Capítulo 24

El tobillo izquierdo me dolía cuando me dirigía hacia Inverness en la Harley-Davidson por la A82. La radiografía no había revelado huesos rotos, pero tenía el tobillo hinchado y contusionado, y fueron necesarios más de cuarenta puntos para cerrar las heridas infligidas por los afilados dientes vomerianos de la anguila. Mi pie vendado estaba ahora inmovilizado en una bota de excursión, un artilugio que consistía en bolsas llenas de aire comprimido y una serie de tiras de velero.

True había dejado media docena de mensajes en mi móvil, pero yo evitaba sus llamadas. Los Caballeros Negros me habían localizado con demasiada facilidad la noche anterior, y si bien me sentía agradecido por haberme rescatado, estaba seguro de que era True quien les había dado el soplo.

Pensé en las palabras de Calum Forrest: «Se lo advierto, joven Wallace, en lo tocante al lago Ness, no se fíe de nadie, porque hay más cosas en juego de las que usted imagina».

Confiaba a pies juntillas en True, pero prefería no informarle de mis planes inmediatos, empezando con la autopsia y el informe toxicológico sobre los restos de la anguila.

Saltarme el departamento del sheriff me dejaba pocas alternativas en lo referente a laboratorios. En Escocia, la patología forense se contrata mediante universidades. La policía del Norte utilizaba el departamento de toxicología de la Universidad de Aberdeen, mientras que la policía de los Grampians enviaba las muestras a su laboratorio de Aberdeen. En ambos casos, los resultados todavía tenían que pasar por la mesa del sheriff. El hospital de Raigmore tenía laboratorio, pero las posibilidades de acceder a él sin llamar la atención sobre mí eran nulas.

Eso me dejaba una única opción.

El Centro Veterinario Tidwell era un pequeño edificio de ladrillo rojo situado en Perth Road, no lejos del hospital de Raigmore. A primera hora de la mañana, había telefoneado a la propietaria y directora, una mujer llamada Mary Tidwell. Me describí como patólogo visitante, contratado por mi primo, un agricultor local, para investigar la muerte de una de sus mejores ovejas. Como era domingo, accedió a alquilarme su laboratorio durante unas horas, para analizar las muestras el lunes.

Aparqué la Harley en la parte de atrás, saqué la bolsa de arpillera ensangrentada y el bastón del maletero de la moto, me encasqueté la gorra de béisbol en la cabeza y cojeé hasta una entrada lateral.

Mary Tidwell me recibió en la puerta. Una estadounidense trasplantada cuarentona, su acento revelaba que se había criado en el Medio Oeste.

—¿Doctor Botchin?

—Sí, señora —contesté, casi olvidándome de mi alias—. Se lo agradezco mucho. Llámeme Spencer, por favor.

—Cualquier cosa por un compatriota, Spencer. ¿Qué le ha pasado en el pie?

—Un perro me mordió. Malditos pit bulls. En cuanto te agarran…, bueno, ya lo sabe.

—¿Los restos de la oveja están en esa bolsa?

—Sí, señora.

—Parece muy pesada y hay mucha sangre. ¿Puedo verla?

—Ojalá pudiera, porque me encantaría conocer su opinión, pero le di mi palabra a mi primo de que lo llevaría con discreción.

—Lo respeto. Entre.

Me guio por un pasillo de suelo de linóleo que hedía a heces animales, hasta llegar a un quirófano de losas verdes.

—Serán cuarenta libras por el uso del laboratorio, y otras treinta por el informe de toxicología.

Rebusqué en el bolsillo y le entregué un fajo de billetes.

Por supuesto, Spencer, si existe alguna posibilidad de que la oveja haya contraído el ántrax…

—No, señora, se lo aseguro, no se trata de nada de eso.

—Aun así, doctor Wallace, temo que tendré que insistir en examinar el contenido de su bolsa.

—¿Doctor Wallace?

La mujer me dedicó una sonrisa desarmante.

—Vamos, Zachary, no creerá que esa gorra es un disfraz adecuado. Hace semanas que su cara sale en los periódicos y la televisión. Sea sincero conmigo, ¿qué hay en la bolsa?

