
Capitulo 21
Jueves, 1 de julio de 1999,11:20 AM
Rutherford House, Upper East Side, Manhattan
Ciudad de Nueva York
Agnes Rutherford cruzó envaradamente las puertas delanteras de su establecimiento, y sus agudos ojos recorrieron cada centímetro de la sala sin una sola muestra de aprobación. Bajó la mirada hasta la esposa de su sobrino James... eran aproximadamente de la misma estatura, pero Agnes podía bajar la mirada sin esfuerzo hacia gente que le sacaba una cabeza en estatura.
—Buenos días, tía Agnes —dijo Amy. Se inclinó hacia delante e intercambió secos picotazos en la mejilla con su pariente—. ¿Cómo ha ido el vuelo?
—No peor de lo habitual, para esta época del año. Pero aguardo con impaciencia el fin de la temporada turística. —La socia principal se adentró unos pocos pasos en la tienda y miró a Amy desde alturas todavía mayores que antes—. ¿Tenemos alguna cita importante prevista para hoy? ¿No? Una lástima. Pero al menos eso nos dejará tiempo para revisar las cifras de la semana pasada.
Agnes se tomó un momento para contemplar la exhibición de nuevo. Su mirada se posó sobre Elizabeth... y si Amy quedaba empequeñecida por los ojos de la vieja dama, Elizabeth era menos que una hormiga.
—Señorita Dimitros.
—Bienvenida de vuelta, señora Rutherford.
—Siga ahí abajo. —Agnes empezó a subir la escalera hacia las oficinas, pero se dio la vuelta a mitad de camino—. ¿Atendió usted al señor Ruhadze el miércoles pasado? ¿Fue capaz de venderle el collar?
—Sí, señora.
Agnes no dijo nada y siguió subiendo por la escalera.
* * *
Aquella noche, Thompson detuvo el sedán perfectamente paralelo junto al bordillo. Ambos neumáticos rozaban el cemento. No podía haber menos distancia entre la puerta de su amo y las de Rutherford House, pero se preocupó de todas maneras.
—Tenga cuidado, señor.
—Relájate un poco, Thompson. Sería demasiado esperar que el profesor tuviese la tienda vigilada.
—¿Y si fuese así?
—En tal caso, tú estás aquí, el Áspid está... esperando en las alas, y yo no carezco por completo de defensas.
Hesha se puso la chaqueta del traje, cogió una reluciente cartera negra de piel de cocodrilo y un bastón con cabeza de bronce, y salió del vehículo.
Amy Rutherford le dio la bienvenida.
—Buenas noches, señor Ruhadze.
Él la miró con expresión sincera y estrechó su mano. Amy se mostraba tan educada como siempre, pero por debajo de barniz parecía disgustada con él.
—Tía Agnes le espera en su despacho. ¿Me acompaña?
Amy guió a Hesha a través de la oscura y vacía planta de exhibición hasta la escalera. La sala de trabajo estaba a oscuras. Se detuvo al final del pasillo, llamó una vez con los nudillos, e hizo pasar a su cliente a la sala del trono, como la consideraba ella.
—El señor Ruhadze, tía Agnes.
—Tan puntual como siempre, Hesha. —Agnes Rutherford no bajó la mirada hasta él, sino que lo miró como a un igual, levantándose a medias para recibirle.
—Nunca le haría perder su tiempo a propósito, Agnes —dijo él cortésmente—. Sería un insulto tener esperando a una dama, especialmente a una con tantas responsabilidades.
Agnes sonrió un poco.
—Siéntese, Hesha, y dígame cómo podemos ayudarle hoy.
Amy cerró la puerta y se sentó respetuosamente en un rincón para contemplar el encuentro de aquellos dos gigantes. Su tía (la tía de Jim, se recordó, agradecida por el hecho de que su propia familia fuese menos... menos de todo) estaba sentada tras un enorme escritorio. Su frágil y menudo cuerpo estaba sentado sobre una silla con respaldo de cuero rojo igual de impresionante.
Por otra parte, Ruhadze encajaba en su asiento como si el mueble hubiese sido construido a su alrededor. Era una visión monocromática: el cuero rojo, en la sombra tenía el mismo tono entre pardo y negro de su piel. Su traje —Amy reparó de pronto en el anticuado corte, casi más propio de los tiempos de su padre— era del color del carbón. El viejo tejido devoraba la luz, pero sus zapatos, su cartera, el bastón de ébano que tenía sobre las rodillas y sus ojos brillaban con ella.
