de luz capaces de camuflar sus siluetas, que les permiten confundirse con el mar crepuscular. En estas aguas oscuras, es esencial ver pero no ser visto. A medida que vayamos descendiendo, encontraremos más seres que dependen únicamente de la bioluminiscencia, no solo para camuflarse, sino para atraer a sus presas.

Medusas de todos los tamaños y formas pasaban en silencio ante la cabina, y sus cuerpos transparentes se veían de un rojo intenso a la luz de los focos del sumergible.

—Piloto, ¿le importaría cerrar las luces un momento?

Me dirigió una mirada inquieta, y después apagó los focos de mala gana.

Quedamos rodeados por el silencio de la negrura más absoluta.

—Miren —susurré.

Un repentino destello apareció en la distancia, seguido por una docena más, y de pronto el mar cobró vida con un despliegue pirotécnico de bioluminiscencia, cuando un millar de bombillas azules de neón destellaron al azar en la oscuridad.

—Asombroso —murmuró Hank, que no paraba de filmar—. Es como si se comunicaran.

—Se comunican y cazan —reconocí—. La naturaleza siempre descubre una forma de adaptarse, incluso en los entornos más duros.

—Seiscientos metros —anunció el piloto.

Un pez pelícano adulto pasó junto a la cabina, y su boca casi se descoyuntó cuando engulló a un pez despistado. Teniendo en cuenta las circunstancias, no habría podido pedir un espectáculo mejor.

Pero aún faltaba lo mejor.

Cada vez hacía más frío en la cabina, de modo que me subí la cremallera del traje de buceo, demasiado orgulloso para pedir al piloto que subiera la calefacción.

Hank cambió el ángulo de la cámara, y después repasó la lista que Cody Saults le había entregado.

—Muy bien, Zack, háblanos del calamar gigante. Has escrito que podría tratarse de una mutación.

—Solo es una teoría.

—Suena bien, haznos un resumen. Espera… Concédeme un momento para volver a enfocar. Muy bien, adelante.

—En la naturaleza siempre se están produciendo mutaciones. Pueden ser provocadas por radiaciones o de manera espontánea, o a veces por el propio organismo, como una forma de adaptación a los cambios de su entorno. La mayoría de las mutaciones son neutrales, lo cual quiere decir que no obran ningún efecto en el organismo. No obstante, algunas pueden ser muy beneficiosas o perjudiciales, según el entorno y las circunstancias.

»Las mutaciones que afectan al futuro de una especie en particular son cambios hereditarios en secuencias concretas de nucleótidos. Sin estas mutaciones, la evolución, tal como la conocemos, no sería posible. Por ejemplo, los accidentes, errores y circunstancias afortunadas que causaron la evolución de los humanos desde los primates inferiores fueron todas mutaciones. Algunas mutaciones condujeron a callejones sin salida, o a la extinción de la especie. Los neandertales, por ejemplo, fueron una mutación sin salida. Otras mutaciones pueden alterar el tamaño de un gen concreto y crear una nueva especie.

»En el caso del Architeuthis dux, tenemos a un cefalópodo, un miembro de la familia teuthid, pero esta variedad en particular ha evolucionado hasta convertirse en el invertebrado más grande del planeta. ¿Es una mutación? Casi con toda seguridad. La pregunta es: ¿por qué imitaron, para empezar? Tal vez como mecanismo de defensa contra depredadores gigantescos como los cachalotes. ¿Fue una mutación exitosa o un callejón sin salida? Como sabemos poca cosa de esos seres, es imposible decirlo. En ese caso, ¿quién puede afirmar que el Homo sapiens será un éxito?

El piloto puso los ojos en blanco mientras escuchaba mis disquisiciones filosóficas.

—Acabamos de superar los seiscientos noventa metros. ¿No es hora ya de que actives ese aparato tuyo?

—Ah, sí.

Extendí la mano hacia la derecha y conecté el señuelo, el cual envió una serie de chasquidos vibrantes a través del mar interminable.

