Capítulo 17
Drumnadrochit, lago Ness
Por primera vez, desde hacía tanto tiempo que no podía recordarlo, experimenté la sensación de tener un propósito definido. Como me sentía renacido, mi mente dormida durante tanto tiempo estaba enfocada en mi misión como un láser.
En cuanto a mi hidrofobia, aún no estaba preparado para meterme en el agua. De todos modos, me convencí de que la lógica y la razón me dotarían de la valentía necesaria cuando llegara el momento…, si llegaba.
Antes que nada, necesitaba información.
Sabía que hordas de autoproclamados cazadores de monstruos se dirigían hacia el lago Ness, y estarían bien equipados y financiados, armados con las últimas boyas sónar y vehículos operados por control remoto, aparatos de escucha submarina y cámaras de alta velocidad, luces estroboscópicas y sondas de profundidad. Rastrearían el lago de sol a sol, como lo habían hecho durante décadas. Hablarían de capturar a la bestia con una red (si bien, técnicamente, Nessie estaba protegido por la ley de las Tierras Altas) y se jactarían de que iban a vender fotos submarinas a la revista Time, a Life y al Times de Londres. Como diría mi padrastro, Charlie, eran la encarnación de la demencia, y llevaban a cabo los mismos rituales una y otra vez, aunque siempre esperaran resultados diferentes. Si bien cada uno estaba dispuesto a vender su alma por un fugaz vislumbre de una aleta o una señal en el sónar, al final nadie destacaba sobre los demás.
Los cazadores de Nessie eran como malos golfistas cuya pelota siempre se sale de los límites señalados, pero que siempre buscan el lugar más ventajoso para tirar.
Lo que acechaba en el lago Ness podía ser una especie semianfibia, pero aun así prefería las profundidades. Localizar un animal en un lago que medía treinta y cinco kilómetros de longitud, casi dos de anchura, y con una profundidad de doscientos diez a doscientos cuarenta metros era como buscar culebras rayadas en una piscina de tamaño olímpico llena de tinta negra. Tal como documentaba la historia, era como jugar a la lotería… y perder, sobre todo con las orillas atestadas de público ansioso por vislumbrar al animal.
Como científico, necesitaba aumentar al máximo mis probabilidades, y para ello debía intentar comprender a mi presa. Para hacerlo, tenía que enfocar el asunto desde un ángulo muy diferente.
¿Qué haría Alfred Wallace?
En lugar de concentrarme en localizar a un ser escurridizo y muy móvil, decidí analizar el lago Ness en su conjunto. Sí, la vía fluvial de agua dulce era única en su género, y sus aguas superficiales desembocaban en el mar del Norte (y tal vez, en épocas pretéritas, sus zonas más recónditas), pero el lago continuaba siendo un ecosistema aislado, que alimentaba a diferentes especies. Al menos una de estas, un depredador o depredadores, había cambiado de repente sus pautas de conducta y, como resultado, su dieta. Para mí, eso significaba que se había producido también una alteración en la cadena alimentaria.
La primera tarea sería descubrir qué se había alterado.
La segunda sería utilizar esta información con el fin de localizar al animal…, y descubrir una forma de obligarle a salir de las profundidades.
Pasé casi toda la mañana comprando suministros en el pueblo y en todos los sitios donde entré la gente estaba hablando del monstruo. Había corrido la voz de que dos grandes pesqueros de arrastre estaban ya navegando hacia el sur a través del estuario de Moray, mientras otro barco de investigación estaba subiendo por el canal de Caledonia desde Fort William. Más tarde, se esperaba la llegada de un camión con remolque cargado de boyas sonoras al hotel Clansman, parte de una expedición estadounidense financiada por AMCO Productions, de Cleveland.
El circo había llegado oficialmente a la ciudad, pero yo me negaba a interpretar el papel de payaso.
El «forzudo» estaba despierto cuando volví.
—¿Qué es eso? —preguntó True cuando vio las bolsas de papel marrón en mis manos.
—He decidido solucionar el misterio del lago Ness de una vez por todas.
—¡Sí! —me agarró por debajo de las axilas y me alzó hasta el techo—. Esto es fantástico, Zachary, y no te abandonaré ni un momento. Eso quiere decir que vamos a necesitar un barco, ¿eh? Llamaré a Brandy a primera hora de la mañana y le diré que anule sus circuitos turísticos…
—Nada de barco.
—¿Nada de barco?
—Primero, información y pistas. Quiero recorrer toda la orilla del lago Ness, empezando por el lugar de Invermoriston donde murió la mujer.
—¿Recorrer toda la orilla? ¿Por qué?