—Tengo una petición bastante inusual, Agnes —dijo vacilante, como si escogiese las palabras cuidadosamente—. Me temo que, inadvertidamente, he puesto en peligro a una de sus empleados.
Agnes enarcó sus finas cejas grises.
—La señorita Dimitros —comentó en voz baja. Hesha asintió—. Por favor, Hesha, explíquese.
—Poseo cierto objeto...
—¿Una estatua? —intervino Amy.
—Sí. —Hesha se volvió a medias en su silla para incluir a Amy en la conversación—. Les aseguro que no se trata de "mercancía caliente", "mercado negro" ni nada por el estilo. Pero por otra parte, como ocurre con muchas antigüedades, su país de origen desaprueba que cualquier otra entidad la posea. Tal y como los griegos quieren que Inglaterra devuelva los tesoros de Atenas, cierta nación quiere mi pequeño tesoro de vuelta en su tierra nativa. No tengo más intención de dárselo que de llevar el collar que compré la semana pasada a El Cairo... menos, de hecho. Al menos Egipto y Grecia tienen democracias, museos y una relativa paz. Recuperan su herencia mediante tratados, fondos especiales, las Naciones Unidas... procedimientos diplomáticos.
»Pero ese gobierno en cuestión ha abandonado la diplomacia en casi todos los terrenos, y es un conocido refugio de terroristas. El partido en el poder ha dejado claro que acogerán y respaldarán hasta a las más radicales de las organizaciones, siempre que cumplan sus demandas y se adhieran a su política... lo que incluye la recuperación de "objetos culturales" a los que en realidad no tienen derecho.
»Enseñé la estatua a la señorita Dimitros como un desafío... quería poner a prueba sus habilidades. Por desgracia para todos, ella fue más inteligente de lo que yo hubiese podido esperar: no sólo detectó algunos detalles que anteriores expertos habían pasado por alto, sino que reconoció una pieza de la estatua en un diagrama publicado en una revista profesional, y se puso en contacto con su autor.
—El profesor Kettridge —murmuró Agnes.
—Sí. Y Kettridge vino a Nueva York para encontrarla.
Amy chasqueó la lengua contra los dientes.
—He investigado los antecedentes de Jordan Kettridge: es un espléndido erudito, y no tiene de terrorista más que yo.
—No pretendo sugerir lo contrario. Sospecho que los terroristas reconocieron la cuenta e intentaron robarla. Obviamente, no tuvieron éxito. Supongo que, desde el punto de vista de Kettridge, el mensaje de Elizabeth era sólo otra táctica de los ladrones. Cuando eso falló, recurrieron a ofrecer una elevada suma por la pieza...
»No sé qué pueden intentar la próxima vez, pero Kettridge ha tenido dos contactos con Elizabeth, y es probable que los terroristas crean que sabe más del asunto, o que les puede guiar hasta el profesor. Por su propia seguridad, quiero alejarla de Nueva York, de Kettridge, de los terroristas y de Rutherford House.
Agnes entornó los ojos. Sus finos y pálidos labios se fruncieron especulativamente.
—Y por eso me pidió que la retuviera aquí esta noche. Bien, Ruhadze: ¿qué pretende hacer con nuestra señorita Dimitros?
Hesha se pasó la mano por la definida línea del pómulo.
—Mi colección particular necesita cierta labor de restauración. Por lo que he visto de su trabajo, Elizabeth podría ser la candidata ideal para ello. —Se puso la cartera sobre las rodillas, lo abrió y deslizó una pequeña pieza de papel sobre el escritorio hasta Agnes—. Por supuesto, cubriría sus pérdidas y añadiría un suplemento al salario de la señorita Dimitros mientras estuviese asignada al trabajo. —Esperó mientras la vieja dama examinaba las cifras—. Está calculado sobre una base semanal. No creo que su ausencia fuese muy prolongada... aunque desde luego hay trabajo suficiente en Baltimore para mantenerla ocupada durante meses, si es necesario.
Amy observó cómo los helados ojos azules de su tía estudiaban la línea inferior, y supo cuál sería su respuesta.
