Capitulo 31

Sábado, 10 de julio de 1999, 9:28 AM

Granja Laurel Ridge

Columbia, Maryland

Ronald Thompson se despertó con la mandíbula fuertemente crispada. Un buen sueño arruinado. No soñaba con frecuencia. Ya lo estaba olvidando...

Maldita alarma.

Abrió el panel sin abandonar el suave capullo de su cama. Era una brecha interior: otra vez de las habitaciones de Vegel a la cripta. Soltó el peor juramento que pudo imaginar y se puso una bata sobre el pecho encanecido. La puerta estaba arreglada... sí, estaba arreglada... ella debía de haber activado el mecanismo subconscientemente... lo más probable era que la puerta nunca hubiese estado estropeada en primer lugar... bien, esta vez pondría una cuña al otro lado y ya no importaría lo mucho que sus dormidos dedos jugasen con el mecanismo. Ya no habría más alarmas a medianoche... ni a media mañana, maldición.

Bajó las escaleras de la vieja casa hasta el sótano, y después corrió hasta las habitaciones. Su paso se hizo más ligero al acercarse a la zona de Elizabeth, y puso la mano suavemente sobre el tirador de su puerta.

El tono de la alarma cambió al instante, pasando de un persistente sol grave a una octava más alta que hizo latir su audífono. Thompson apartó los dedos como si aquello fuese a detener el ruido, pero sabía lo que era. Había habido una segunda brecha en la seguridad en alguna parte. Lo de su mano sobre el tirador era una simple coincidencia. Abrió la puerta y encontró abandonada la antigua habitación de Vegel. Encendió las luces y vio que la puerta de la cripta estaba cerrada.

—Áspid —susurró en el intercomunicador de Elizabeth—. Enciende el micro y sígueme.

Thompson se acercó en silencio al panel secreto, desconectó la alarma y abrió la entrada de la cripta. El zumbido en sus oídos desapareció por completo e inesperadamente.

—¿Dónde está? —preguntó a la habitación vacía.

—No aparece en tus malditas pantallas —dijo su audífono.

Thompson terminó de buscar entre las irregulares curvas y obstáculos de la bóveda, y sintió que su estómago daba un vuelco. Sólo había una habitación en el complejo que no pudiese ser vista desde el bunker de seguridad.

—Áspid, repasa las horas.

Hubo una serie de sonidos de tecleo y un grave silbido, y la voz de Raphael llegó suave y ronroneante por el circuito:

—Su puerta a las 9:28:17. Se cerró a las 9:28:39. Probablemente... chocó con ella. La puerta de él a las 9:29:27. Se cerró automáticamente diez segundos después. Lo siento, Ron. Sé que te gustaba.

Thompson se dejó caer pesadamente sobre el extremo del banco de piedra.

—Maldita sea. —Dijo. Miró sus pies descalzos y su informal bata de franela a cuadros, y repitió:— Maldita sea. Maldita sea. Áspid, coge el gancho, la luz, mis botas para el fuego y el equipo. Bájalo todo aquí.

Raphael Mercurio abrió la boca para hacer una objeción, pero se lo pensó mejor al ver en el monitor la ancha espalda de Thompson y su mandíbula apretada. Fue a buscar el equipo.

* * *

Ronald Thompson estaba en el umbral de la tumba de su amo. Se había puesto unas gruesas botas que le llegaban hasta los muslos. Las perneras del pijama estaban embutidas en las botas, y los restos de su bata habían sido bien atados en torno a su cintura. Llevaba un largo bastón con un gancho en la mano izquierda, y su índice derecho se apoyaba en una paleta tallada en las manos de un escriba. Tras él, el Áspid permanecía preparado y en silencio.

Thompson presionó la paleta y la puerta del santuario de Hesha se abrió de par en par. Apretó un segundo grabado para que la puerta se quedase quieta: no se cerraría como había hecho con Elizabeth.

El Áspid encendió la luz. La iluminación era curiosamente suave e indirecta, pero bastaba para que los dos hombres observaran: sus ojos ya estaban acostumbrados a la semioscuridad de la cámara de Hesha. Cuando la cabeza de la serpiente más cercana a la puerta empezó a moverse, Thompson la apartó suavemente con el extremo romo del gancho: la serpiente se escurrió por un agujero de la pared, buscando malhumorada su refugio.

Thompson avanzó un poco, y el Áspid adelantó la linterna. Había dos cortos pasillos ante ellos. Tomaron el de la izquierda, andando suavemente por el lado derecho del mismo. Al primer giro, pasaron alrededor de un pozo desde cuyas profundidades observaban siete pares de somnolientos ojos con dobles párpados. Al llegar al segundo recodo, se detuvieron y esperaron durante un minuto entero sin ninguna razón aparente, permaneciendo juntos y cerca uno de otro sobre la misma piedra.

—Ron, ya estará muerta a estas alturas.

—Si está muerta, ¿dónde está el cadáver?

—En el corredor de la derecha.

—No he oído nada desde allí. ¿Y tú?