Me recliné en el asiento, con el corazón acelerado a causa de la emoción, a la espera de que mi «dragón» apareciera.

—Eh, Jacques Cousteau hijo, han pasado seis horas. ¿Qué ha pasado con tu pulpo gigante?

Miré al piloto desde detrás de mi ejemplar de Popular Science.

—No lo sé. No hay forma de saber el alcance del señuelo, o si hay un calamar en la zona.

El piloto volvió a dedicarse a su solitario.

—No es exactamente la respuesta que deseará oír National Geographic.

—Se trata de ciencia —repliqué—. La naturaleza trabaja a su propio ritmo. —Paseé la vista alrededor del mar oscuro—. ¿A qué profundidad nos encontramos?

—Ochocientos diez metros.

—¡Ostras, la profundidad no es suficiente! Pedí concretamente novecientos noventa metros. Los calamares gigantes prefieren el frío. Hemos de bajar más, por debajo de la termoclima[2], de lo contrario perderemos el tiempo.

La expresión de Lacombe se ensombreció, sabiendo que le tenía cogido por las pelotas.

Seis a Control. Ace, el chico quiere que descienda a novecientos noventa metros.

—Espera, Seis.

Un largo silencio, seguido de la respuesta esperada.

—Permiso concedido.

Media milla al sur y mil cien brazas más abajo, el monstruo permanecía inmóvil en el silencio y la oscuridad. Dieciocho metros de manto y tentáculos se hallaban contenidos en el interior de una hendidura rocosa, con un cuerpo de setecientos sesenta kilos preparado para saltar como el resorte de una ratonera.

El carnívoro escudriñaba las profundidades con sus dos ojos ámbar, cada uno tan grande como un plato de mesa. Tan inteligente como enorme, sentía todo lo que había dentro de su entorno.

El rape hembra pasó nadando lentamente frente al saliente rocoso, provisto de su propio señuelo: una espina larga terminada en un cebo bioluminoso. Sujetos a la parte inferior del pez, y oscilando como una segunda cola, se hallaban los restos de su pareja, más pequeña. En una adaptación poco usual de diformismo sexual, el rape macho había concluido su existencia introduciéndose a dentelladas en el cuerpo de la hembra, la boca fusionada con su piel, hasta que los dos torrentes sanguíneos formaron uno solo. Con el tiempo, el macho degeneró, perdió los ojos y los órganos internos, y se transformó en un parásito permanente, dependiente por completo de la hembra para alimentarse.

La hembra, que se alimentaba por los dos, acercó más su señuelo luminoso al saliente rocoso.

¡Zas!

Como una goma elástica, uno de los tentáculos alimentarios de cinco metros y medio del calamar salió disparado y se apoderó del rape hembra, y perforó al estupefacto pez con una serie de ganchos que sobresalían de las hileras mortíferas de ventosas. Acercó la presa a su boca, y el pico de loro del cazador transformó de inmediato la carne aplastada en pedazos digeribles. La lengua guio a los pedazos garganta abajo, y la carne atravesó su cerebro camino del estómago.

El Architeuthis dux asomó su cabeza en forma de torpedo de casi cuatro metros y engulló los restos del rape de un solo bocado.

El calamar gigante todavía tenía hambre, pues durante las últimas ocho horas el señuelo sónico había, estimulado su apetito. Aunque tentado de ascender y devorar lo que percibía como restos de un cachalote, el inmenso cefalópodo no había abandonado las profundidades, pues no quería aventurarse en aguas más cálidas.

Ahora, mientras terminaba los restos de su aperitivo, detectó la tentadora presencia que se iba acercando, adentrándose en las profundidades más frías.

El hambre se impuso a la precaución. Liberó sus ocho brazos de la fisura y se levantó del fondo rocoso. Su aleta dorsal en forma de yunque le propulsó a través de las tinieblas, y sus movimientos alertaron a otras especies de la cadena alimentaria de los Sargazos de su presencia.

Blip.