—Porque no me interesa registrar a ciegas la vía fluvial más grande de Europa, con la esperanza de ver una señal en un sónar. Lo que necesitamos, True, es una auténtica prueba de lo que está pasando ahí abajo.
—Sí…, claro, supongo que es posible caminar. Pero me llevaré los prismáticos y la cámara, por si acaso.
Saqué de las bolsas de la compra tarros de cristal, guantes de goma, linternas, bolsas de plástico, botellas de agua y algunos aperitivos, y después empecé a llenar mi mochila.
—Necesitaremos sacos de dormir, pues es probable que debamos acampar algunas noches.
—Ostras, Zachary, ¿cuál es el plan? ¿Ir dejando un rastro de galletas por la orilla, a ver si Nessie se mete en uno de esos tarros como una puta rana?
—De hecho, las galletas eran para ti.
Una hora después llegamos al embarcadero de Invermoriston. La policía lo había cerrado, y acordonado el campamento y la senda, pero cuando vieron que era yo, nos dejaron pasar hasta la orilla. Desde el brazo del río Moriston, seguimos el lago hasta el sur y llegamos al muelle. True interpretaba el papel de mi sombra impaciente. Como casi todas las playas del lago Ness, la tierra estaba cubierta de piedras pulidas y redondeadas, que servían para camuflar cualquier cosa, salvo los rastros más evidentes.
—Bien, Sherlock Holmes, ¿qué estamos buscando? ¿Boñigas de Nessie?
—Claro, unas cuantas boñigas de Nessie nos irían de coña.
Escudriñé la orilla, y después volví sobre mis pasos hacia el río.
True meneó la cabeza.
—Esto de la ciencia es un coñazo, ¿eh?
—Bien, no es como zambullirse desde una plataforma petrolífera del mar del Norte, pero es mejor que registrar el lago sin un plan preconcebido.
—Puede, pero me lo he pasado mejor viendo crecer la hierba. ¿Qué estás haciendo?
Iba a cuatro patas cerca del agua, y de vez en cuando me detenía para apretar la nariz contra la superficie rocosa.
—Zachary, por favor, siento vergüenza ajena. ¿Crees que te has convertido en un sabueso?
—Ayer percibí un olor rancio. Confío en poder captar otro tufillo.
—Santo Dios. ¿Qué te parece si yo bla bla bla bla bla…
Cerré los ojos e inhalé, mi mente absorta en mi «territorio».
—… vuelvo con unas cuantas cervezas frías y algo de comer? ¿De acuerdo? He dicho de acuerdo, ¿eh, Zack?
Me trasladé a otra parte de la orilla y repetí el ejercicio.
—¿Sabes una cosa? Creo que has perdido la chaveta.
Ambos oímos el rugido y levantamos la vista, cuando una lancha a motor se acercó a la orilla y sonó su bocina.
—Ah, es Brandy, tendría que haberlo imaginado. ¡Eh, Brandy!
El Nessie III iba una vez más sobrecargado de pasajeros, y todos apuntaban sus cámaras al ya legendario campamento. Se veía a Brandy en la timonera, al igual que el sujetador del biquini. Saludó con la mano a su hermano, y después, cuando me vio, me levantó el dedo medio.
—Parece que aún está cabreada contigo.
—No hay furia comparable a la de una mujer de las Tierras Altas despechada.
—Amén.
Volví a mi trabajo, y mi mente, contaminada por la visión de Brandy en traje de baño, luchó por concentrarse de nuevo.
—¿Un bocadillo, pues?
—¿Eh?
—¿Estás sordo? Te he preguntado si quieres un bocadillo. He pensado en ir a buscar algo de comer mientras tú acabas de pulir las rocas con el estómago.
—Sí, claro. Como quieras.
Dio media vuelta y se alejó, y entonces tropezó, pues la punta de su bota derecha se había enganchado con el borde de una pequeña depresión.
Miré aquel punto y mi corazón se aceleró.
—¿Qué pasa? ¿Has visto algo?
Había tres depresiones en forma de S, cada una de unos dos metros y medio de largo, uno y medio de ancho, y unos diez centímetros de profundidad. Salían en ángulo del agua, subían al terraplén y se adentraban en el bosque, y eran tan grandes y amplias que la pauta parecía natural al ojo inexperto.
Me puse a cuatro patas y aspiré el olor de la huella, que me dio ganas de vomitar.
—¿Es el monstruo? —True se tiró al suelo y olió—. Arj, huele como una chica que conocí una vez.
—No puedo hablar de tu vida social, pero aquí hubo algo biológico, y dejo su limo.
—¿Limo?
—Eso es lo que parece, al menos. La lluvia se lo ha llevado casi todo, pero el hedor todavía perdura.