—Señor Ruhadze —preguntó—. ¿No será todo esto asunto de la policía? ¿O —continuó en tono punzante— si todo lo que usted sugiere es cierto, asunto de la CÍA y el FBI y la Interpol?
—Lo es —dijo Hesha—, y ya he recurrido a esas agencias —mintió—. Fue así como obtuve la información de que dispongo. Podríamos organizar que ellos cuidasen de la señorita Dimitros. Pero, Amy —dijo intentando captar su mirada en el sombrío rincón—, ¿sabe usted lo que significa la frase "custodia y protección"? Significa la cárcel, y aislamiento, y pequeñas habitaciones de hotel sin nadie con quien hablar salvo agentes de policía y sin nada que hacer salvo esperar. Preferiría evitarle eso a Elizabeth. Ella estará a salvo en Baltimore, y dedicándose a lo que más le gusta. A menos que uno de nosotros le hable del peligro, ni siquiera necesitará saber que éste existe hasta que haya pasado. —Volvió a apartar la mirada, bajándola hasta la gruesa alfombra persa—. Ofrecería la misma protección a Kettridge, si pudiese encontrarle.
—Hesha —dijo la señora Agnes—. Coincido en su apreciación del valor que la señorita Dimitros tiene para nosotros, pero creo que subestima los costes de restauración en que incurriríamos durante su ausencia...
Y Amy escuchó con vaga incredulidad cómo la tía de Jim empezaba a regatear por Elizabeth Dimitros como si fuese una silla provenzal francesa o un jarrón Ming. Al menos, el señor Ruhadze tenía la decencia de mostrarse embarazado: sus ojos se encontraron una vez, mientras Agnes sacaba de sus archivos una lista de especialistas en telas ajenos a la casa. Opuso muy poca resistencia: parecía genuinamente más interesado en la mercancía que en el precio. Fuese donde fuese a parar Lizzie, al menos iba a hacerlo muy apreciada. Amy se puso en pie, súbitamente incapaz de soportarlo por más tiempo, y la penetrante voz de Agnes se abrió paso entre su creciente jaqueca.
—¿Adónde vas, Amy?
—Necesito una aspirina, tía Agnes. Si me disculpan...
Amy corrió a su propio despacho, se tomó la aspirina y se hundió en su enorme y mullido sofá. Hizo un esfuerzo por pensar con claridad. Terroristas y fugitivos y contactos... Sonaba como una película de espías, y una bastante floja. Ruhadze lo había explicado todo, pero... tenía que haber formas más sencillas de proteger a Lizzie. ¿Iba a tomarse todas aquellas molestias para protegerla porque el peligro era real y se preocupaba por ella? ¿O estaba intentando llevársela con otros propósitos ocultos? Oh, Señor, pensó, Lizzie ya es mayorcita... Pasó más o menos otra media hora discutiendo consigo misma, dando vueltas al asunto, hasta que oyó abrirse la puerta de Agnes. Las palabras salieron al pasillo.
—Me gustaría decírselo personalmente, claro está. —La voz de barítono de Hesha se oía con claridad a través de las paredes.
—Por supuesto —contestó Agnes—. Está en el taller de encuadernación... la tercera puerta a la izquierda, Hesha.
Amy se levantó y fue hacia la puerta, abriéndola justo cuando Ruhadze se acercaba.
—¿Señor Ruhadze? Tengo algunas preguntas más para usted.
Hesha entró y tomó asiento.
—¿Por qué no acude Kettridge a la policía? ¿Por qué no podemos limitarnos a enviar a Elizabeth a nuestra sede en Londres durante un mes, o un año, o el tiempo que haga falta? ¿Qué le hace pensar que todo esto acabará algún día, si nuestros enemigos son terroristas? Va a trasladar a Elizabeth a Baltimore a un gran coste en dinero y en molestias. Pero si no le estaba diciendo la verdad a tía Agnes, no creo que vaya a decírmela a mí. Le ruego que me permita dejarle clara una cosa: quiero que cuide bien de Lizzie.
Hesha sonrió. Se puso en pie, cogió a Amy de la mano y la miró profundamente a los ojos.
—Confíe en mí —dijo, abrumadoramente serio, y compasivo, y seguro. Esperó a que la orden quedase fijada, y convencido de que Amy le creía, la soltó.
Ella suspiró.
