Capítulo 4
South Beach
Desperté a la mañana siguiente en el sofá del apartamento. Los horrores de la noche ya no eran más que un recuerdo vago. Me arrastré hasta las cortinas, las descorrí y vi el cielo azul, una reluciente extensión de playa blanca y un mar azul celeste.
Nirvana.
Me duché y afeité, tomé un desayuno rápido, y después me encaminé a la playa con mis pantalones cortos y las gafas de sol, dispuesto a gozar de un descanso muy merecido y del sol.
El edificio de apartamentos tenía sillas reservadas en la playa. Me acomodé en una tumbona, provisto de un puñado de toallas, y escudriñé la costa.
Tumbada boca abajo cerca del agua había una veinteañera. Mis ojos tomaron nota del cabello castaño largo hasta los hombros y de un tanga que se hundía hasta tal punto en la grieta que separaba sus nalgas, que era casi invisible. Llevaba desabrochado el top del biquini, que apenas podía cobijar sus rotundos pechos, para que no se le marcaran las rayas.
«Dios, me encanta South Beach…».
Acerqué mi silla a unos tres metros, espiándola desde detrás de mis gafas de sol tintadas. Esperé a que girara la cabeza y dije:
—Bonito día.
No hubo respuesta.
«Te vas a llevar un chasco como sir Alfred, memo».
Me lo tomé con calma, me acerque más, flexionando mis músculos con cada movimiento.
—Me llamo Zack —dije, y me arrodillé cerca de su cuerpo serrano—. ¿Y tú?
—No me interesa.
—Vale. Lo siento. Es que salí con un montón de deportistas cuando jugaba al rugby en la universidad, así que tengo debilidad por las mujeres que están físicamente en forma.
Ella levantó la vista.
—Leesa Gehman.
—Hola, Lisa.
—Lisa no, Leesa.
—No serás…, hum, estudiante, ¿verdad?
—Ya no. ¿Por qué?
—Simple curiosidad. Mi exnovia era estudiante.
—O sea, que lo estás haciendo por despecho. Buena suerte.
Volvió a bajar la cabeza, pero levantó la vista una vez más.
—Espera. ¿Has dicho que te llamas Zack, como Zachary Wallace?
—Me declaro culpable.
—He leído sobre ti en los periódicos. Te ahogaste mientras salvabas a un tío, ¿no?
«¡Y Wallace atrapa la pelota en la zona de anotación y consigue un touchdown!».
En South Beach, la fama es la llave que abre todos los cinturones de castidad. Durante los siguientes veinte minutos, averigüé que Leesa era de Allentown, Pennsylvania, que había trabajado con un arquitecto en Miami, y que daba clases de aerobic a tiempo parcial. Me contó a qué colegios había ido, el nombre de su hermano, sus libros favoritos, el significado de los símbolos chinos tatuados en su tobillo izquierdo y dónde quería ir a cenar aquella noche.
En cualquier momento, esperaba que empezáramos a hablar de sus nombres de bebé favoritos.
—Zack, ¿te gusta en el agua?
—Soy biólogo marino. Siempre he trabajado en el mar y…
—No, Zack, me refería al sexo. —Se quitó el top, se levantó y tomó mi mano—. Nunca lo he hecho con un muerto. Vamos.
«Dios, me encanta South Beach…».
Tomados de la mano, nos metimos en el agua, y pensar en lo que me esperaba bombeó sangre en dirección a mi ya espabilada entrepierna.
Corrimos entre las olas, chapoteando, mi corazón acelerado… y el pecho me dolió de repente, puntos púrpura aparecieron ante mis ojos. La sangre abandonó mi cara cuando el agua nos llegaba ya a las caderas.
«Ahora no…».
Noté un hormigueo en la piel, y después la sensación de que ardía, como si un millar de medusas me estuvieran picando.
Solté la mano de Leesa y volví dando tumbos hacia la orilla, mientras el mundo daba vueltas en mi cabeza. Me derrumbe de rodillas sobre la arena mojada y luché por recuperar el aliento.
Leesa me miró perpleja.
—¡Vamos, el agua está perfecta!
Intenté contestar, pero fui incapaz de hablar, porque no podía parar de hiperventilar. Mi cuerpo se cubrió de un sudor frío, y seguía sin ver bien.
Esto no era una migraña, era otra cosa…
Tenía miedo.
Leesa se acercó más, mientras se desabrochaba el sujetador.
—Zachary. ¡Zach… ar… y!
La zorra sonrió al levantar su biquini y movió las dos piezas.