Saqué un tarro de la mochila, tomé una muestra del suelo, y el repentino chute de adrenalina produjo hormigueos en mi vejiga.
True y yo continuamos caminando hacia el sur por la orilla occidental. El descubrimiento de las huellas había infundido nuevos bríos al nerviosismo de mi amigo.
—Oye, Zack, digamos que fue un animal lo que dejó esas huellas. Para aplastar la tierra de esa manera, ¿cuánto crees que debía de pesar?
—No lo sé, tal vez cuatro mil kilos o más, pero es un cálculo aproximado.
—¿Cómo lo llamó Angus? ¿Drakonta?
—True, los drakontas no existen. Es puro folclore.
—Entonces, ¿cómo explicas…?
—Tranquilo, chavalote, no repitamos las mismas equivocaciones de otros exploradores del lago Ness. Crean una idea preconcebida de lo que podría haber ahí, y después se pasan todo el tiempo intentando demostrar que tienen razón, buscando únicamente a su bestia imaginaria.
—¿Como los tíos del plesiosauro, quieres decir?
—Exacto. Un dinosaurio en el lago Ness es una idea romántica, pero no es ciencia, tan solo la construcción de un mito. Dejaremos que los resultados del laboratorio nos cuenten qué es esta criatura… o no.
Me detuve. Saqué un tarro de cristal vacío y mi pala de jardinería, me agaché y tomé otra muestra de tierra al borde del agua.
—¿Qué estás haciendo ahora?
—Comprobando la población de gusanos.
—¿Gusanos? Ya te digo yo que no fue un gusano lo que dejó aquellas huellas.
—Tu drakonta ha de comer, ¿no? Antes de que añadiera humanos a su dieta, habrá subsistido a base de comida del lago.
—Sí. Es lógico.
—La cadena alimentaría del lago Ness empieza con una vegetación microscópica llamada fitoplancton. A partir de ahí, progresa hasta el zooplancton, después gusanos y peces pequeños, renacuajos, etcétera. Después, tienes peces más grandes, salmones, truchas, truchas asalmonadas, lucios, lampreas, anguilas y esturiones, algunos de los cuales pueden pesar varias decenas de kilos. En algún punto de esa cadena alimentaria se produce una ruptura importante en uno o más de sus eslabones. Quiero saber dónde, y cuál fue la causa.
—Y esto va a decirte dónde se esconde nuestro drakonta, ¿verdad?
Negué con la cabeza.
—Has de reducir el número de inmersiones, te lo aseguro. Impiden que el oxígeno llegue al cerebro.
—Vale, búrlate lo que quieras, doctor Doolittle, siempre que no juegues en el barro para evitar mojarte los pies.
Después de todo, igual no era un forzudo tan lerdo.
Caminamos toda la mañana y parte de la tarde, dejamos atrás Port Clair y Cherry Island hasta dar la vuelta al extremo sur del lago. Pasamos ante el antiguo muelle de Bunoch y llegamos por fin a Port Augustus, la ciudad más grande del lago.
El pueblo estaba inmerso en una atmósfera de carnaval, rebosante de residentes, turistas y hordas de los medios. True se encaminó hacia el pub más cercano para tomar una pinta de Guinness, mientras yo seguía a la multitud hasta el muelle y al recién llegado Nothosaur, un barco de investigación de unos trece metros de eslora, llamado así en honor de un miembro de la familia de los plesiosauros, de cuello largo y dientes afilados, que había vivido en el Triásico.
Solo el nombre del barco ya me reveló todo cuanto necesitaba saber sobre su propietario.
Michael Hoagland, un alemán treintañero fornido, de pelo rubio y ojos azules, saludó a la muchedumbre desde la proa de su barco como un héroe victorioso, mientras un reportero de informativos esperaba con impaciencia a que su equipo de filmación se instalara.
—Señor Hoagland, Grady Frame, BBC de Escocia. Bienvenido al lago Ness.
—Gracias.
—Ha navegado muchas horas en nuestro pequeño lago.
—Unas doce mil en mi barco, otras cuatro mil en tierra. Conozco este lago como la palma de mi mano.
—En ese caso, tal vez podría describir a nuestros espectadores el monstruo que quiere cazar.
—Tiene la cabeza del tamaño de un caballo, con el cuello largo, de unos tres o cuatro metros, y la longitud total puede que sea el doble de eso. Debe de pesar entre doce y veinte toneladas.
—Caramba. En su opinión, ¿es un plesiosauro?