—Siento haber hablado así... pero yo soy todo lo que tiene, y no puedo dejar que desaparezca sin más. Oh, Señor, ¿se da cuenta de que Lizzie lleva aquí desde las nueve? Vamos a hablar con ella y la enviaremos a hacer el equipaje. Prométame que no hará trabajar a la pobre chica más de ocho horas al día: se creerá que es Navidad. Agnes es una auténtica negrera.
—Ya me he dado cuenta —dijo Hesha mientras recogía sus cosas.
Amy sonrió, guiándole hasta el taller.
Elizabeth alzó la mirada cuando vio entrar a su jefa.
—El diario está listo, Amy: Si no vuelvo a leer otra palabra sobre negocios navieros isabelinos no lo lamentaré en absoluto —dijo con un gesto despectivo hacia la mesa de trabajo—. He empezado ya con el maldito papiro... —Se interrumpió bruscamente al ver que Hesha entraba también.
Amy cogió su silla favorita y observó cómo su visitante rodeaba la mesa para examinar el trabajo de Lizzie.
—Una pieza de turista —dijo él con el mismo desprecio en su voz—. Un souvenir del siglo diecinueve. —Se inclinó sobre el trabajo recién comenzado y asintió aprobadoramente—. Pero sabes cómo restaurar el papiro adecuadamente. Muy bien.
—Lizzie, el señor Ruhadze ha pedido a Rutherford House que le ceda uno de nuestros recursos más preciados. ¿Qué te parecería ir a Baltimore y trabajar en la restauración de su colección privada?
Elizabeth se sentó en silencio, con las manos dobladas sobre el escritorio que tenía delante. Intentó captar la mirada de Hesha, pero no había allí nada que pudiera leer. Se volvió hacia la resplandeciente Amy, pero aunque la sonrisa de su jefa era luminosa, sus ojos mostraban preocupación. Poco a poco, los rayos de confianza se desvanecieron de aquella sonrisa, y las ansiedades de la mujer se revelaron también en las líneas en torno a su boca.
—No estás obligada a ir, por supuesto —dijo Amy—. Y no es un puesto permanente. Tu trabajo aquí está garantizado, y cuidaremos de tu apartamento. Pero el señor Ruhadze necesita a alguien para la tarea, y tía Agnes es simple pasta de modelar en sus manos. Todo está acordado... si te parece bien.
La mirada de Elizabeth apeló de nuevo a Hesha... y aunque no vio ningún indicio en su rostro, sintió que le apretaba el hombro.
—¿Cuándo?
—¿Mañana por la noche? —sugirió él—. Puedes aprovechar el fin de semana para establecerte y empezar a trabajar el lunes.
—Eso es muy rápido.
—Lo sé.
Elizabeth cubrió el papiro con su envoltura protectora. Después de aquello habría otro diario, quizá, o escrituras con "Nueva Amsterdam" en lo alto en lugar de "Nueva York", o un poemario renacentista sin más mérito que su antigüedad. La colección de Hesha sería diferente. Y el propio Hesha... pero cortó aquella línea de pensamiento.
—Iré.
* * *
En el interior del sedán negro reinaba un perturbador silencio.
Elizabeth estaba sentada con su bolsa a los pies. Tenía el billete para Baltimore metido en su cuaderno de bocetos. Contempló el paso de las luces de la ciudad, teñidas de azul purpúreo por las ventanas.
Le habían presentado a Ronald Thompson, pero el chófer no parecía muy hablador: había calles que mirar, y otros coches sospechosos de llevar al Enemigo de una u otra forma. Hesha percibió además que Thompson estaba incómodo por el "reclutamiento" de la señorita Dimitros.
El Setita contuvo su lengua. Una palabra amable dedicada a Elizabeth hubiera calmado su miedo y su aprensión... pero Thompson no estaba preparado para oír cómo su amo susurraba dulces naderías a una "buena chica". Un breve intercambio en tono profesional con ella la hubiese puesto en su lugar como conservadora y nada más que eso, y tranquilizado a Thompson... pero Hesha no estaba dispuesto a renunciar al dominio que un fingido romance podía darle sobre Elizabeth: ni siquiera estaba seguro de haber podido encarrilar a Elizabeth hacia Baltimore sin aquel cebo. Pronto hablaría con los dos, por separado. Si el paseo hasta el apartamento era tan silencioso como una tumba, tanto mejor para su concentración.