Decidí que podía confiar en Mary Tidwell, sobre todo porque no me quedaban muchas alternativas, pero al ser estadounidense sabía que no debía lealtad a ningún clan. Le hablé de mi investigación y del ataque padecido, sin mencionar a los caballeros negros. Accedió a ayudarme, y al cabo de unos minutos nos habíamos puesto guantes, mascarillas, protectores de ojos y batas, y estábamos extrayendo frascos de sangre de los restos de la anguila decapitada.

—Tendré que enviar estas muestras al laboratorio para que procedan a su análisis —me dijo—, pero lo haré con mi nombre. Realizarán un análisis preliminar utilizando un equipo para inmunoensayo, aislando los especímenes negativos de los positivos en potencia. Si hay toxinas, un segundo análisis, en el que se utilizará un espectrómetro de masa cromatográfica, debería revelarnos lo que hay.

—Si no le importa, quiero examinar el cerebro de la anguila —dije, al tiempo que sacaba del saco la cabeza, del tamaño de una pelota de rugby.

La doctora Tidwell me dio un escalpelo, y yo empecé a cortar la piel gruesa y gomosa, que desprendí hasta llegar al cráneo. La mujer me sustituyó con una sierra eléctrica y efectuó varios cortes transversales a través del hueso denso. Al abrir las incisiones pudo extraer las secciones transversales y dejar al descubierto el cerebro de la anguila.

El pequeño órgano, tan estrecho como la médula espinal a la que estaba soldado, recordaba a seis huevos de gallina, dispuestos en dos filas de tres.

La doctora Tidwell señaló las numerosas lesiones marrones pustulosas que cubrían el cráneo del animal.

—Este animal ha estado expuesto al efecto de determinadas toxinas, y a juzgar por la abundancia de lesiones, durante un período de tiempo prolongado.

—¿Cómo ha podido sobrevivir?

—Estas anguilas son animales resistentes, capaces de habitar en agua dulce y salada, incluso en zonas muy contaminadas. En lo concerniente a las lesiones del sistema nervioso central, poseen la capacidad de efectuar reparaciones a base de regenerar los axones de los cuerpos celulares localizados en el cerebro. Lo que me preocupa son las lesiones del cerebro anterior. Habrán destruido los rasgos de iniciativa y cautela de la anguila.

—¿Dando como resultado un comportamiento de lo más agresivo?

—Sin la menor duda. Teniendo en cuenta lo desagradable que es este pez, para empezar, yo diría que ha tenido suerte de haber recibido tan solo heridas de menor importancia.

—Entonces, asumiendo que el habitante más grande del lago Ness estuviera afectado por estas mismas lesiones…

—Sí, eso podría explicar por qué está tan desaforado en los últimos tiempos…, asumiendo, por supuesto, que el monstruo, sea lo que sea, posea un sistema nervioso similar y se viera expuesto al mismo tipo de toxinas.

Tomó unas cuantas muestras de tejido cerebral, y después guardó el cráneo en una bolsa.

—Tengo una amiga que es técnico del laboratorio. La llamaré, tal vez pueda enviarme los resultados dentro de pocos días. ¿Dónde puedo localizarle?

Le di el número del hotel y de mi móvil.

—Mary, agradecería que no hablara de esto con nadie. Hay un trasfondo político que da la impresión de controlar lo que pasa en las Tierras Altas y…

La mujer asintió.

—No diré ni una palabra.

Veinte minutos después, estaba abriéndome paso entre el tráfico de nuevo, esta vez en dirección sur por la A82, de vuelta a Drumnadrochit. Piezas del rompecabezas del lago Ness daban vueltas en mi mente como una centrifugadora. Se estaba formando una solución, pero todavía faltaban pistas importantes, y conseguir la siguiente significaba enfrentarme a un fantasma del pasado.

Entré en el pueblo, paré en la cuneta de la carretera que conducía a Glen Urquhart y al hotel Drumnadrochit, y telefoneé a True.

—Zack, joder, muchacho, ¿dónde has estado?