Blip… blip… blip…

Donald Lacombe clavó la vista en el sónar, y dramatizó el momento en honor a la cámara.

—Es biológico, es grande, se dirige hacia nosotros. Cuatrocientos cincuenta metros y acercándose.

—¿Estamos en peligro? —pregunté, al tiempo que me sentía de lo más vulnerable.

—No lo sé, el biólogo marino eres tú. Doscientos setenta metros. Espera, está disminuyendo la velocidad. A lo mejor nos está examinando.

—No le gustan las luces brillantes —repliqué—. Cambie a luces rojas solo.

El piloto ajustó los focos exteriores y giró las lentes para colocar los filtros rojos, menos brillantes.

—Lo hemos conseguido, ahora se acerca como un demonio. Noventa metros. Sesenta. ¡Será mejor que te agarres!

Transcurrieron los segundos, y después el Massett-6 se estremeció y rodó con violencia a estribor, cuando la bestia invisible se aferró a nuestra batería principal.

Mi corazón martilleaba, y estuve a punto de morir del susto cuando la ventosa, ancha como el guante de un catcher, se deslizó por delante de nuestra burbuja protectora.

Ocho tentáculos más se unieron al baile, cada apéndice tan grueso como una manguera de bomberos, y todos se movían con independencia de su propietario, todavía invisible.

Hasta el piloto estaba impresionado.

—¡Vaya, lo has conseguido! ¿Has visto el tamaño de esos tentáculos? Debe de ser un monstruo.

—Es una hembra —expliqué—. Las hembras crecen mucho más que los machos, y no cabe duda de que ese monstruo es una hembra.

«Ah, la palabra que empieza por “M” de nuevo. De haberlo sabido…».

El piloto accionó el conmutador de palanca de su radio.

Seis a Control, abre el champán, Ace, hemos establecido contacto.

Oímos aplausos en la sala de control.

—Estamos recibiendo la información. Felicidades, socio —interrumpió David por la radio—. Lo hemos conseguido.

—Sí, hemos —murmuré.

El sonido del aluminio al desgarrarse me sobresaltó.

—¿Qué ha…?

—Esperad.

Lacombe parecía muy preocupado, lo cual me preocupó a mí. A novecientos metros, la presión del agua es cien veces mayor que en la superficie, lo cual significa que la menor brecha en nuestro casco nos mataría en cuestión de segundos.

«¿Y si suelta una plancha? ¿Y si abre un cierre hermético?».

La idea de ahogarme provocó que oleadas de pánico removieran mi estómago.

—¡Eh!

Hank apuntó su cámara hacia uno de los monitores de vídeo. La imagen gris con mucho grano reveló un cuerpo tubular imposiblemente enorme, y el borde de un ojo obsceno tan grande como una cabeza humana. Algunos tentáculos del calamar tiraban de la tapa cerrada de una de las cestas de recogida.

—Solo quiere apoderarse del pez —afirmé, rezando para que fuera cierto. El ser arrancó la tapa de la cesta de acero como si fuera un juguete, y ochenta kilos de salmón fueron liberados al mar.

Mientras mirábamos, uno de los dos tentáculos de alimentación más grandes acorralaron con destreza a un pescado, mientras los demás volvían a cerrar la cesta de recogida, para impedir que huyeran más peces.

El piloto meneó la cabeza, asombrado.

—Esto sí que es impresionante.

—Sí —admití, procurando disimular mi preocupación—. Su cerebro es grande y complejo, con un sistema nervioso muy desarrollado.

—Control a Seis.

Esta vez, era la voz de la mujer encargada de la radio del barco la que sonaba perentoria.

Lacombe y yo intercambiamos una mirada.

—Aquí Seis, adelante Control.

—Hemos detectado algo nuevo en el sónar. Múltiples contactos, sin la menor duda biológicos, no de calamar, algo que nunca habíamos oído. Profundidad dos mil cien metros, alcance dos millas. Sea lo que sea, ha cambiado su curso y está ascendiendo en vuestra dirección. Ya lo captaréis en el sónar. El doctor Caldwell se inclina por pensar que es un banco de peces, pero nuestra recomendación oficial es que subáis de inmediato, ¿de acuerdo?