Dejaron a Elizabeth junto al viejo almacén. Ella les deseó buenas noches y se desvaneció entre las sombras de la puerta delantera. Una figura que haraganeaba por allí hizo una seña a Thompson, y el chófer confirmó las órdenes a los vigilantes. El sedán salió a la carretera principal, y Thompson buscó los ojos de Hesha en el retrovisor.
—Señor...
—Ahora no, Thompson. Volvamos a Rutherford House: Kettridge ha estado allí hace poco, y ahora sé cómo encontrarle.
* * *
—¿Conoces bien Nueva York? —preguntó Hesha inesperadamente.
Thompson lo pensó por un momento.
—Las carreteras principales, los lugares a los que va usted, algunos vecindarios bastante bien, y puede que un poco más.
—Vamos a seguir a Kettridge con esto —explicó Hesha, sujetando la cuenta de color blanco lechoso por el cordón—. Tiene muy poco poder, y tendré que aislarme tanto como pueda del resto del mundo mientras lo uso. Cerraré los ojos y te dirigiré lo mejor posible. Gira para seguir mis instrucciones en cuanto lo permita la carretera, y recuerda nuestra posición exacta cada vez que te hable: si perdemos la pista tendrás que volver a ese punto tan rápido como puedas para volver a intentarlo. ¿Comprendido?
—No —reconoció el chófer—, pero creo que puedo seguir las órdenes.
Hesha se recostó en el asiento trasero, sosteniendo el ojo blanco entre las manos.
—Al norte de aquí —dijo. Thompson comprobó que no hubiese polis e hizo un giro en U prohibido para avanzar calle arriba.
* * *
—Alto.
Thompson detuvo el sedán junto a una boca de agua, y esperó a que la figura inmóvil en el asiento trasero hablase de nuevo.
—Pasó bastante tiempo aquí... pero ya no se ha ido. ¿Estamos cerca de algún hotel?
El chófer parpadeó por la sorpresa.
—Estamos ante la puerta de uno bastante grande.
Hesha sintió el rastro a través de la cuenta.
—Sudoeste —ordenó. El coche se puso en marcha. Antes de avanzar media manzana, el Setita supo que aquella pista estaba más fría que la que él seguía—. Vuelve atrás. Al este desde el hotel. —Aquella pista también era demasiado vieja.— Para. Atrás de nuevo.
—¿Señor?
—¿Qué pasa? —preguntó Hesha, cansino.
—Déjeme dar la vuelta a la manzana una cuantas veces. Cuando encuentre una buena pista, avíseme. Sus "huellas" estarán muy liadas justo en la puerta de donde se ha alojado.
—Hazlo.
* * *
—Alto. —Hesha abrió los ojos—. Está ahí. Thompson miró hacia el asiento trasero.
—Señor, creo que entonces será mejor que se dé prisa.
Hesha salió del coche y lo entendió.
Habían llegado a la estación Grand Central.
Caminó rápidamente, casi corriendo, hasta la entrada. Se lanzó entre la multitud de la planta principal, devorando con sus rápidos sentidos los rostros de los viajeros con los que se cruzaba. Observó las siluetas de los pasajeros y portaequipajes aguardando en las largas hileras de asientos mientras sus pasos le llevaban instintivamente hacia las paredes.
Kettridge no estaba comprando un billete en las ventanillas ni comiendo en ninguno de los puestos, pero había hecho ambas cosas. No había salido del edificio, aunque la búsqueda de Hesha llevaba tiempo. El Setita fue reduciendo su paso hasta detenerse: no le convenía ir corriendo por los andenes. Buscó la soledad de una cabina telefónica vacía y sacó su propio elegante aparato de la chaqueta.
A su espalda, uno de los aparatos de pago empezó a sonar. Lo ignoró y empezó a marcar el número de Thompson, pero el teléfono siguió sonando y sonando hasta que agarró el receptor, lo comprobó y se lo llevó a la oreja.
—Hola, Ruhadze. ¿Cómo le trata la muerte?
—Profesor Kettridge —contestó Hesha.
—Ha pasado mucho tiempo desde Siria, ¿verdad?
—Para usted.