—Anoche tuve un pequeño accidente, pero me encuentro bien. ¿Puedes reunirte conmigo en el embarcadero del Clansman lo antes posible? He de hablar con tu hermana.

—Claro, claro, estaré allí dentro de veinte minutos.

Varios minutos después, la camioneta de True pasó a toda velocidad, dejó atrás mi escondrijo y salió a la autopista.

Tal vez era la angustia de plantar cara al Cascarrabias, tal vez el hecho de que me estaba acercando al descubrimiento de la verdad, pero mientras esperaba a que anocheciera, imágenes subliminales destellaron en mi mente como el flash de un fotógrafo, recuerdos dispersos y extraños de la primera vez que me había ahogado.

Agua negra, tan fría como la muerte. Mis extremidades esqueléticas, pesadas como el plomo, incapaces de moverse. Una presencia de pesadilla… que asciende hacia mí para terminar su almuerzo, y después otra cosa…, una segunda barca y una luz.

Cerré los ojos y traté de conservar la calma, con el deseo de que llegaran los recuerdos reprimidos, la esperanza de vislumbrar un fragmento del pasado que continuaba eludiéndome.

Y entonces, la imagen tan anhelada se definió.

Era una luz, que apareció al lado de la barca que se aproximaba, muy por encima de mi cabeza y justo debajo de la superficie, que arrojaba su resplandor celestial a las profundidades y abría la cortina de oscuridad… ¡para revelar al monstruo! Era oscuro y aterrador y tan grande como una ballena, y sus terribles mandíbulas estaban abiertas alrededor de mi cintura. Las puntas de sus dientes apretaron mi cuerpo frágil, saborearon mi carne sin saber si era una presa comestible. Pero la luz estaba pasando ahora sobre nuestras cabezas, y el brillo de su bendito haz deslumbró aquellos espantosos ojos amarillentos. El horrible ser huyó, y me entregó a otra luz…

Me invadió una gran sensación de calidez, mientras recordaba vagamente haber visto al viejo MacDonald en su barca de remos, mientras mi espíritu ascendía hacia él. Estaba empapado en mi sangre, su boca barbuda apretada contra mis labios púrpura para enviarme aire a los pulmones, hasta que sufrí náuseas al sentir el repentino dolor y abrí los ojos, y vi su cara greñuda de pit bull.

Había llorado mientras me desangraba en sus brazos, y después me desmayé cuando me trasladó en volandas a través del bosque hasta el médico más cercano.

Había salvado mi vida, pero ¿le había dado alguna vez las gracias? Lo único que podía recordar era que había despertado en mi cama unos días después, febril y dolorido a causa de los puntos.

Mi cuerpo sanó durante las siguientes semanas, pero mi mente prefirió enterrar con mi infancia la verdad de mi experiencia cercana a la muerte.

Encontré a Alban MacDonald en su habitación particular, situada detrás del mostrador de recepción. Estaba tallando un fragmento de nogal con su Sgian Dubh[14]. La hoja de acero inoxidable, de aspecto peligroso, tenía un mango de asta de ciervo.

La visión del arma disipó un poco mi confianza. Aferré el bastón y entré en sus dominios.

—¿Tiene un minuto, señor MacDonald?

—No.

—El cerebro de la anguila está plagado de lesiones.

—No sé nada de ninguna anguila.

—Las lesiones están afectando a su comportamiento, señor, y las convierte en animales de una enorme agresividad. Pero usted ya lo sabía, ¿verdad?

—Lárgate. No tengo tiempo para tus disparates.

—Lo que está causando lesiones en la población de anguilas es muy probable que esté afectando al comportamiento del monstruo.

No me hizo caso y continuó tallando.

—Hemos de hablar.

Cojeé hacia él, sin dejarme intimidar, ni siquiera cuando se levantó blandiendo el cuchillo.

—¡He dicho que te largues!

—¿Va a apuñalarme? Adelante. Ya le debo mi vida, puede tomarla cuando guste. Pero no me iré hasta obtener algunas respuestas.

Me miró durante un espantoso minuto, después bajó la hoja y la enfundó, mientras se sentaba muy lentamente en su mecedora.

—¿Qué quieres?