—Eso es lo que he estado diciendo, sí. Me remito a la ciencia. Restos de plesiosauros se han encontrado en toda Inglaterra. Hace siete mil años, todo el extremo norte del lago Ness estaba abierto al mar. Es fácil comprender por qué esos monstruos prehistóricos quedaron atrapados en nuestro pequeño patio de recreo. Fauna de todo tipo abunda en el lago, posee una cantidad ilimitada de comida, carece de contaminación, y la temperatura media del año oscila entre cuatro y siete grados. Ideal para…
—¿Un reptil extinto que prefería climas más cálidos?
Era mi voz, fuerte y segura, pero había pasado tanto tiempo desde que mi ego se había calzado las mallas de Superman, que apenas reconocí su regreso.
La multitud abrió un pasillo, y reveló mi presencia a Hoagland y las cámaras de la BBC.
—¿Y quién es usted? —preguntó el aventurero alemán.
—Zachary Wallace, biólogo marino, el hombre que va a dejar en ridículo a usted y a todos los demás cazadores de dinosaurios.
Una voz de mujer crepitó por un altavoz.
—¿Y cómo va a hacer eso, señor Sabelotodo? ¿Buscando una leyenda en la que ni siquiera cree?
A dos amarraderos de distancia, Brandy se erguía sobre la timonera del Nessie III. Megáfono en mano, me señaló con su físico bronceado y aceitado, que conquistó la atención de la muchedumbre tanto como su lenguaje desafiante.
—¿Por qué no deja que los expertos se dediquen a lo suyo, y se guarda sus opiniones americanizadas?
Los congregados lanzaron vítores y las cámaras rodaron.
Hoagland se esforzó por reconquistar el protagonismo.
—¿Dónde está su barco, señor Biólogo Marino? ¿Dónde está su equipo de sónar? ¿O pretende localizar a Nessie paseando por el bosque?
—No persigo animales acuáticos, prefiero encontrar formas de que me persigan a mí.
La multitud lanzó exclamaciones de asombro.
El reportero de la BBC me reconoció.
—Es Zachary Wallace, el hombre que encontró un calamar gigante.
—Bien, pues —dijo Hoagland—, vamos a echarle una mano para que localice a Nessie.
Antes de que yo pudiera reaccionar, tres esbirros de Hoagland saltaron desde la cubierta del barco. Dos me agarraron de los brazos, uno de los piernas, y entre los tres empezaron a mecerme.
—¡Eins… zwei… drei!
Agité brazos y piernas en el aire, y después me zambullí en el lago Ness. Las aguas heladas me sacudieron como si estuvieran electrificadas.
Pataleé y me revolví, demasiado aterrorizado para razonar, y mi mochila sobrecargada se llenó enseguida de agua, tan pesada como un ancla. Luché con todas mis fuerzas, pero mi flotabilidad negativa era excesiva, de modo que me deslicé bajo la superficie y me hundí como una tortuga muerta.
Los sonidos enmudecieron.
Mi pulso se aceleró.
El agua cambió en un abrir y cerrar de ojos de té helado a tinta, y me envolvió con su oscuridad paralizante.
Me había metido en un buen lío.
«¡Piensa! ¡Razona! ¡Quítate la puta mochila!».
Luche por desabrochar la hebilla metálica de la mochila, pero mis dedos entumecidos no lograron mover el tozudo artefacto.
Iba cayendo más y más, seis metros, nueve… Mis oídos zumbaban, mi pecho ardía, mi cuerpo sufría espasmos, mientras los dedos helados del lago se cerraban sobre su presa.
¿Dónde estaba la muchedumbre? ¿Ni siquiera estaban un poco preocupados?
—¡Ajjj!
Inhalé una bocanada de agua ácida, cuando una presa como de tornillo se cerró alrededor de mi antebrazo derecho y me arrastró de lado entre sus dientes.
Me revolví contra la bestia, arañé su carne, hasta que caí en la cuenta de que me estaban arrastrando hacia la superficie.
¡Hushh! Los sonidos volvieron con la luz del día, mientras mi cabeza se despejaba y True me arrastraba hacia la orilla.
Con mis ojos vidriosos y medio congelados alcé la vista y vi la silueta de cientos de divertidos curiosos que ocupaban el muelle. Con los oídos taponados por el agua oí sus burlas y carcajadas.
Sentí bajo mi cuerpo la tierra fangosa y caminé tambaleante hacia la orilla, mientras mis dedos entumecidos aún intentaban soltar la cerradura metálica de mi maldita mochila.
True me la quitó.
—¿Estás bien?
Asentí, y después caí de rodillas, temblando a causa del frío.
—Hijos de puta. Los mataré.
—Ya hablas como tu padre. Déjalos en paz. Antes de que todo esté dicho y hecho, nos habremos vengado.
Asentí, y la ira alimentó de nuevo mis ansias de venganza.