Raphael se calló, extendiendo su propio gancho sin hacer más comentarios para alejar a un vecino curioso que había en un hueco.

Avanzaron de nuevo y llegaron sanos y salvos al último tramo de una angosta escalera de caracol. El Áspid puso la linterna en la mano extendida de su compañero y se giró para observar los escalones tras ellos. No veía la cámara: el techo de las escaleras era bajo, y se había puesto en guardia antes de que la puerta empezase a abrirse.

Thompson sí vio.

Vio las tenues y alargadas curvas de pinturas apenas iluminadas desvaneciéndose en la negrura. Vio las sombras de misterios más próximos en las paredes. Vio, al borde de la zona iluminada, el sarcófago cerrado. Vio la inmóvil y oscura silueta de su amo estirada sobre él, desnuda hasta la cintura. Vio a una mujer vestida con una túnica blanca que se le ceñía al cuerpo. Vio su pelo oscuro, arreglado en un espeso tocado. Vio destellos de oro en su cuello, tobillos y muñecas. La chica, la reina, la diosa, cogió la negra mano del hombre e intentó que se levantase sin decir nada.

Thompson se quedó en la entrada, aturdido; se parecía tanto a alguna escena de las pinturas de Vegel... y sabía que era un truco de la luz. La ilusión se desvaneció, aquel parecido casual murió cuando la mujer siguió moviéndose, y él vio la verdad.

Elizabeth estaba sobre el frío y muerto cuerpo de Hesha, sujetando una de sus manos sin vida contra su mejilla. Lloraba con sollozos a medio formar, en silencio, pero como si su corazón pudiera romperse. Tenía los ojos cerrados, y si había palabras en sus lamentos Thompson no podía oírlas.

Bajó un escalón, y la linterna con él. La túnica era un sencillo camisón blanco, arrugado y retorcido. Tenía el pelo enmarañado, y al acercarse, Thompson vio que no era tanto el tocado de una noble dama como el pelo de una víctima de la fiebre. Sus joyas no eran de oro, sino de cobre viviente...

Y el suelo estaba cubierto —con una capa tan gruesa que apenas podía verse la piedra— del mismo metal fundido y mortífero: cientos y cientos de víboras de cabeza de cobre. Thompson miró estremecido aquel mar de cuerpos broncíneos.

—¿Cuántos disparos hay en el equipo, Áspid?

—Dos.

—Entonces quédate aquí.

—Era lo que pensaba hacer.

Thompson avanzó muy despacio por el suelo de piedra de la cripta, despejando un camino con el gancho. El Áspid se quedó en el último escalón, ajustando la linterna para ayudar a su compañero... Thompson podía sentir los ojos del asesino en su espalda. La luz hacía cosas extrañas con las sombras, y los límites de la oscuridad se movían con los cuerpos de sus habitantes. El viejo policía pudo sentir, instintivamente, cómo se cerraba el camino a sus espaldas, y se preguntó cómo demonios podría sacar un cuerpo de allí... ya estuviera muerto, dormido o presa del pánico y el trauma de las mordeduras de serpiente.

—Espera, Ron.

Thompson se giró de hombros, caderas y rodillas: no se atrevió a mover los pies. Miró incómodo a su compañero. Las manos de Raphael sostenían un fino cordón, el de la linterna. Lo cortó con un cuchillito.

—Toma, cógelo. Átatelo a la cintura. —El Áspid ató su extremo al equipo y puso la caja de plástico de forma que la puerta no pudiese cerrarse—. Traeré cuerda más fuerte y guantes. Vas a necesitarlos —dijo antes de desaparecer escaleras arriba.

Thompson contempló su marcha resignado. Se hizo un pulcro nudo en torno a las caderas y concentró su atención en el suelo.

Gancho, despejar, paso. Paso.

Gancho, golpe, ángulo, gancho otra vez. Despejar. Paso.

Paso. Sólo medio esta vez.

Paso largo. Apartar con el gancho el pesado cuerpo que bloquea el camino.

Paso de nuevo. Paso...

...y la bota de Thompson resbaló sobre una vieja y aplanada piel de tono plata. El pellejo emitió un ruido de seda rasgada bajo la suela de goma y le hizo tropezar. Se debatió para conservar el equilibrio, casi soltando el gancho, que golpeó la piedra con un repiqueteo. Su otro pie dio un fuerte pisotón junto a la cabeza de una pequeña e inquieta criatura, y las vibraciones del incidente cruzaron la estancia. Cuando terminaron los frenéticos movimientos, apenas había serpientes a la vista, pero tres ejemplares adultos estaban enroscados y dispuestos. Thompson dejó su pie y el gancho allí donde estaban y adoptó una respiración que casi no lo era... tensos y ligeros movimientos de las costillas que le causaban dolor en la cabeza y los costados, pero que harían muy, muy poco ruido. Una a una, las tres serpientes se relajaron, bajando las cabezas. Thompson enderezó sus piernas y tobillos, alzó de nuevo el gancho con los dedos más pequeños y débiles de la mano izquierda —los mismos que habían impedido que cayese del todo— y empezó de nuevo.