—Venga, héroe, estoy salida.
Los puntos se desvanecieron, el dolor y el sudor remitieron misericordiosamente. Me levanté, avergonzado, y me sequé el sudor de la cara.
—Lo siento.
—¿Qué ha pasado?
—Una bajada de azúcar, diría yo. —Respiré hondo unas cuantas veces más. Mis extremidades seguían temblando—. Vale, voy corriendo.
—Espero que todavía no.
Asió mi mano y me condujo de vuelta al agua.
Di dos zancadas, y de repente una imagen subliminal destelló en mi mente y me cegó.
Agua oscura. Niebla espesa. Salmones por todas parles. Pánico. Una presencia… ¡Da vueltas por debajo! Dolor en el tobillo izquierdo. Arrastrado al fondo… ¡No puedo respirar!
—No puedo… respirar.
—¿Zack?
—¡No puedo respirar!
Presa del pánico, di media vuelta y huí, sin soltar la mano de Leesa, hasta que la solté para vomitar en la playa.
Consulta del doctor Douglas G. Baydo,
Coral Springs, Florida
—Nunca había sentido nada semejante. Ha de ayudarme, doctor. ¡Soy biólogo marino, no puedo tener miedo del agua!
El psiquiatra era un hombre de gran tamaño, tal vez exjugador de rugby, un defensa atacante. Una placa colgada en la pared proclamaba que había estado en la fuerza aérea.
—¿Y solo ha experimentado esta hidrofobia desde el incidente del mar de los Sargazos?
—Sí.
—Zachary, las fobias se crean en el inconsciente. Puede que, a la larga, desaparezca, o tal vez tenga que aprender a vivir con ella.
—¿Vivir con ella? ¡Ni hablar! No puedo vivir con la sensación de no poder acercarme al mar. ¿Cómo voy a trabajar?
—Tal vez tenga que dedicarse a otra profesión.
Paseaba de un lado a otro de su despacho como un demente.
—No sabe lo que dice. Me he pasado la vida dando el callo para llegar a donde estoy, y no pienso renunciar a mi carrera.
—Cálmese y siéntese. Dígame algo más acerca de esos sueños.
—Son pesadillas, pero mucho más intensas, y siempre una versión del mismo sueño. Estoy sumergido cuando oigo esos sonidos, los mismos gruñidos quo oí en los Sargazos. Es como si susurraran en el interior de mi cerebro, y entonces sé que voy a morir.
—¿Y luego despierta chillando?
—Despierto, y tengo los ojos abiertos de par en par, pero no puedo hablar ni moverme. Es como si una parte de mí continuara atrapada en la pesadilla. Pero lo peor, doctor, lo peor es que siento esa horrible presencia en la habitación, conmigo. La siento. Oigo los ecos de sus susurros todavía en mi cabeza. Me hormiguea la piel, y mi miedo… es tan intenso que debo salir de donde estoy.
El doctor Baydo tomó unas cuantas notas, y después continuó.
—¿Había experimentado ya episodios semejantes?
—No. Al menos que yo recuerde.
—Pero ¿no está seguro?
—Bien, cuando era más joven padecí una época de sonambulismo. Llegó al punto de que mi abuela tuvo que instalar un cerrojo en la puerta de la calle.
—¿Su abuela?
—La madre de mi madre. Nos fuimos a vivir con ella después de que mis padres se divorciaran.
—Entiendo. Por curiosidad, ¿qué hace para divertirse?
—¿Divertirme? No lo sé. ¿Por qué?
—Parece muy tenso.
—Anoche estuve a punto de saltar al vacío, y después hice el ridículo delante de una chica por la que habría dado el brazo derecho. ¿No le pondría tenso eso a usted?
—Intuyo algo más profundo. Hablemos un poco más de su infancia. ¿Dice que nunca se llevó bien con su padre?
—Dije que disfrutaba haciéndome la puñeta. Escuche, ya sé que a ustedes les va el rollo freudiano, pero ¿hemos de hablar de mi infancia? Lo que pasó en los Sargazos no tiene nada que ver con mi padre. Eso ocurrió hace diecisiete años. Soy una persona por completo diferente.
—Quizá, pero todo el mundo lleva sus traumas de una manera diferente. Algunas personas reprimen o bloquean recuerdos dolorosos de la infancia, que nos afectan de manera inconsciente durante nuestros años adultos. La experiencia cercana a la muerte que vivió en el mar de los Sargazos tal vez provocó que esos recuerdos infantiles afloraran a la superficie.