—Hace diecisiete años, cuando me salvó la vida, usted sabía que el animal que me había atacado tenía miedo de la luz brillante. ¿Cómo lo sabía?

—Fui durante muchos años el alguacil del lago. Sabía lo que sabía.

—¿Qué más puede contarme de ese ser?

—Nada.

—Está atrapado en el lago Ness, ¿verdad?

El anciano levantó la vista, con una expresión preocupada que confirmó mis sospechas.

—Ve a preguntarle a tu padre, pues ya veo que es él quien te ha llenado la cabeza de tonterías.

—Se equivoca con Angus. No quiere decirme nada, aunque su vida está en juego.

MacDonald resopló.

—¿Cuál era la misión de los Caballeros Negros, señor MacDonald? ¿Cuál es su relación con la bestia?

Se puso en pie, su paciencia agotada.

—Creo que ya es hora de que te vayas.

—Me iré, pero esos cazadores de monstruos no. Esta vez, se quedarán hasta que hayan capturado al animal, o se vean obligados a matarlo. En cualquier caso, la culpa recaerá sobre usted.

Salí cojeando de su cubículo, y después me encaminé hacia la Harley. Subí a la moto, y ya estaba a punto de encender el motor, cuando vi salir al hombre.

Por un momento, me pregunté si se disponía a hablar conmigo o a apuñalarme.

—¿Tengo tu palabra de descendiente de sir William Wallace de que no hablarás de esto con nadie?

—Sí, señor.

Se removió inquieto, mientras meditaba sobre su decisión.

—No me hagas más preguntas sobre los Caballeros Negros, porque eso me lo llevaré a la tumba. En cuanto al monstruo, no sé lo que es, solo lo he visto un par de veces, y creo que es el último de su especie, aunque tampoco sé de cuál. Es grande, más grande que cualquiera de los anteriores, y eso se debe a que lleva atrapado mucho tiempo, incapaz de abandonar el lago Ness para desovar. La Naturaleza lo dejó crecer. Nacido en la negrura, prefiere las profundidades, al menos hasta el invierno pasado. Al principio, pensé que era por culpa de las explosiones para construir ese maldito complejo turístico lo que le había impulsado a merodear por la superficie, como pasó cuando te atacó hace diecisiete años. Pero estaba equivocado. Algo está pasando en el lago, y ha afectado a su mente y a su apetito, tal como afectó a las anguilas. ¿Has dicho lesiones?

—Causadas por alguna toxina en el agua. No sé de dónde procede o por qué no se ha detectado hasta ahora, pero no cabe la menor duda de que está afectando a la fauna de la zona.

—Sí, pero existe un problema más acuciante. El animal ha vuelto a probar la carne humana, y eso lo convierte en un ser muy peligroso. Algo por el estilo pasó con otro de su especie hace mucho tiempo, cuando yo era un chaval. De todos modos, no quiero que lo maten, nos ha prestado buenos servicios.

«¿A quién? ¿A los Caballeros Negros?».

—¿Crees que podrás dejarlo huir hacia el mar?

—No lo sé. ¿Dónde está la ruta de acceso submarina desde el lago al estuario de Moray?

El hombre meneó la cabeza.

—Lárgate, muchacho. Cagando leches.

Puse en marcha el motor, y luego lo cerré.

—Señor MacDonald, gracias por salvarme la vida.

Vaciló, y después estrechó la mano que yo le ofrecía.

—Consigue que valiera la pena. Otra cosa. Puede que sus ojos sean débiles porque vive en la oscuridad, pero su sentido del olfato es incomparable. Es su forma de cazar. Se dice que puede percibir la presencia de un hombre cuando huele el terror en su sangre. Así que ve con cuidado.

Asentí, encendí el motor y me alejé, con la sensación de que una vieja herida había cicatrizado por fin.

Hotel Clansman

True me estaba esperando en el aparcamiento cuando llegué, diez minutos más tarde.

—Llegas tarde. Santo cielo, ¿qué te ha pasado en el pie?

—Se lo di de comer a una anguila —miré hacia el embarcadero y su frenética actividad—. ¿Qué está pasando allí?