Paso.

Paso, gancho, despejar, paso.

Estaba junto al sarcófago. Tocó el hombro de Elizabeth, y la joven musitó algo incomprensible... De alguna forma, seguía dormida, y su color parecía saludable... no había sufrido mordeduras. Thompson esperó que el milagro siguiese adelante, y rezó por que fuese contagioso.

—Ron.

Thompson miró hacia la escalera.

—Sí.

—Tira del cordón.

Thompson cogió su extremo y empezó a tirar. Una caja de cartón se movió hacia él, con más cuerda detrás. Hacía un tremendo ruido, y las serpientes se apartaron del monstruo. Thompson sonrió como un maníaco al ver que sus tres oponentes se lanzaban contra la caja y después huían de la extraña cosa que les hacía daño en los dientes.

Había unos guantes en la caja, y se los puso. Se ató una fuerte cuerda en torno a la cintura, y hubiese fijado a Elizabeth a la misma...

Pero cuando se encontró mirando a los ojos de la vieja cabeza de cobre que se había enroscado alrededor del cuello y el pecho de la mujer, Thompson supo que la criatura nunca le permitiría hacerlo. Si sus tripas se habían revuelto antes a causa del peligro, su mente hizo lo mismo al comprender que el viejo reptil pensaba y luchaba en su mismo idioma.

Con un ojo fijo en el "collar", alargó la mano hacia la joven, esbelta y resplandeciente forma de un brazalete. En un abrir y cerrar de ojos, había cogido a la pequeña serpiente por el cuello, arrojándola hacia la oscuridad de la tumba. Movió los pies para acercarse, y la serpiente de la otra muñeca de Elizabeth se unió a su prima. La cabeza del "collar" se volvió hacia él, con un brillo de resentimiento en los ojos dorados.

Thompson suspiró. Despejó un amplio espacio en el suelo a su alrededor, y se inclinó muy despacio para arrodillarse a los pies de la joven. Las ajorcas eran serpientes algo más grandes. Tomó aire y se lanzó a por la de la izquierda. El "collar" siseó por encima de él, y Thompson se detuvo en mitad de su movimiento. Sorprendido, se echó hacia atrás y flexionó las manos dentro de los guantes.

Cuando él —y el "collar" también, rogó— menos lo esperaba, su mano derecha salió disparada por propia voluntad. El instinto no se equivocaba: pudo sentir las delicadas mandíbulas aprisionadas entre sus dedos, y quitó la serpiente de la pierna con un rápido movimiento. Al inclinarse hacia atrás para lanzarla, la otra "ajorca" le golpeó justo detrás de la rodilla.

—¡Joder! —gritó, a punto de soltar la serpiente que tenía sujeta. Impaciente, hizo un giro de muñeca y mandó al delgado animal a volar por los aires. Pudo oír cómo aterrizaba, demasiado cerca y audiblemente furiosa.

Apartó limpiamente a la serpiente del otro tobillo. Mientras se levantaba, buscó más serpientes en las piernas de Elizabeth, y encontró una enroscada en torno a su muslo. El animal huyó hacia arriba, y Thompson tuvo que levantar el camisón de Elizabeth hasta las caderas para atraparlo... estaba a punto de morder a Elizabeth en el vientre, pero el pulgar de Thompson se puso en medio. El cuero no era lo bastante grueso, y el hombre pudo sentir el veneno en la herida.

El "collar" siseó de nuevo. Desde su incómoda postura en cuclillas, Thompson se alzó un poco para ver lo que estaba haciendo. Apenas había levantado la cabeza sobre el nivel del sarcófago cuando algo le atacó por el costado: por sus marcas, Thompson supo que era la primera "ajorca", la que no había arrojado lo bastante lejos. Dejó de soltar juramentos; ninguno parecía adecuado.

Frenético, Thompson volvió a despejar el suelo a su alrededor con el gancho. Sin intentar apartar a la enorme serpiente de su cuello, tomó el brazo de Elizabeth y empezó a alejarla de Hesha. El "collar" siseó una advertencia.

Thompson siguió andando.

La serpiente apuntó a la yugular de Elizabeth, ondulando como en un desafío. La joven tropezó: seguía llorando, y los pálidos rastros bajaban por su cara y su cuello hasta el cuerpo de la serpiente.

Thompson aumentó la presión sobre el brazo de Elizabeth.

Con una velocidad cegadora, el "collar" se movió hacia el blanco expuesto. Pero Thompson estaba preparado, y se apartó de la chica en el momento en que supo que la serpiente iba a por él. Sintió que los enormes colmillos curvados se enterraban en su antebrazo, bastante por encima del guante. La sangre manó abundantemente del brazo herido, cayendo sobre las piedras. La vieja serpiente perdió un colmillo en la carne de su víctima, y el impulso de su ataque y el giro de Thompson hicieron que soltase el cuello de Elizabeth. Thompson se puso de nuevo en pie, se echó al hombro a la mujer inconsciente y corrió hacia las escaleras.