—¿Qué debo hacer?
—Hablar de su pasado puede contribuir a la solución de los conflictos. ¿Todavía siente odio hacia su padre?
—¿Odio? Odio no. Algo más parecido a la decepción. Angus no ejercía mucho de padre. Nunca me dejaba en paz…, nunca. Siempre acosando, siempre burlándose. Cuando estaba borracho, me acojonaba. Y siempre con sus malditos jueguecitos psicológicos. Recuerdo un día, a los seis años, cuando mi madre me compró un cubo de Rubik. Estuve batallando con aquella maldita cosa todo el día y toda la noche, hasta que lo dominé. Recuerdo que fui corriendo a ver a mi padre, en busca de su aprobación, ya sabe. Pensé que se quedaría impresionado, que tal vez me daría una palmadita en la cabeza. Pero Angus el tocapelotas no hizo nada por el estilo. Primero me acusó de engañarle, y después me desafió a un duelo con el cubo de Rubik. Pensé que esa vez le iba a ganar. Bien, me apliqué a la tarea como un demonio y ordené las piezas de colores en menos de diecisiete minutos, un récord personal. Ante mi asombro, Angus tardó solo cuatro minutos en terminar, me hizo polvo. Durante las siguientes semanas me reprendió por ello, consiguió que me sintiera inferior, hasta que al final descubrí como lo había hecho el borrachuzo hijo de puta.
—¿Como lo consiguió?
—Hizo trampa, por supuesto. No movió ni un solo bloque, se limitó a despegar las pegatinas y volver a colocarlas en orden.
El doctor Baydo sonrió.
—¿Lo considera divertido?
—Ha de admitir que fue ingenioso.
—Pruebe a tenerlo de padre.
—Su comportamiento no tiene excusa, pero intentemos mirar las cosas desde la perspectiva de Angus. Tenemos a un hombre que nunca acabó la secundaria, que intenta ponerse a la altura de su precoz hijo de seis años, un genio en ciernes.
—Él nunca lo vio así. Yo solo era su alfeñique. Y ser inteligente no justifica su constante ebriedad, ni que engañara a mi madre.
—¿Cometió adulterio?
—Siempre que podía. Vivir el momento, afrontar las consecuencias después; ese era mi padre.
—¿Le sorprendió in fraganti?
—Varias veces, incluida…
Me interrumpí, al darme cuenta de que iba a recaer en el viejo vicio.
—Continúe.
—Olvídelo.
El psiquiatra esperó a que continuara.
—Fue el día de mi noveno cumpleaños. Angus me regaló una caña de pescar nueva, pero después descubrí que la había ganado en una partida de dardos. Bien, dijo que me reuniera con él en el lago, y prometió que saldríamos a navegar en nuestro bote de remos después de tomarse un café. Así que esperé. Pasó una hora y estaba oscureciendo, de modo que dejé la barca y fui a buscarle.
»Había un camping cerca. Oí ruidos procedentes de una tienda. Cuando me acerqué, oí que alguien gemía en el interior, de modo que miré entre las solapas de la tienda.
—¿Estaba con otra mujer?
—Una chica, la morenita de la cafetería, y no tenía ni un día más de dieciséis años. Estaba encima de él, desnuda por completo, saltando arriba y abajo como una de esas muñecas cabezonas. Me daba la espalda, pero vi a Angus tendido en el suelo, con una sonrisa estúpida en la cara, borracho como una cuba.
—¿Qué hizo usted?
—Me volví loco. Ya era bastante malo que se olvidara de mi cumpleaños, pero ¿engañar otra vez a mi madre? Tiré de los postes y la tienda se vino abajo, pero los dos se limitaron a reír y siguieron con lo suyo. Me fui. No paré hasta llegar al lago y me puse a pescar solo.
—¿Fue esa noche cuando estuvo a punto de ahogarse?
—Me ahogué.
—¿Qué paso? ¿Cuál fue la causa de que el bote volcara?
—Fue un árbol. El fondo del lago está cubierto de ellos. Dentro de los troncos se forman gases comprimidos. Cuando la presión supera a la de la profundidad, salen disparados hacia la superficie como misiles. No recuerdo gran cosa, salvo que la proa volcó de repente y me encontré en el agua. Cuando el tronco volvió a hundirse, me arrastró con él.
—No lo entiendo.
—El tronco del árbol estaba envuelto en alambre de espino. El alambre se enganchó con mi tobillo izquierdo y casi me arrancó el pie. Solo Dios sabe a qué profundidad me arrastró antes de que consiguiera liberarme.