Lacombe subió el volumen del sónar para que Hank y yo pudiéramos escuchar.

Bli-blupBli-blupBli-blupBli-blup

El piloto me miró, a la espera de un veredicto.

—Demasiado potente para ser un banco de peces —susurré, mientras mi mente se esforzaba por identificar la pauta vagamente familiar—. Casi parece una cavidad de aire anfibia.

—Debe de ser una ballena —dijo Hank.

—¿A dos mil cien metros? Ni siquiera un cachalote puede sumergirse a esa profundidad.

Enchufé mis auriculares a la consola para escuchar en la intimidad.

Bli-blupBli-blupBli-blup

Era un sonido muy raro, casi como una jarra de agua que estuviera derramando su contenido.

Y de repente, mi cerebro asimiló la información.

—No puedo creerlo —susurré—. Es el Blup.

—¿Qué coño es un Blup?

—No lo sabemos.

—¿Qué quiere decir que no lo sabéis? —replicó el piloto—. Acabas de llamarlo Blup.

—Es el nombre que le dio la Marina. Solo sabemos lo que no son. No son ballenas, debido a la extrema profundidad, y no son tiburones ni calamares gigantes, porque ninguna de ambas especies posee sacos llenos de gas para emitir esos sonidos tan fuertes.

—¿Son peligrosos? —preguntó Hank—. ¿Nos atacarán?

—No lo sé, pero lo que sí es que no quiero averiguarlo a esta profundidad.

Lacombe captó el mensaje.

Seis a Control, nos largamos.

Agarró la palanca de mando, activó los propulsores y ajustó los planos de inclinación del sumergible.

Empezamos a ascender a paso de caracol.

—¡Mirad! —chilló Hank. El calamar gigante había abandonado la cesta de recogida y estaba rodeando la burbuja, con los tentáculos abrazando el cristal de la cabina, lo cual provocó que casi no pudiéramos ver nada—. También sabe que se acerca.

—¿Qué puede asustar a un calamar gigante? —me pregunté en voz alta, y después así los reposabrazos cuando el sumergible saltó bajo nosotros y el sonido del metal al retorcerse resonó en todo el compartimiento.

Lacombe blasfemó mientras examinaba su panel de control.

—Es tu maldito pulpo. Se está encajando bajo el brazo manipulador.

—Está asustado.

—Sí, y yo también. Ese sonido que oyes es nuestro oxígeno y los depósitos de aire que están siendo arrancados del trineo del sumergible. Si los perdemos, el Massett-6 se convertirá en un ancla. —El piloto volvió a colocarse los auriculares, mientras aumentaba la presión de los depósitos de lastre—. Seis a Control, tenemos una emergencia…

Otra sacudida le interrumpió, seguida por una explosión que hizo vibrar nuestros huesos y liberó una avalancha de burbujas. Un trueno resonó en nuestros oídos cuando el mar tembló a nuestro alrededor. Luces rojas de advertencia destellaron en el panel de control de Lacombe como un adorno navideño, y el piloto, antes tan chulo, se puso muy pálido.

Seis, hemos perdido los depósitos de lastre primario y secundario. El sistema hidráulico interno se ha desconectado. Los sistemas de propulsión están fallando…

Y entonces, queridos míos, el Massett-6 empezó a caer.

Cayó poco a poco de cola, pero fue peor que cualquier atracción de feria a la que había subido. El metal gruñó y las planchas se estremecieron, y dio la impresión de que el pelo se me ponía tieso y crujía contra el respaldo de mi silla.

El resto de mi cuerpo se quedó paralizado.

El piloto miró en mi dirección, y su expresión confirmó nuestra sentencia de muerte.

La voz de Ace Futrell sonó en la radio y envió un destello de esperanza.