—Han llegado camiones esta mañana con redes de acero. Todos los barcos van equipados con ellas. La bahía de Urquhart ha sido acordonada, formando un corral gigantesco. ¿Qué es ese rollo de la anguila?

—Más tarde. ¿Caldwell está ahí?

—Sí. Está montando el número para las cámaras.

—Montar el número es una buena definición. ¿Puedes llamar a Brandy al móvil? Pídele que se reúna con nosotros aquí. He de hablar con ella sin que Caldwell esté delante.

Me apoyé contra un pino y vi a Brandy contonearse por el embarcadero en toda su gloria, saludando a los equipos de televisión y periodistas. True la esperaba al final del muelle, y los observé mientras hablaban.

—Bien, Brandy, ¿es verdad?

—¿De qué estás hablando?

—Zack dice que te acuestas con ese tal Caldwell.

—¿Me has llamado para eso? ¿Para hablar de a quién me tiro?

—Estoy preocupado, eso es todo. Con lo que has pasado…

—Escucha, hermanito, no hay nada entre David y yo, salvo un poco de flirteo, y sobre todo de cara a las cámaras.

—Y de cara a un tal Zachary Wallace, ¿eh? Me he enterado de lo que pasó en el Clansman. Se lo estás restregando por la cara, ¿verdad?

—Sí, y si sigues hablando del tema, ¡te daré una hostia que te vas a enterar!

Subieron juntos la colina, y después se pusieron a correr, Brandy en cabeza, riendo cuando True la agarró por detrás. Ver a los dos peleando en la hierba me hizo sonreír, y traté de recordar la última vez que había reído a carcajadas.

No conseguí recordarlo.

Cuando levanté la vista, Brandy estaba delante de mí con los brazos en jarras, como una diosa griega. Indicó mi bota de excursión.

—Parece que has metido la pata una vez más.

—Y parece que tú tienes todas las cámaras de las Tierras Altas enfocadas a tu culo.

—Aún no, pero estoy en ello. Bien, señor Zachary Wallace, ¿qué pasa? Sé breve, las putas de baja estofa necesitamos descansar.

—Escucha, yo…, lamento si insinué algo.

—¿Qué insinuaste? —intervino True—. Espero que no llamaras puta a mi hermana.

—No, yo…

—Dijo que me acostaba con David Caldwell para que alquilara mi barco.

—¿Eso es cierto?

—Claro que no. Me estoy tirando a David porque es mono, macho y tiene un bonito paquete.

—Ah, eso es muy diferente.

True, satisfecho, se tumbó sobre la hierba y cubrió su cara con un gran antebrazo peludo.

Mi tensión subió como un rayo.

—Bien, Zachary Wallace, ¿qué querías?

—Tu red de sónares… no localizará al monstruo.

—¿Cómo lo sabes?

—Hay un fallo básico en la estrategia del señor «Gran Paquete». Por ese mismo motivo ninguna expedición anterior provista de sónares tuvo éxito. Pero yo te diré lo que será eficaz…, a cambio de que me digas la contraseña y los códigos de seguridad de la red.

—¿Estás bromeando, Zack? ¿Quieres que te ayude a entrar de extrangis en nuestra estación de control central del sónar?

—Te doy mi palabra de que no tocaré la programación. Mi intención es acceder a cierta información relativa a la población de peces y la geología del lago. En cuanto haya terminado, podrás cambiar los códigos de seguridad.

—Olvídalo. Si David lo averiguara, me despediría sin pensarlo dos veces.

—Vamos, Brandy —dijo True—. Caldwell nunca haría nada por el estilo. Lo tienes cogido por las pelotas.

La imagen provocó que apretara los dientes.

—Olvídalo —gruñí—. No me gustaría poner en peligro tu situación.

—Bien.

—¡Bien!

—¿Eso es todo, señor Wallace? Porque estoy muy ocupada últimamente.

El hemisferio derecho de mi cerebro me azuzó a decir algo, a pedirle que abandonara a David, a confesar que la quería, pero solo fui capaz de musitar:

—Supongo que no hay nada más que decir.

La hidrofobia no era el único miedo que debía superar.