—Debió de ser espantoso. Es sorprendente que el amigo de su padre consiguiera salvarle.
—Tuve suerte, el viejo MacDonald debía de estar cerca. El tipo más aterrador que se le ocurra imaginar. Los chicos de Drumnadrochit le llamaban el Cascarrabias. Incluso su hijo True, mi mejor amigo, le tenía miedo. De todos modos, estuve bajo el agua mucho rato y me desmayé. Lo que debió de salvarme fue la temperatura del agua del lago. Es tan solo de cinco grados, casi helada. En un agua tan fría, los músculos se convierten en plomo, y todas las constantes vitales adoptan la velocidad del caracol.
—Zachary, la gente no puede huir de experiencias traumáticas como la de usted. Sí, pueden bloquearse durante un tiempo, pero los recuerdos perduran en el inconsciente… y también los efectos. Es evidente que Angus era el culpable, pero toda esa ira que usted almacena dentro dirigida hacia su padre tampoco es sana. Y no olvide que quien sufre no es él, sino usted.
—Eso me han dicho, pero da igual. Nunca pedirá perdón, y yo nunca le perdonaré.
—¿Y si…?
—¡Y una mierda! No he venido para que se encargue de reconciliarnos, sino por culpa de esas malditas pesadillas.
El psiquiatra cerró su libreta.
—Que conste que no son pesadillas. Lo que usted está experimentando se clasifica como terrores nocturnos, un trastorno del sueño común entre individuos que padecen estrés postraumático. Es la forma en que su mente afronta lo sucedido. En una ocasión traté a un grupo de pacientes que lograron salir de las Torres Gemelas antes de que se derrumbaran. Muchos de ellos experimentaban esos intensos sueños de muerte. Si bien las pesadillas pueden darse en cualquier momento del Movimiento Ocular Rápido, la fase del sueño durante la que suceden los sueños más intensos, los terrores nocturnos solo aparecen en la fase cuarta del sueño, la más profunda y en la cual cuesta más despertar a alguien. Los pacientes se levantan como impulsados por un resorte de la cama, chillando, paralizados de miedo, con una taquicardia de ciento setenta latidos por minuto. Incluso después de despertarse, muchos pacientes continúan en un estado de confusión durante veinte minutos o más.
—Sí, he experimentado todo eso.
—Espero que nuestras sesiones le sean de ayuda, pero debo advertirle que podrían prolongarse durante años.
—¿Años? Y hasta entonces, ¿qué?
—Hasta entonces, se hará lo que se pueda. —El psiquiatra introdujo la mano en el cajón del escritorio y sacó un talonario de recetas—. Voy a prescribirle un antidepresivo. Tómelo una vez al día antes de acostarse. En cuanto a los terrores nocturnos y su repentino miedo al agua, a veces la mejor terapia es plantar cara a sus causas.
—¿Y cómo se hace?
—Eso es cosa de usted.
Salí de la consulta, convencido de que la única manera de salvar mi carrera y «acabar con la maldición de los Wallace» era regresar al mar de los Sargazos y «plantar cara a mi dragón». Eso significaba resolver el misterio de los Blups, tarea nada fácil, incluso si me encontrara mejor anímicamente. Regresar a los Sargazos significaba recaudar dinero para otra expedición. David me había abandonado, y pocas compañías querrían arriesgar hombres y maquinaria después de mi reciente desastre en el mar.
Aun así, debía intentarlo.
Mi madre y Charlie volvían a casa aquella tarde. Charlie no solo tenía dinero, sino contactos con diversas cadenas. Tal vez su compañía productora fuera mi patrocinadora…
—¡Ni hablar! —mi madre paseaba de un lado a otro de la sala, enfurecida por el hecho de que hubiera osado sacar el tema a colación—. Estuviste a punto de morir, Zachary, ¿y ahora quieres volver?
Mi padrastro se estremeció.
—Cálmate, Andrea…
—¡Charlie Mason, si le prestas ni que sea un centavo a Zachary para esta expedición, hemos terminado!
Salió como una tromba y cerró la puerta con estrépito para subrayar sus palabras.
—Lo siento, Charlie, no quería meterte en líos.
El bueno de Charlie se encogió de hombros.
—Como decía Will Rogers[4], hay dos teorías para discutir con una mujer, y ninguna de las dos funciona. Tu madre solo está preocupada por ti. Deja que la trabaje un poco.