—Control a Seis, aguantad, tíos, estamos preparando un ROV con un cable de remolque. ¿Cuál es vuestra profundidad?

La cara sudorosa de Lacombe brillaba a la luz translúcida del panel de control.

—Mil cien metros, y bajamos quince metros cada minuto. ¡Será mejor que el ROV llegue cuanto antes!

Me sentía impotente, como un pasajero a bordo de un avión que acababa de perder los motores, acompañado de una voz interior que se negaba a callar. «¿Qué estás haciendo ahí? Dios, no me dejes morir… Aún no, por favor. Lisa tenía razón, tendría que haber vivido un poco. Señor, sácame de aquí y te juro que…».

El sumergible rodaba y se estremecía, haciendo añicos mi arrepentimiento, y me desplomé sobre mi asiento. Mis palmas sudorosas aferraron los apoyabrazos, y mis ojos se clavaron en el medidor de profundidad, mientras me preparaba para la última implosión que nos destrozaría el cráneo.

—¡Jesús, hay algo más ahí fuera! —gritó Hank, mientras señalaba entre los tentáculos del calamar.

Me incliné hacia delante. Varias figuras largas y oscuras estaban describiendo círculos a nuestro alrededor, a la caza del calamar. Distinguí sombras de movimientos, pero antes de que pudiera enfocar mi visión, nubes de tinta envolvieron nuestra burbuja.

Los blups se habían lanzado al ataque.

Los oí por los auriculares mientras despedazaban al calamar gigante, sus siniestros gruñidos agudos, como fox terriers hambrientos devorando la carne suculenta de su presa.

Entonces, mi mente me abandonó. Demasiado aterrorizado para razonar, cerré los ojos con fuerza, y de repente me invadió una imagen subliminal de mi infancia.

Bajo el agua.

Un frío mortal.

La oscuridad… ¡perforada por un haz de luz celestial!

Ve hacia la luz… Ve hacia la luz…

—¡La luz!

Abrí los ojos, me liberé del cinturón de seguridad y giré el interruptor del panel de la estación de control, para cambiar las luces de arco de rojas a normales.

Apareció el mar de nuevo, y vimos las mangueras hidráulicas destrozadas y el brazo manipulador del sumergible colgando de su armazón roto, junto con los restos amputados de tentáculos sin vida, que giraban en un remolino de sopa negra.

—Control a Seis. El ROV está en el agua. Aguantad, Don, vamos a buscaros.

—¿Eh? —Lacombe dejó de contemplar el espectáculo para comprobar nuestra profundidad—. Control, acabamos de superar los mil ciento cuarenta metros. Pisa el acelerador, Ace, estamos viviendo de tiempo prestado.

Yo me había puesto de pie, y tenía la vista clavada en un solitario tentáculo que todavía rodeaba el brazo de remolque del sumergible. La presa mortal del brazo impedía que el resto del manto y la cabeza del calamar muerto marcharan a la deriva.

Distraído, vi que aquel largo apéndice muerto se desenrollaba poco a poco. Los restos del cuerpo gigantesco se liberaron y se perdieron más allá de nuestra luz.

Se lanzaron sobre él al cabo de escasos segundos, formas marrones largas que entraban y salían de las sombras como una exhalación, cada una de unos seis a nueve metros de longitud, y devoraron los restos como una manada de lobos famélicos.

Eran veloces y oscuros, y estaban demasiado lejos para que pudiera identificarlos, pero su tamaño y voracidad desmesurada intensificaron mi miedo. Estaba presenciando una horripilante exhibición de la Madre Naturaleza (puro instinto animal), y por un fugaz momento me sentí aliviado, porque moriría mucho antes de que aquellas mandíbulas feroces pudieran despedazarme.

Craaaaaaaac…

La muerte bailó ante mí una vez más, mientras la grieta del grosor de un cabello se abría poco a poco en la burbuja acrílica. Tuve la impresión de que el miedo me engullía como un agujero negro.

