Capitulo 41

Lunes, 19 de julio de 1999,11:54 PM

La Rotisserie, en el Oberoi Grand Hotel

Calcuta, Bengala Occidental

Elizabeth jugó con los últimos tragos de su café. Había sido una velada muy larga, llena de visitas de la interminable serie de conocidos de Hesha. El nombre de Agnes había salido a relucir en siete ocasiones... y Liz había tenido que acudir siete veces al cuarto de baño y usar convincentemente la taza, el lavabo o el espejo. La elegante encargada de mediana edad se había abstenido educadamente de hacer comentarios: si llegaba el caso, haría falta poca interpretación para convencer a la mujer de que la vanidosa y chiflada turista americana estaba además indispuesta.

Liz contempló a su compañero con preocupación. Aquellas dos noches —en público—, Hesha se había mostrado tan atento y encantador como cuando se vieron por primera vez. Sonreía, reía con ella, sus manos se alargaban a veces para coger las de Elizabeth... pero sus ojos eran fríos. Finalmente, Liz llegó a pensar que estaba aprendiendo a leer detrás de su máscara. Bajo la superficie, no había habido hasta el momento una palabra tierna para ella, ni un indicio de las suaves y sinceras miradas que esperaba. Estaba... ¿preocupado?

Hesha consideró cuidadosamente la personalidad de su contacto. Michel era seguro, hábil y fiable. El Tremere había dicho sinceramente que su magia daría resultado para la noche del domingo, y Hesha le había creído, recordando los esfuerzos que habían compartido en el Imperio Otomano. Quizá el ritual hubiese llevado más tiempo del que esperaba el presumido viejo muchacho. Pero el domingo ya había pasado, el lunes también estaba a punto de terminar, y no sólo no había señales del hechicero, sino tampoco noticias suyas. Podía ser que Michel fuese tan nuevo en la ciudad que emplear cualquier mensajero fuese arriesgado. Pero a Hesha le costaba creer que el ingenioso antiguo tuviese tan pocos recursos.

El personal del restaurante estaba cerrando el local a su alrededor, y Hesha puso fin a sus meditaciones.

—Elizabeth —dijo suavemente, tocando su mano.

Ella le miró, esperando instrucciones. Estaba cansada: habían permanecido allí casi cuatro horas. Aunque había interpretado bien su papel, el agotamiento era obvio. Por un instante, Hesha recordó las auténticas sonrisas en su rostro, y reparó en lo que llevaba —reparó de verdad— por primera vez. Aquella noche Janet había hecho vestirse a la joven con un vestido sin tirantes de seda color vino, y el Áspid había comprado un chal en los bazares para cubrirle los hombros, una pieza de brocado de colores negro y rojo sangre. Hesha empezaba a sospechar que sus sirvientes mostraban su sentido del humor a costa de la joven.

—Nos vamos —dijo. Apartó la silla de Elizabeth y ayudó a la joven a levantarse. Ella recogió su bolso y su chal con la mirada baja, y Hesha le ofreció el brazo para escoltarla—. Por suerte, ya ha dejado de llover. Podemos tomar el postre en la terraza y ganar un poco más de tiempo.

Ella mantuvo la barbilla erguida, pero los hombros se le descolgaron un poco. Se inclinó durante una fracción de segundo sobre el fuerte brazo de Hesha, y salieron juntos hacia la oscura y vaporosa oscuridad del café junto al estanque.