Pero chillidos aterradores en plena noche no era precisamente lo que mi madre o Charlie habían pensado cuando me invitaron a alojarme en su casa. Después de la tercera noche consecutiva de escucharlos, mi madre amenazó con enviarme a un manicomio, por lo cual decidí que lo mejor era hospedarme en un motel.
Los siguientes meses pasaron como una exhalación. Solicité empleo en todas las universidades con departamento de ciencias marinas, pero la guerra de Irak, combinada con los ingentes recortes de presupuesto impuestos por el gobierno federal, habían provocado déficit que estaba arruinando a los estados y obligando a las universidades a recortes de empleo y programas. Mientras esperaba alguna oferta, pasé de un trabajo a otro, pinté casas, diseñé jardines, permití que mi mente se convirtiera en papilla. Los antidepresivos me daban náuseas, pero obraban escaso efecto en mis terrores nocturnos. Pronto descubrí algo más eficaz: el alcohol.
Estar borracho evitaba que me adentrara en las fases más profundas del sueño, las fases donde acechaban los terrores nocturnos. Entre conservar la cordura y conservar el hígado, elegí la cordura.
Nunca había bebido mucho en la universidad, pero mi tolerancia aumentó enseguida con mi «terapia», y el uso no tardó en transformarse en abuso. Dedicaba los días a dormir la resaca, y las noches a copas caras y mujeres baratas, y ambas abundaban en South Beach, mi nuevo refugio favorito.
Cuidado, todo el mundo, desde mi exnovia a mi loquero, me habían aconsejado que me relajara. Y eso hacía: seguir su consejo. Y nada mejor para relajarse que South Beach por la noche.
Llegaba a los clubes a las diez y me marchaba después de amanecer. A veces, volvía a la habitación de mi motel; otras, despertaba en lugares desconocidos, donde no recordaba haber entrado. Salía con personas cuyos nombres no retenía, y me acostaba con mujeres a quienes no podía importarles menos.
Ni a mí.
Tras haber sido un hombre disciplinado y ambicioso desde siempre, me convertí muy pronto en un barco sin timón. Dejé de hacer ejercicio. Abandoné mi trabajo y viví de mis ahorros, que se esfumaron tan deprisa como las mujeres de mi vida. Como ya no estaba interesado en el futuro, dedicaba el tiempo al presente.
Me convertí en un vampiro social, un borracho atormentado por sus fracasos.
Me convertí en mi padre.
Fue un jueves de mayo por la tarde, cinco meses después del incidente de los Sargazos, cuando el destino llamó de nuevo. Estaba tumbado sobre un montón de toallas mojadas, en el suelo del cuarto de baño de una habitación de motel, cuando mi cerebro registró una llamada a la puerta.
La sobriedad me recibió con síntomas de migraña. Me apoyé en el lavabo para levantarme, expulsé las toxinas de la noche anterior en la taza del váter (¿existe peor hedor que el de tacos remojados con Jack Daniel’s?), y después me arrastré hacia la puerta.
Los golpes despertaron a mi acompañante de la noche anterior, una rubia teñida y tetuda cuyo nombre no se había quedado grabado en mi memoria. Bajó de la cama, totalmente desnuda, quitó la cadena de la puerta, y los dos nos encontramos ante un desconocido.
—¿Zachary Wallace? Me llamo Max Rael. Encantado de conocerle.
Era un hombre alto cercano a la treintena, inglés, de pelo rubio rojizo, corto y tieso, con los ojos verdes realzados con eyeliner negro. Aunque la temperatura era de unos treinta grados, vestía una pesada trinchera y pantalones negros, que le daban un aspecto gótico.
En cualquier otra ciudad le habrían mirado con curiosidad, pero estábamos en South Beach.
—¿Qué quiere? Ya he pagado la semana.
—No se preocupe, amigo, no soy del hotel. De hecho, trabajo para su padre —pasó junto a la rubia, y después arrugó la nariz—. Esta habitación huele a cochambre. Pague a la nena y vístase. Hemos de hablar.
Una hora después, me encontré frente al inglés en el banco de un parque, oculto tras unas gafas de sol.
—Si no le molesta que se lo diga, tiene aspecto de haber salido malparado de un cirio.
—¿Un cirio?
—Una pelea. ¿Con quién se pelea? ¿Drogas? ¿Alcohol? ¿Mujeres? ¿O todo junto?
—Dragones. Dígame qué desea, señor Rael. ¿Ha dicho que trabaja para mí padre?
—Soy su abogado. Su padre ha sido detenido por asesinato.