Lacombe aferró la radio con desesperación.

—Ace, ¿dónde está el puñetero ROV?

—Acaba de rebasar los seiscientos setenta metros.

—¡Eso no es suficiente, Control, nuestros problemas son muy graves!

Me dejé caer de nuevo sobre la silla, pero me puse en pie al instante, incapaz de sentarme, de estar quieto. La presión de la cabina iba aumentando, y también en el interior de mi cráneo, mientras la grieta de la burbuja acrílica continuaba ensanchándose, y el indicador de profundidad señalaba en ese momento mil doscientos setenta metros.

Cerré los ojos, sin apenas respirar, y pensamientos demenciales de última hora acudieron a mi mente. Imaginé a David Caldwell leyendo mi panegírico ante mi tumba: «… en efecto, le echaremos de menos, pero como decían los Beatles, oh bla di, oh bla da, la vida sigue… bra…».

Justo cuando pensaba que las cosas no podían ir peor, la Parca me demostró que estaba equivocado. Con un silbido chirriante, se produjo un cortocircuito en las baterías del sumergible, y nos sumimos en una oscuridad repentina, asfixiante y claustrofóbica.

El pánico se apoderó de mí, y se sentó sobre mi pecho como un elefante. Jadeé en busca de aire. ¡No podía respirar!

Las luces de emergencia azules de neón se encendieron, cuando el bendito generador auxiliar se conectó.

Respiré como un asmático cuando vi que las luces azules empezaban a apagarse.

—Aguantad, aguantad, todo saldrá bien.

Lacombe estaba hiperventilando, y era evidente que no creía en su propia mentira.

En respuesta, las paredes de aluminio de doce centímetros y medio de grosor del compartimiento de popa se combaron.

Todos nos hallábamos al borde de la muerte, pero el pobre Hank no pudo aguantar más.

—He de salir de aquí —anunció, con las extremidades temblorosas y los ojos desorbitados de miedo, y después se precipitó hacia la escotilla de escape.

Paralizado, solo pude contemplar el desarrollo del drama, cuando Donald Lacombe saltó al compartimiento posterior y derribó al cámara contra la cubierta.

—¡Chaval, ven aquí y ayúdame! ¿Chaval?

Pero yo me encontraba en otra dimensión, con los músculos petrificados, la mente hipnotizada, porque desde el otro lado del parabrisas agrietado de la cabina me estaban mirando un par de ojos redondos, siniestros, opacos…, fríos y desalmados, los ojos perezosos de la muerte…, míticos, surgidos de una pesadilla, ojos que se grababan en la mente de un hombre y le atormentaban hasta el final de sus días…, tan definitivos como un ataúd bajado a la sepultura y tan insensibles como los gusanos que se alimentan de la carne.

Era la muerte quien me miraba, la que estrujaba mi cerebro, la muerte misma…, y chillé como nunca había chillado, un aullido estremecedor que frenó el delirio de Hank Griffeth y provocó que Donald Lacombe volviera dando tumbos a su asiento.

«El dragón puede sentir tu miedo, Zachary, puede olerlo en tu sangre».

—¿Qué pasa? ¿Qué has visto?

Jadeé en busca de aire para formar palabras, pero el ser había desaparecido, y en su lugar apareció una luz roja parpadeante, cada vez más cercana.

Lacombe señaló, nervioso.

—¡Es el ROV!

El vehículo dirigido a distancia en forma de minitorpedo se dirigía hacia el radiofaro de socorro instalado en nuestro gancho de remolque. Al cabo de unos segundos, sujetaron el extremo del cable de remolque, que se tensó al instante.

Nuestro sumergible gimió y giró, y después dejó de hundirse.

Cerré los ojos y continué hiperventilando, todavía demasiado asustado.

—Control, estamos sujetos, pero la presión ha agrietado la burbuja. ¡Súbenos, Ace, y deprisa!

—Recibido, Don. Aguantad.