—Sí —dijo Kettridge—. Para mí. Usted no ha cambiado nada, por supuesto. Ni una cicatriz de aquel último incendio en Baalbek, ya lo he notado. En cambio, supongo que yo debo de tener una pinta lamentable.
—No podría decirlo.
—No pienso dejar que pueda. —La voz del mortal se hizo un poco más cortante que antes—. Se está volviendo torpe con la edad. Usar a una chica con la que ha sido visto en público para hacer contacto... no encaja con su habitual discreción, ¿verdad? —Hesha no dijo nada—. ¿O estaba usted tras el intento de allanamiento?
—Eso se acercaría más a la verdad.
—Voy a creerme que no estaba tras aquella oferta tan elevada.
—La doblaría si eso pudiera interesarle.
—Los dos sabemos que no es así... ¿Qué le parece un intercambio, en vez de eso?
—¿Qué quiere por la cuenta?
—Hoy no me dedico al trueque de cuentas —dijo el profesor—. Intercambiaremos información.
Hesha pensó en ello.
—Le escucho.
—Yo le diré de dónde procedía la oferta, si usted me explica por qué todos los muertos del mundo parecen tan interesados por mi pequeño amuleto de la suerte.
—No es lo bastante bueno: probablemente habrá cinco o más intermediarios entre usted y ese postor.
—No, esta vez no. Alguien tenía mucha prisa.
La tentación pasó junto a Hesha, y estaba sonriendo.
—Dígame de dónde salió la oferta, y le contestaré a tres preguntas sobre su cuenta. Preguntas concretas. Lo útiles que sean las respuestas dependerá de lo bien que sepa plantear las preguntas.
La línea quedó en silencio durante casi un minuto, que Hesha pasó intentando detectar a Kettridge y su "amuleto de la suerte".
—Harlem. ¿Qué es la cuenta?
—Es el ojo de una estatua.
Kettridge dio el nombre de una calle, e hizo su siguiente pregunta:
—¿Por qué me atrae hacia Atlanta?
—Es un objeto subsidiario de otro artefacto más poderoso. Ese ojo puede localizar el artefacto principal, que está o estaba en Atlanta.
—2417A. Entrada del sótano. ¿Cómo ha podido encontrarme esta noche?
—Yo tengo otro ojo de la estatua. Puedo localizar el suyo, y seguirle allí donde vaya, Kettridge —dijo Hesha, y el mortal pudo sentir la sonrisa en su voz.
El profesor, en su propia cabina en lo más profundo del laberinto de la estación, sintió que un escalofrío recorría su columna. Sopesó el macuto que llevaba al hombro, notando los reconfortantes bultos metálicos de las armas en su interior.
—No se lo aconsejaría, Ruhadze —dijo en tono neutro—. He aprendido mucho desde Baalbek.
—Bien. Deje que yo le aconseje algo —susurró Hesha al teléfono—. Váyase de Nueva York tan pronto como pueda. Yo no voy a perseguirle... todavía... pero si la dirección que me ha dado es correcta, tiene a la mitad de los sabuesos del infierno tras su pista.
—Lo sé. Ya he chamuscado a unos cuantos. A su especie no le gustan ni el fuego ni las multitudes, ¿verdad?
—No dé nada por hecho. Y no diga que ellos son mi especie —siseó Hesha—. Si pretende confiar en la protección de las masas, no vaya a Atlanta y las demás zonas en estado de alerta por los disturbios.
Kettridge miró sus billetes: en el Amtrak hasta Atlanta... pasando por Washington D.C. y Raleigh. De pronto tuvo miedo.
—Maldita sea, Hesha... ¡Que usted me diga que no vaya es ya una buena razón para ir! ¿Por qué tendría que fiarme de usted? ¿Por qué me advierte? ¿A qué vienen todos estos juegos? Dios, no puedo creer que estemos teniendo esta conversación: déme una razón por la que deba creer una puta mierda de todo lo que ha dicho, desde el principio hasta el final.
—Prefiero que conserve usted la cuenta, Jordan, a que caiga en manos de ese postor. En las zonas en estado de alerta no se preocupan por los testigos. ¿Me entiende? —Esperó—. ¿Jordan?
La línea estaba muerta, y aunque Hesha no tardó en encontrar un teléfono aún caliente por la mano de su enemigo, sintió que el ojo rojo corría alejándose hacia el sur. Al cabo de diez minutos no pudo sentirlo ya.