—¿Asesinato? —se me pasó la resaca de golpe—. ¿Lo hizo?
—No, pero es complicado. Hay testigos.
—¿Qué pasó? ¿A quién le acusan de haber asesinado?
—A John Cialino Jr. ¿Reconoce el nombre?
—Cialino… Espere, ¿no hay en Inglaterra una gran empresa de bienes raíces…?
—Cialino Ventures. Una de las más grandes de Europa. Angus estaba haciendo negocios con Johnny C. En persona.
—Eso es absurdo. ¿Qué querría un hombre tan rico como John Cialino de mi padre?
—La empresa está construyendo un complejo turístico y balneario en la orilla noroeste del lago Ness, al sur de la bahía de Urquhart. Angus era el propietario de las tierras…
—Caramba… ¿Mi padre posee tierras en el lago Ness?
—Heredada de sus antepasados paternos.
—Es curioso que nunca se mencionaran en el acuerdo de divorcio con mi madre.
—La tierra no podía utilizarse para usos comerciales, hasta una reciente recalificación. En cualquier caso, Angus vendió la tierra a Johnny C., pero el día de marras, los dos se enzarzaron en una violenta discusión en una loma que domina el lago Ness. Los testigos vieron a su padre clavar un puñetazo a Cialino, que cayó al lago Ness. Aún están buscando el cadáver, pero debido a la profundidad y las bajas temperaturas… Bien, el lago es famoso porque no devuelve a sus muertos.
—Parece más un accidente que un asesinato.
—Como ya he dicho, es complicado. Corren rumores de que Angus y la mujer de Johnny C. se lo montaban.
Ya estaba. En cuanto Max habló de la relación, supe que mi padre era culpable.
—Debía de estar borracho —dije, olvidando mi caída en desgracia—. Parece que al final la cagó, cosa que no me sorprende. En cualquier caso, le deseo suerte. Espero que sea mejor abogado que peluquero.
—No he venido de mensajero, Zachary. He venido a Miami para llevarle a Escocia. Angus le necesita, necesita su apoyo emocional.
Solté una carcajada, pero el repentino movimiento envió una oleada de dolor a mi cerebro.
—¿Apoyo emocional? ¿Desde cuándo necesita Angus Wallace el apoyo emocional de alguien? ¿Dónde estuvo mi apoyo emocional? Joder, ese tipo ni siquiera me ha enviado una tarjeta de felicitación por mi cumpleaños desde hace diecisiete. Creo que unos cuantos años en la cárcel no le irán mal. Tal vez la próxima vez lo piense mejor antes de follarse a la mujer de otro.
Max me dirigió una mirada severa.
—Si Angus es declarado culpable de asesinato en primer grado, se enfrentará a la pena de muerte.
—¿La pena de muerte? Creía que Europa había abolido la pena capital.
—Inglaterra ha cambiado de opinión sin decir nada después de la última oleada de atentados terroristas. No se llame a engaño, los Cialino son una familia poderosa y con buenos contactos. El asesinato se ha convertido en nuestro equivalente del juicio de O. J. Simpson. Ha salido en todos los periódicos, en todas las cadenas de televisión. Si Angus es declarado culpable, le colgarán.
Me recliné en el asiento y contemplé a la gente que paseaba por la playa, algo desorientado.
—Max, no he hablado con mi padre desde que tenía nueve años. No creo que desee mi compañía después de tanto tiempo.
—Tal vez piense que es su última oportunidad de reconciliarse.
—¿Conmigo? Es evidente que no conoce a mi padre. Es un embustero y un tramposo, y eso en sus mejores momentos. Nunca le ha importado nadie más que él mismo.
Max me dio una fuerte palmada en la cabeza.
—Ya basta de negativismo. Al fin y al cabo, ese hombre es nuestro padre.
Apreté los puños, hasta que asimilé las palabras del inglés.
—Exacto, hermanito. Angus también es mi padre. Dejó preñada a mi madre tres años antes de abandonarla y casarse con la tuya. Quizá me hizo un favor, viendo cómo has acabado. Pero la gente cambia cuando se hace mayor, y yo opino que merece una segunda oportunidad. Es evidente que Angus nos la jugó a los dos, pero se ha enmendado conmigo, y ahora te busca a ti. Bien, tú eliges. ¿Estarás a su lado en esta hora de necesidad, o prefieres llevarte tu ira a la tumba?
Dos horas después, Max y yo subíamos a un avión de la Continental Airlines con destino a Inverness.