Lágrimas de alivio brotaron de los ojos de mis dos compañeros cuando el tullido Massett-6 empezó a subir. En cuanto a mí, no podía apartar la vista del profundímetro mientras temblaba, y contaba los segundos y los metros al tiempo que íbamos ascendiendo.

Mil doscientos sesenta metros… Mil doscientos cuarenta y cinco… Mil doscientos treinta…

Horrorizado, vi que las grietas de la burbuja acrílica continuaban extendiéndose, empeñadas en completar la fractura.

Mil ciento cuarenta metros… Mil ciento diez… Mil ochenta…

El hemisferio izquierdo tomó el control de mi mente, y calculó al instante nuestra velocidad de ascenso en relación con el avance de las grietas y la menor presión del agua que se apretujaba contra el cristal.

«No vamos bien, el cristal no aguantará… ¡Hemos de subir más deprisa!».

Una tubería estalló sobre mi cabeza y empapó de agua helada mi espalda. Salté de mi asiento y ataqué la válvula de cierre como un poseso.

—¡Más deprisa, Control, se está rompiendo!

Novecientos cuarenta y cinco metros… Novecientos treinta… Novecientos quince…

Una vez cerrada la fisura de la tubería, me aovillé y dejé que Hank me sustituyera delante.

Ochocientos cuarenta metros… Ochocientos diez… Setecientos ochenta…

Las primeras gotas de agua marina aparecieron en las grietas de la burbuja.

—Vamos, nena —canturreó Lacombe—, aguanta…, un poquito más.

Quinientos cuarenta metros… Quinientos diez… Cuatrocientos ochenta…

Daba la impresión de que ahora íbamos más deprisa, el mar color caoba nos envolvía en tonos grisáceos, y las cortinas del amanecer se filtraban hasta las profundidades.

El piloto y el cámara rieron y se dieron palmaditas en la espalda.

Yo seguía hiperventilando, preparando mis pulmones para el asalto del mar, al tiempo que rezaba para que no llegara.

—Gracias, Jesús, gracias —susurró Hank, mientras se persignaba con una mano y se secaba su rostro encarnado, cubierto de sudor y lágrimas, con la otra—. Alabemos a Dios, nos hemos salvado.

—Te dije que lo conseguiríamos —dijo Donald, que había recuperado su chulería con la luz.

—Mis hijos… Qué ganas tengo de abrazarlos otra vez.

¿De qué estaban hablando? ¿No se daban cuenta de que la profundidad era todavía excesiva, de que seguíamos en peligro?

—Eh, Zack, pásame la cámara, hemos de documentar nuestro regreso triunfal.

Recogí el pesado aparato como un zombi y lo entregué a Hank, sin saber muy bien por qué estábamos vivos todavía.

«¿Lo ves? No eres un genio, puedes equivocarte. Anímate. Como diría Lisa, disfruta del viaje».

Trescientos sesenta metros…

Trescientos metros…

Doscientos cuarenta metros…

La voz de David tronó en la radio.

—¿Sigue con nosotros, doctor Wallace?

Hank giró su cámara, pero yo aparté el objetivo.

—¿Doctor Wallace? ¿Hola? Diga algo, para que sepamos que sigue con vida.

—Que te den por el culo.

Ciento ochenta metros… Ciento cincuenta y seis metros… Ciento treinta y dos metros…

El mar viró de un púrpura intenso a un azul marino, mientras dejábamos atrás las más insondables profundidades en las que se había aventurado un ser humano de una sola tacada.

El segundo punto más profundo, solo unos pocos metros más arriba, había provocado la muerte.

Ciento diez metros…

«Bien… Sigamos adelante, el peso del agua disminuye a cada metro, las grietas se propagan con mayor lentitud ahora».

Noventa y tres metros.

Me sequé las lágrimas, y una amplia sonrisa se dibujó en mi rostro. Hank me dio una palmada en la espalda y reí. Tal vez íbamos a conseguirlo.

—Control a Seis, los buzos están en el agua, a la espera. Bienvenidos, equipo.

Lacombe guiñó el ojo a Hank.

—Eh, Control, esperad a ver lo que hemos filmado.

La vida es frágil. En un momento dado estás vivo, y al siguiente un camión te pasa por encima y todo ha terminado, sin previo aviso, sin palabras ni pensamientos finales, todo desaparecido.

A setenta metros, la burbuja estalló hacia dentro y el mar de los Sargazos invadió nuestro refugio como un tren de mercancías, y nos cegó con su furia asfixiante.

Vi que el rostro del piloto estallaba como un tomate maduro cuando fragmentos de cristal acrílico acribillaron su cuerpo como una ráfaga de ametralladora. Distinguí a Hank con el rabillo del ojo, y después el océano Atlántico me levantó de mi asiento y me lanzó contra la pared de atrás. Solo el repentino cambio de presión me mantuvo consciente, y estrujó mi cráneo en su tornillo de banco. Sepultado bajo la avalancha aulladora, manoteé ciegamente en la oscuridad, los músculos como de plomo… Mi mente reconoció la escotilla posterior, al tiempo que ordenaba a mis brazos agotados que giraran la rueda.

Sentí que el cable de apoyo del buque de superficie se partía bajo el peso del mar. Mis manos se aferraron con desesperación a la escotilla, mientras el sumergible liberado caía de nuevo hacia el abismo.

La repentina pérdida de presión destrozó mis tímpanos.

Y entonces, como por milagro, la escotilla se abrió.

«Mis hijos… Qué ganas tengo de abrazarlos otra vez».

¡Hank!

El hemisferio cerebral izquierdo me pidió a gritos que saliera, pues mis probabilidades de alcanzar la superficie ya eran inferiores al diez por ciento, pero era el hemisferio derecho el que había tomado el control, y de repente me había dotado de la valentía de sir William Wallace.

Tanteé en busca de Hank. Le agarré justo por el cuello de la camisa, y después saque su cuerpo inerte de setenta y ocho kilos por la escotilla y lo entregué al abrazo cálido del mar de los Sargazos.

Habían transcurrido unos laboriosos veinticinco segundos, y yo estaba intentando izar a un hombre inconsciente a través de setenta y cuatro metros de agua.

Ve hacia la luz…

Pataleé y chapoteé, me obligué a adoptar una cadencia para no desperdiciar en exceso aquellas preciosas moléculas de aire.

«Nunca lo lograrás, con Hank no. Deshazte de él, o los dos os ahogaréis».

Pero no me deshice de él, no porque quisiera ser un héroe, no porque creyera a pies juntillas que lo iba a lograr, sino porque, en aquel momento, sabía en el fondo de mi corazón que su vida era más importante que la mía.

Experimenté la sensación de que mis pulmones ardían, y el único sonido que oía era el de los latidos de mi corazón.

¿Estaba avanzando, siquiera unos metros? Sentía las piernas como si fueran de plomo… ¿Continuaban pataleando?

Escenas de mi adolescencia desfilaron ante mis ojos. Mi voz interior se encargó de retransmitir la jugada: «Esta debería ser la última jugada, Princeton pierde por cuatro tantos. El mariscal de campo lanza para Wallace. Este elude un placaje, luego otro, y se dirige hacia la luz del día».

La luz… tan preciada. Ve hacia la luz.

«Está cruzando el centro del campo… Ha llegado a los doce metros…».

Ve… hacia… la… luz…

«Wallace ha llegado a los nueve… a los seis…».

La luuuuu…

«Ha llegado a los tres, y solo ha de burlar a un defensor…».

Las sombras se cerraron sobre mi visión periférica. Vi la mano oscura de la muerte extendida hacia mí…, hacia Hank.

«¡Oh, no! Han placado a Wallace en la línea de gol, cuando el tiempo está a punto de finalizar».

Sin aire, sin fuerzas, sin ritmo cardíaco, sin fuerza de voluntad, salí de mi cuerpo y me ahogué.

Otra vez.